La productora cinematográfica inglesa Ealing Studios vivió su mayor momento de gloria en los ocho años que van de 1947 a 1955, el tiempo que dedicó a elaborar una serie de comedias que la harían inmortal en el recuerdo de los espectadores. Las comedias de la Ealing se distinguían por su humor amable, sus historias siempre tomando como protagonista al hombre común, personajes anhelantes de cambiar su triste condición social o bien luchando por sus tradiciones ante la llegada de un mundo moderno siempre hostil, la sencillez del pasado frente a la deshumanización de los nuevos tiempos. Por eso, pese a la sempiterna sonrisa con la que se ven sus películas, al terminar dejan un poso algo amargo, de triste melancolía por un pasado que se escapa como humo o bien por un momento de gloria efímero y fugaz que hace brillar una vida vulgar por unos instantes para enseguida devolverla a la triste realidad. Una realidad que estas maravillosas películas atacan sin contemplaciones con su rostro sonriente y resignado pero negándose a permanecer en silencio. El fulgor de un momento de grandeza o el último estertor de unas tradiciones que mueren en la espuma de los días, parafraseando a Boris Vian, serán pues los temas fundamentales que viven en casi todas ellas.
Ese momento de gloria que de la misma manera que llega se evapora ante nuestros ojos forma el corazón de la historia que nos cuenta Oro en barras (The Lavender Hill Mob), dirigida en el año 1951 por uno de sus directores más representativos y geniales: Charles Crichton. En ella subyace toda esa extraña melancolía que se resume y golpea con fuerza en el maravilloso plano final, una sola imagen para explicar, dar sentido y hacernos pensar en todo lo que hemos visto. Cine puro, en esencia.
Holland (otra magnífica interpretación de Alec Guinness) es un hombre de vida gris y aburrida: no puede ser más representativo de lo que era habitual en las comedias de la Ealing. Es supervisor de las entregas de oro de la refinería al banco en el cual trabaja. Un hombre ordenado, metódico, maniático hasta punto tal que es la burla de todos los que con él comparten el trabajo. Toda la película es un flashback: nada más comenzar, vemos a Holland en un local en Brasil en el que él es el centro de atención. Todos buscan su compañía y él reparte dinero a espuertas: a viejas damas y sus organizaciones benéficas, a diplomáticos que buscan fondos para aplacar revoluciones y a bellas jovencitas que lo saludan amorosamente (Audrey Hepburn como Chiquita en una de sus primeras apariciones cinematográficas: estad atentos, que si no se os escapa). ¿Qué ha ocurrido para que un hombre de existencia tan anodina haya llegado a convertirse en el rey de la vida social de Río de Janeiro? Eso es lo que nos contará Oro en barras: lo que Holland, en ese bar brasileño, le cuenta a un hombre con el que comparte mesa.
Alec Guinness en Oro en barras (The Lavender Hill Mob, 1951) una de las grandes comedias de los años cincuenta |
Y lo que Holland narra es la puesta en práctica de su sueño, nunca mejor dicho, dorado: el atraco al furgón donde diariamente se transporta el oro que él supervisa. “Soy un millonario en potencia” piensa a cada momento, lo cual no hace sino reforzar la idea de Holland como un pobre diablo que sueña con un imposible golpe de buena suerte que acabe con todos sus problemas. “Su única virtud es su honestidad”, dirán de él sus jefes en un detalle irónico genial. Pero en realidad el que su sueño se vea cumplido solo depende de una cosa: necesita encontrar la forma de pasar el oro que robe de contrabando, pues la única manera de deshacerse de él es en el extranjero. Necesita un socio, un compañero para llevar adelante su meditado plan. Y entonces aparecerá el grandioso Pendlebury (también excelente caracterización de Stanley Holloway), un escultor que cita continuamente a Shakespeare cuyo trabajo real es ser el dueño de una fábrica de souvenirs. En fin, otro personaje gris y provocador de la mayor lástima si no fuera porque, al igual que Holland, no estuviera interpretado por un actor que convierte a ese personaje en una figura imborrable. Dos compañeros que parecen haber nacido para encontrarse el uno al otro en ese mismo momento.
Es magistral la forma en que el guionista T. E. B. Clarke (uno de los recurrentes en la Ealing: escribió entre muchas otras esa película gloriosa, otro hito de la Ealing, que es Pasaporte para Pimlico -Passport to Pimlico- , dirigida en 1949 por Henry Cornelius) y el director Charles Crichton nos muestran cómo Holland descubre en Pendlebury a su alma gemela en el crimen. Primero, con el objetivo de darnos a entender lo maniático y escrupuloso que es en su trabajo Holland, vemos cómo este recoge con la punta de su paraguas una gota de oro que se ha salido del molde de fundición para devolverlo al mismo. ¡Aquí no se derrocha ni un penique! En la fábrica de Pendlebury veremos esta escena rodada de forma idéntica, solo que lo que recoge del suelo es una gota del material fundido para hacer los ridículos souvenirs. El rostro de Holland descubriendo en la repetición de ese detalle que Pendlebury es el hombre que necesita es absolutamente antológico.
Escena rocambolesca de Oro en barras, filme ganador del Óscar a mejor guión en 1953 |
La socarronería e ironía de las que hace gala en todo momento Alec Guinness en su personaje convierten en soberbia su actuación. Hombres adultos que viven en una pensión con la única compañía de mujeres octogenarias refuerzan la idea de soledad y mediocridad, de vacío que rodea a estos personajes que desconocen qué es la diversión. Y para añadir más divertida desolación, los otros dos compañeros que encuentran para formar la banda de atracadores no pueden dar más pena.
Repleta de secuencias enloquecidas, de humor frenético y siempre inteligente, más apegado a lo visual, a los pequeños gestos y miradas que a las grandes parrafadas, goza de un momento cumbre justo antes de la guinda que es su inolvidable plano final, ese que hace que uno ame aún más si cabe esta película. Holland huye de la policía en una delirante persecución. Cuando parece que van a atraparlo sin remedio, se cruza en su camino un grupo de oficinistas de traje oscuro, paraguas en mano, sombrero hongo y maletín. Holland se detiene y se pone al paso de ellos, confundiéndose con el grupo ante la mirada atónita de la policía que acaba de perderlo de vista cuando lo tienen justo delante. Y en ese instante en la banda sonora comienza a sonar una canción de ritmo brasileño con la imagen del grupo de oficinistas descendiendo la escalera que baja a los túneles del metro. La misma grisura existencial de Holland, en magnífica ironía, parece salvarlo al final y a nuestros oídos comienza a llegar la música de su sueño hecho realidad: la vida de Holland y su anhelo de algo mejor fundidos en un solo plano.
Nominado al Óscar por esta película, Alec Guinness tuvo el honor de compartir escena con una joven Audrey Hepburn |
Dentro de toda esa fiebre de películas sobre atracos que pareció apoderarse de los primeros años cincuenta Oro en barras quizá sea, a mi gusto, una de las mejores. Si casi todas ellas gustaban de mostrar cierta desencantada resignación ante el destino fatal (no solían terminar bien), pocas de ellas lo hacen de forma tan contundente y al tiempo tan sutil, sin darle importancia, como si la vida no fuera más que eso: un fulgor, un brillo, una pavesa encendida por un instante en medio de la oscuridad.
Por José Luis Forte
Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
Cuando sale se divierte, aunque solo piensa en volver.
Cuando por las noches llueve, también le gusta leer.
arthurmachen [@] hotmail.com
La décima víctima
Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
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La décima víctima