En los primeros años del cine el trabajo de operador de cámara requería en ocasiones tener un espíritu aventurero. Tras las tomas de los Lumière de trenes llegando a las estaciones y obreros saliendo de sus fábricas, el rodaje de vistas precisaba de mayores retos. Cargados con sus cámaras a hombros, los operadores salieron a recorrer mundo y a filmar todo lo que se encontraban. Cuanto más lejano o inaccesible era el lugar al que llegaban y rodaban, más impactantes eran las escenas que conseguían o al menos más hacían disfrutar a los espectadores de la época. Pero muy pronto el público comenzó a pedir más. No bastaba con la imagen: querían historias. Y con ellas se hizo necesaria la realización de guiones literarios que las contaran y guiones técnicos que indicaran y precisaran qué y cómo se iban a rodar. Durante muchos años se atribuyó a las primeras películas mudas que se rodaban sin guion. La documentación que se ha preservado ha demostrado sin embargo que ya desde fechas tempranas el uso de guiones detallados, sin nada que envidiar a los de hoy en día, era algo habitual. Esto no era óbice para que, de manera especial en el Hollywood primitivo, fuera técnica común el aprovechar cualquier desastre natural para incluirlo en una película. Si se desataba un ciclón o se desbordaba un río, allá que se lanzaban los equipos técnicos con unos cuantos extras a rodar teniendo en cuenta que iban a poder contar con efectos especiales gratis. Unas cuantas escenas del desastre, los extras corriendo y haciendo cabriolas por allí en medio, y hala, de vuelta a los estudios y a crear una historia que permitiera incluir lo rodado en ellas. Con el tiempo, esta locura se limitó al rodaje en los estudios. Quizá se haya mitificado un poco alrededor de este hecho, pero es cierto que todos los directores que iniciaron sus carreras en los primeros años del cine han presumido, o cuando menos se han sentido orgullosos, de ser capaces de rodar una película preparando un guion casi sobre la marcha. Eso era algo que ellos podían hacer, y lo hacían bien, mejor incluso que todos esos cineastas que llegaron después con sus complejidades. El cine era diversión y evasión, y nadie como ellos sabía hacer películas que regalaran estos sentimientos a los espectadores.
Allan Dwan era uno de estos directores. Inició su carrera con cortometrajes en la temprana fecha de 1911, casi un pionero, una carrera que se extendería hasta el año 1961 y que incluye, agarraos bien, nada más y nada menos que 405 películas. Un auténtico corredor de fondo capaz de enfrentarse a cualquier género. Lo que en el Hollywood clásico los críticos han dado en llamar un artesano. Pero a veces los artesanos demuestran tener más clase y rodar obras de arte de forma más habitual y genial que los llamados autores. Quizá nunca pretendieron serlo, pero su deseo de hacer bien su trabajo los llevaba en ocasiones a superar a los que su nombre iba por delante del título (sin que esto sea dicho en perjuicio del gran Frank Capra, que conste).
Con el tiempo, también a Allan Dwan se le ha considerado un autor, o al menos se le han querido ver rasgos definitorios que se repetirían en sus películas, huellas que indicarían que él era algo más que un artesano. Confieso que yo no las logro ver, y cuando leo sobre él y sus temas que se repiten y su forma de enfocar las tramas supuestamente de manera muy personal, quizá he tenido la mala suerte de ver justo aquellas películas que no se someten a esta categorización. Tampoco creo que a Dwan le haga falta que se le considere o no un autor: para mí, lo que tienen en común sus películas es que todavía no he logrado ver una sola que me aburra o que me parezca mala. Igual al final sí que he tenido suerte y no debería quejarme.
En cualquier caso, El moderno mosquetero (A Modern Musketeer, 1917) es una película que si bien dirigió él, habría que considerar su autoría en igual grado si no más a su actor protagonista, el incombustible Douglas Fairbanks, actor con el que Dwan haría un fabuloso tándem en un buen puñado de películas de aventuras. Ya desde el inicio de la misma vemos cómo todo va a girar no solo en torno al papel que interpreta Fairbanks, sino a su condición de la estrella rutilante que era por entonces. La primera secuencia acontece en época de los mosqueteros, la Francia del siglo XVII. Vemos una calle que imaginamos de París. Enseguida aparece al fondo un mosquetero a caballo que avanza hasta detenerse a la puerta de un mesón. Deja su caballo y se entretiene dando una limosna a un mendigo. De pronto descubre la cámara, se acerca a ella y ya en primer plano Fairbanks, dirigiéndose al espectador con mirada cómplice, se señala el pelo largo, se atusa los bigotes, pone cara de “bueno, ya veis, de esto es de lo que voy ahora”, se echa la capa al hombro y guiña descaradamente al público señalando el interior del mesón. Acompañémosle pues dentro, que de seguro va a comenzar la acción. Y de seguro que va a ser trepidante.
Y creedme que lo es. Dwan presumía de haber rodado esta película por puro azar y haberla escrito en el mismo lugar de rodaje, y quizá esto sea verdad en la mayor parte de la misma, aquella que se desarrolla en el Gran Cañón, un guion escrito sobre la marcha o al menos un guion que permitía múltiples improvisaciones. Pero dudo de que en la primera parte de la película fuera del todo así. Los escenarios de época, las a todas luces ensayadas escenas de peleas y acrobacias sin fin de Fairbanks y el emplazamiento de la cámara, que en la segunda secuencia muestra dos sorprendentes, para la época y para el tipo de película que era, contrapicados, creo que desmentirían en parte esta afirmación. Son secuencias que requieren preparación previa, por mucho que, como he apuntado, se dejara lugar para la improvisación.
