Cuentan los estudiosos de la psicología que existen dos tipos de encarnación del mal: la adquirida y la congénita. Esta segunda comprende a todos aquellos que desprecian la vida, que desean un dolor lento y agudo a sus semejantes, o sea al conjunto de la humanidad. Para los primeros hay posibilidad de reinserción, ya que ese sufrimiento que han inflingido de manera casual, fruto de una situación extrema generada por la tensión y los problemas que arrastran, está reflejado en la –suponemos– infinita lista de pecados que abraza el paraguas de la redención. El problema, obviamente, reside en saber identificar el Mal (con mayúsculas, ese del que siempre han hablado los artistas más profundos y geniales, voces autorizadas para teorizar sobre lo divino y humano). No debería haber margen de error cuando se trata de poner freno a una enfermedad que no hace desgraciado al enfermo, sino todo lo contrario: exalta unos valores enraizados desde el útero, donde esa futura personita se hará lo suficientemente grande como para sobrevivir a las inclemencias de la jungla, con dos roles a interpretar: presa o depredador. Básicamente, esta es la premisa de Tenemos que hablar de Kevin (We Need to Talk About Kevin, Lynne Ramsey, 2011), un filme que cuenta la historia de una familia cuyo hijo martiriza permanentemente a su madre, focalizando su ira en ella, despreciándola sin descanso, cosa que no hace con su padre, al que ofrece un trato cariñoso que contrasta con las miradas de odio que le dedica a la mujer que le ha parido.
Adaptación de la novela homónima de Lionel Shriver, la cinta es un muestrario visual que se apoya en la aridez de un guión que arranca con pesar y lentitud, sin generar demasiado interés, e incluso llegando a irritar por su minimalismo escénico. Y es que, Lynne Ramsay, una cineasta con cierto talento a la hora de radiografiar la psique, presenta –mediante un implacable uso del montaje formal, es decir, uniendo planos cuya forma, sonido y color son parecidos, para crear un sentido dramático– su relato y sus personajes con frialdad y (demasiada) distancia: Tilda Swinton (la madre) es una estatua a merced del paso del tiempo, desde que aparece en mitad de una tomatina (sí, esa tradición consistente en desperdiciar toneladas de tomates mientras te bañas en su jugo como un cerdo en sus excrementos) para traer una metáfora pretendidamente sanguinolenta, hasta que cruza esa cortina blanca que nos enseñan nada más empezar y que reaparecerá más tarde. Los primeros veinte minutos de película son tediosos, pero afortunadamente Tenemos que hablar de Kevin (gracias a la estimable mano de Ramsay) revela muchos estratos distinguibles: el principal sitúa a ese demonio -interpretado por Ezra Miller- como distorsión de una realidad desoladora, que engulle a sus habitantes, que los devora porque sí, porque no hay esperanza. Al fin y al cabo, el odio –y la confusión– que proyecta con el injustificado enfoque y desenfoque de la imagen, es una patología común.
Adaptación de la novela homónima de Lionel Shriver, la cinta es un muestrario visual que se apoya en la aridez de un guión que arranca con pesar y lentitud, sin generar demasiado interés, e incluso llegando a irritar por su minimalismo escénico. Y es que, Lynne Ramsay, una cineasta con cierto talento a la hora de radiografiar la psique, presenta –mediante un implacable uso del montaje formal, es decir, uniendo planos cuya forma, sonido y color son parecidos, para crear un sentido dramático– su relato y sus personajes con frialdad y (demasiada) distancia: Tilda Swinton (la madre) es una estatua a merced del paso del tiempo, desde que aparece en mitad de una tomatina (sí, esa tradición consistente en desperdiciar toneladas de tomates mientras te bañas en su jugo como un cerdo en sus excrementos) para traer una metáfora pretendidamente sanguinolenta, hasta que cruza esa cortina blanca que nos enseñan nada más empezar y que reaparecerá más tarde. Los primeros veinte minutos de película son tediosos, pero afortunadamente Tenemos que hablar de Kevin (gracias a la estimable mano de Ramsay) revela muchos estratos distinguibles: el principal sitúa a ese demonio -interpretado por Ezra Miller- como distorsión de una realidad desoladora, que engulle a sus habitantes, que los devora porque sí, porque no hay esperanza. Al fin y al cabo, el odio –y la confusión– que proyecta con el injustificado enfoque y desenfoque de la imagen, es una patología común.
Tilda Swinton en Necesitamos hablar de Kevin (We Need to Talk about Kevin, Lynne Ramsay, 2011) |
El ambiente abyecto que se respira no ayuda a empatizar con los personajes (ni siquiera el padre, un John C.Reilly acostumbrado a brillar con luz propia). No hay contrastes y, por tanto, cualquier pulsión violenta impacta menos de lo que debiera: sabemos que debe de ser muy duro recibir un maltrato incesante por parte de la persona que más quieres, pero si antes de que ésta llegara no había luz en tu vida, ¿cómo pretendes que me compadezca de tu desgracia? Afortunadamente, el trabajo de Tilda Swinton es soberbio y casi logra que me sienta comprometido con lo que me cuentan. Pero su forma es pretenciosa, encuentros desagradables (en el peor sentido), muchos planos, cuando ese Damien adolescente mastica con fuerza en plano detalle; también cuando subrayan la sangre a través de la simbología del rojo, un leitmotiv que cansa. Seguro que la directora lo encuentra muy potente y justificado y perturbador. A mí no me transmite inquietud. Sólo encuentro plausible otro plano detalle en el que la pupila del chaval refleja una diana y la cámara se acerca lentamente para que desaparezca la pupila y la diana nos diga, probablemente, que el fin está cerca, que habrá matanza.
Ezra Miller & Tilda Swinton en We Need to Talk about Kevin (Lynne Ramsay, Reino Unido, 2011) |
Los espectadores pronto intuirán que para ella lo de tener hijos es una carga. Se queja (o no, porque parece muda), pero no transmite credibilidad. Su hijo, con apenas siete años, se ríe de su trabajo, le dice que “es ridículo” (en la sinopsis hacen referencia a que trabaja escribiendo guías de viaje. Y digo en la sinopsis porque durante el filme no me queda claro si trabaja en la industria editorial, o si acaba de salir de un centro de desintoxicación), y se caga en el pañal y ella se lo cambia. A continuación, él esboza una sonrisa maquiavélica y se provoca un segundo apretón. Pega sándwiches de mermelada en la mesa y colecciona virus. Cosas así. Entretanto, el padre hace uso del cliché del thriller psicológico más ramplón: “Es sólo un niño (…) Creo que necesitas ayuda”. O sea, convendría que visitaras a un especialista. Así con todo, tienen otra hija. Y el niño, con sus pintas de emo o tonto a secas, no la quiere. Es muy malo. Se masturba. Y, sin embargo, conviene analizar el reverso de esta película, pues se trata de un joven psicópata, maligno, peligroso, imprevisible, cínico, narcisista, quizá superdotado, asocial, manipulador, indolente, sombrío. Como decía antes, Tenemos que hablar de Kevin posee varios niveles de interpretación. Lo malo es que oscila constantemente entre lo notable y lo inverosímil.
Por Juan José Ontiveros
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
Special Message from Johnny Lang
Leo, escribo, a veces pienso.
El cine es totalmente subjetivo.
Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".
En esas butacas, además, puedes ver clásicos como Johnny Guitar.
Edición por Emilio Luna
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