“Las luces rojas son notas discordantes, cosas que no deberían estar ahí. Es como si hubiera pequeñas luces destellantes en la realidad que delatan que algo sucede”, anuncia Rodrigo Cortés. Dejando a un lado las razones del título o el argumento de su última película,
Luces rojas, el cineasta gallego demuestra una inteligencia superior cada vez que articula una palabra, pertenece ya a esa clase de nuevos directores españoles llamados a hacer un tipo de cine arriesgado, que bordee la desgastada temática y el estilo de esta industria notablemente envejecida y quizá limitada por sus complejos. Afortunadamente, parece que –a pesar de los que se empeñan en buscar coartadas- esa tendencia se está invirtiendo gracias a directores como Jaume Balagueró, Juan Carlos Fresnadillo o el propio Rodrigo Cortés: el presente y el futuro (cada vez más incierto) depende del olfato para innovar, ya sea a través del thriller, el terror, el suspense o el cine negro. Sea como sea, debe haber lugar para el optimismo, a pesar de los discursos equívocos provenientes de las altas esferas. La gente valora el buen cine, reconoce que algo es bueno independientemente de sus gustos o demandas, sabe cuándo le están dando garrafón en lugar de un reserva. Aquí y en
Hollywood.
La corta filmografía de Cortés (tan sólo tiene 38 años) no debe engañarnos. Su debut en el largometraje, titulado
Concursante, confirmó las buenas sensaciones que había dejado con su corto 15 días, que le brindó un puñado de premios en varios países (incluido un
FilmMaster en los estudios de Universal en Los Ángeles). Pero no fue hasta hace dos años con
Buried cuando acabó de encumbrarse como un cineasta de primer nivel, cuyo envidiable futuro se había escrito en ese ataúd que encerraba a un transportista norteamericano que había sido raptado por unos iraquíes y enterrado -suponemos, porque la cinta se desarrolla íntegramente en una caja- en pleno desierto. La claustrofobia era máxima, y la víctima sólo contaba con un móvil a media cargar y un mechero, creando angustia e incertidumbre en el espectador, restando oxígeno a los desinflados pulmones de Ryan Reynolds, desde aquel sarcófago a dos metros bajo tierra, en un réquiem pegajoso que nos mantenía expectantes durante un rato. Asimismo, Cortés es una
rara avis, ya que hace suya la filosofía del creador Juan Palomo: escribe, dirige, edita y, entre descanso y descanso, produce junto a su compañero Adrián Guerra. Por supuesto, no es el primero ni el último, y eso no convierte sus obras en objeto de obligado análisis. No obstante, en
Luces rojas se hace evidente la necesidad de delegar algún cargo.
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Luces Rojas (Red Lights, Rodrigo Cortés, 2012) |
La historia nos habla de una pareja de investigadores que buscan fraudes entre los mercaderes de la parapsicología: nadie se salva del ridículo ante el entrenado ojo de la profesional que interpreta sólidamente
Sigourney Weaver, cuyo joven ayudante (protagonista y posible nota discordante del filme), al que da vida
Cillian Murphy, ofrece una réplica en señal de inquebrantable simbiosis. No hay farsante que se les resista. Hasta que (re)aparece una antigua estrella que asegura tener poderes sobrenaturales, que dobla cucharas con su milagrosa mente y levita sobre los escenarios, que concluye sin ápice de vergüenza que posee un don, que su poder es ilimitado. El
tal Simon Silver es ciego, se pronuncia con tranquilidad, apoyado en el brazo de su rubia asistente. Y ahí tenemos el primer giro de la trama (el profeta, el intocable cuyos trucos parecen imposibles de desvelarse, ha llegado), ya que las cuentas pendientes entre ambos son ineludibles.
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Cillian Murphy en Red Lights (Rodrigo Cortés, 2012) |
Desde los primeros títulos de crédito tengo la certeza de asistir a un espectáculo que me embriagará. Cortés mueve la cámara con sutileza, en círculos, entremezclando lúcidamente los dos montajes (interno y externo). Y crea atmósfera, te sumerge en su universo, escuchas diálogos y teorías muy interesantes. Incluso la presencia del supuesto
médium, a cargo de Robert De Niro en uno de sus mejores papeles en mucho tiempo, inquieta y tensiona. El transcurso de la historia –subtrama de amor mediante- parece funcionar y, de repente, el guión sufre una grave alteración en ritmo y contenido, como si justo antes de alcanzar el
clímax le entraran las prisas y no hubiera lugar para ofrecer una explicación y un final convincentes. Y lo lamento, porque me estaba gustando hasta llegar a la primera escena cuestionable, una en la que el protagonista y el todopoderoso prestidigitador se ven las caras en una habitación de tonos oscuros, separados únicamente por una línea de sal. Y casi me enfada que una película con semejante factura no certifique su potencial. Tanto quiere sorprender que la sorpresa no funciona y, por tanto, el truco de Rodrigo Cortés se queda en simple
macguffin. A lo mejor debería ir pensando en la posibilidad de que es mejor director que guionista.
Por Juan José OntiverosLeo, escribo, a veces pienso.El cine es totalmente subjetivo.Decía Hitchcock que "son 400 butacas que llenar".En esas butacas, además, puedes ver obras mágicas como Johnny Guitar.Edición por Emilio LunaSpecial Message from Johnny Lang