Douglas Fairbanks, el primer gran héroe del cine americano en un fantástico fotograma de El moderno mosquetero |
Como decía antes de perderme en divagaciones, la película comienza de manera trepidante en un mesón en la Francia de los mosqueteros. Fairbanks se enzarza en una pelea de órdago con todos los tipos que están en él nada más y nada menos que para recuperar el pañuelo que una misteriosa dama ha dejado caer al suelo y uno de los presentes pisa sin querer. Y menos mal que el pobre lo hizo sin querer, porque si lo llega a hacer aposta no sabemos en qué podría haber acabado aquello. Fairbanks salta, escala por las paredes, se bate a espada y ríe a carcajadas contagiándonos de ese espíritu aventurero en el cual el peligro es lo mejor que puede acontecer.
Inspirado en la obra “D’Artagnan of Kansas” de E. P. Lyle Jr., lo cual demuestra que al menos historia inicial sí que había, y con guion del propio Dwan, lo cual podría demostrar que sobre la marcha pudieron ir construyendo parte del andamiaje narrativo, la película enseguida se instala en la época moderna, en Kansas. ¡Y vaya transición! Sobre fondo negro, como si estuviéramos en un teatro, Fairbanks aparece vestido de mosquetero. Mira a cámara, se ríe y tira al suelo su capa. Se cruza de brazos retador y la imagen se funde con Fairbanks en la misma pose, muerto de la risa, con traje y corbata. Hala, ya está aquí el mosquetero del año 1917. La secuencia subsiguiente es una réplica de la anterior, igual de trepidante, enloquecida y descacharrante, solo que en lugar de un mesón sucede en un tugurio de juego lleno de unos individuos con cara de haber asesinado esa misma mañana cada uno como mínimo a cuatro personas. Pero no hay problema: Fairbanks reparte leña de lo lindo, salta, trepa, escala, se cuelga de la lámpara y los deja a todos por el suelo. Todo por ayudar a una dama, claro, que en la película esa parece ser la tarea de todo mosquetero que se precie, ayudar a las damas, aunque en esta ocasión le saldrá el tiro por la culata en un desenlace tan divertido como inesperado.
En un crescendo tremebundo, la tercera secuencia nos narrará el nacimiento de nuestro protagonista. Un ciclón destruye la ciudad de Kansas (la utilización de maquetas indica que si el guion se escribió a toda prisa, desde luego fue una suerte encontrar por allí unas maquetas para destrozarlas) mientras la madre del héroe da a luz. Claro, un ciclón humano no pudo nacer en otro momento. Ya crecido, el mosquetero moderno nos da una lección en la que demuestra que las puertas y las escaleras son una memez: Fairbanks entra y sale de las casas por las ventanas, por los tejados, dando saltos por las vallas y hasta escalando a lo más alto del campanario de la iglesia del pueblo solo para celebrar que su padre le deja irse de aventuras por ahí para que así no destruya él lo que el ciclón al nacer no pudo destruir. Dejando hasta alguna pequeña dama enamorada a su paso. La de aquí interpretada por una joven Zasu Pitts, la inolvidable protagonista de Avaricia (Greed, 1924), la obra maestra (una de muchas) de Erich von Stroheim, en un papel muy breve. Por cierto: un ciclón, Kansas, Victor Fleming como operador de cámara en esta película… En fin, no deja de resultar curioso que Fleming fuera, años después, el director de El mago de Oz (The Wizard of Oz, 1939).
Tras este comienzo que ocupa casi un tercio de la película la acción se traslada al Gran Cañón. Y aquí hay que decir que la historia pierde fuelle. En fin, normal, parecía imposible mantener ese ritmo durante más de una hora. El resto resulta muy entretenido, con Fairbanks librando a una joven en peligro (Marjorie Daw) de las garras de un repugnante millonario y de un malvado indio líder de una banda de forajidos. Aprovechando el impresionante decorado natural como telón de fondo para las bromas de Fairbanks, sus acrobacias y la tensión continua de si salvará o no a la chica se llega al final. Para ello contará con la ayuda de un forajido a la fuerza interpretado por el genial Tully Marshall. Antes solo destacar la secuencia de cómo nuestro héroe conoce a la joven dama y cómo soluciona el problema de conducir un coche por el desierto sin tocar un solo grano de arena.
Al terminar nos queda una grata sensación de felicidad por haber visto una película con un inicio enloquecido y un desarrollo que en sus momentos menos inspirados nunca deja de resultar divertida. Y Douglas Fairbanks riendo a carcajadas, contagiándonos, llegando a nosotros tan vivo y único que pareciera que estuviéramos oyendo de verdad sus risas por mucho que se trate de una película muda.
Por José Luis Forte
Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
Cuando sale se divierte, aunque solo piensa en volver.
Cuando por las noches llueve, también le gusta leer.
arthurmachen [@] hotmail.com
La décima víctima
Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
Cuando sale se divierte, aunque solo piensa en volver.
Cuando por las noches llueve, también le gusta leer.
arthurmachen [@] hotmail.com
La décima víctima