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Ese mismo año, pues, la Universal lo contrata. Eran tiempos en los cuales estaba de moda convocar personal europeo que diera una pátina de clase, elegancia y cultura a las películas norteamericanas. Importando talentos europeos, el cine patrio contaría con todo el arte de estos sumado a la eficacia comercial del cine norteamericano. Claro está que esto no tenía por qué ser siempre así, pero los ejemplos eran abundantes, y Paul Fejos fue quizá uno de los que brilló de manera más fulgurante. El problema es que también fue el que brilló de manera más breve.
Soledad (Lonesome, 1928) parte de una idea tan sencilla que podemos decir que es la idea que uno pensaría dio origen al cine mismo: chico encuentra chica, o al revés, como queráis. Sobre ella, Fejos edificó todo un monumento cinematográfico sorprendente y único, quizá la película que mejor refleja esa conjunción del afán vanguardista del cine europeo de la época con el interés comercial del cine norteamericano, consiguiendo la fusión perfecta: una película que experimenta desde el primer hasta el último plano de sus sesenta y cinco minutos de duración sin perder nunca de vista la emoción que provoca la historia que nos está contando, todo al servicio de dar fuerza a los sentimientos de los dos protagonistas, llevando un encuentro casual entre dos trabajadores, un chico y una chica, a cotas de un poderoso romanticismo sin perder jamás la perspectiva de que nos encontramos ante dos personas de lo más común, como tú y como yo, que se encuentran por puro azar. Toda la acción se desarrolla en un solo día. ¡Pero qué día más emocionante!
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Desde el primer momento Fejos muestra a nuestros dos héroes en secuencias en paralelo realizando los mismos actos habituales, dos personas solitarias que se enfrentan, como todos, a un día más. Cuando ambos llegan a sus respectivos trabajos la película se transforma de manera deliberada en una locura visual: un reloj sobreimpresionado en la pantalla para mostrar cómo el tiempo es el señor de todos nuestros actos, imágenes de máquinas en funcionamiento, el trabajo en cadena, para él, la confusión y el caos de lenguas, caras y voces para ella, que es telefonista. Asimilamos lo que vemos como sensaciones, la narración queda en segundo plano, pero sin perder de vista nunca a nuestros protagonistas: esta es su vida, encerrada entre lo gris de cada día y un trabajo mecánico y alienante.
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Como ya he dicho, no dejan de sorprender a cada plano las soluciones visuales de Paul Fejos para contarnos esta sencilla historia. Se ve con los ojos alucinados y el corazón estremecido, vanguardia y narración clásica aunadas para ofrecer una de las grandes cumbres del cine mudo. Tras el momento de su estreno se añadieron algunas secuencias habladas. El cine sonoro se abría paso a golpes entre estas gigantescas obras maestras que ya nada más terminadas parecían obsoletas, apenas daban sus primeras bocanadas al mundo cuando para las productoras y el público empezaban a considerarse barcos hundidos por un mar de ruido.
Pero Soledad puede prescindir de estas secuencias. Su final emocionante hasta las lágrimas, una resolución que de nuevo de tan sencilla es del todo inesperada y sorprendente, la convierte en una de las más intensas películas que de seguro podréis admirar alguna vez. Paul Fejos apenas dirigiría largometrajes después. Se dedicó a hacer documentales, ya sin interés por el cine de ficción. Con los años, también abandonaría los documentales para continuar con su carrera de científico, que en vida le otorgó más honores y reconocimiento que su paso por el cine, tan fugaz y tan importante. Aunque a él esto le daba igual: espíritu inquieto, contó lo que quiso contar de la manera que quiso contarlas y, al terminar, a otra cosa. Viendo Soledad, uno piensa que en verdad no necesitó nada más.
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Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
Cuando sale se divierte, aunque solo piensa en volver.
Cuando por las noches llueve, también le gusta leer.
arthurmachen [@] hotmail.com
La décima víctima
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