Mejor morir otro día
La muerte de vacaciones (Death Takes a Holiday, Mitchell Leisen, EE.UU. 1934).
La muerte de vacaciones (Death Takes a Holiday, 1934) es la segunda película que dirigió Mitchell Leisen y ya en ella, tan pronto, podemos ver las que serían las grandes características de su obra, al menos las que de manera constante han definido sus mejores filmes: el romanticismo como un sentimiento más fuerte que la vida y la comedia enloquecida y disparatada. En La muerte de vacaciones prima lo primero sobre lo segundo, pero que nadie dude de que reserva momentos muy divertidos. En esa sabia mezcla radica su fuerza. La muerte de vacaciones nos presenta una trama algo delirante, una de esas películas que parece que solo se podían hacer bien en el pasado: la Muerte decide pasar unos días con los humanos para conocer de primera mano por qué la temen tanto y cuáles son sus anhelos, buscando sobre todo saber de eso que parece ser la razón última de todas las cosas: el amor, nada más o quizá nada menos. Una comedia romántica que en su tramo final se decanta por mostrarnos los sentimientos más exacerbados, el amor más arrebatado, la pasión como algo que está más allá de nuestra experiencia terrenal. ¡Uf! Desde luego hay que creer de manera firme en ello, o al menos creer en que lo que se cuenta es bueno para hacerlo creíble y no caer en el ridículo. Porque hacer el ridículo es justo lo que pasó con la nefanda versión que en el año 1998 dirigiera Martin Brest, ¿Conoces a Joe Black? (Meet Joe Black): hay historias que si no son narradas con pasión es mejor no contarlas.
Desde la primera secuencia Leisen y sus guionistas se preocupan de dejarnos bien definido el carácter de sus personajes. Para ello, se nos muestran unos planos de una fiesta en un pueblo en la que un grupo de extranjeros se divierten y gastan su dinero. Este grupo será el que a lo largo de toda la película sigamos en los tres días siguientes, justo los que la Muerte se tomará de vacaciones. Compran rosas y se las van pasando de unos a otros: este movimiento es el que le sirve a Leisen para pasar de un personaje a otro en una presentación de esa elegancia tan propia no ya solo de este director, sino en general del cine de los grandes estudios de la época dorada de Hollywood. Pero mientras todos se divierten en la dichosa fiesta, la joven y hermosa Grazia (Evelyn Venable) está rezando en la iglesia, la mirada perdida y con una expresión de estar en un profundo éxtasis. No se trata de presentarla como una mojigata, sino como alguien que ya desde su nombre nos da pistas sobre su personalidad: su afán de trascendencia. Grazia no parece de este mundo, siempre distraída, melancólica, las cosas terrenales no la llenan. Es el anhelo de lo trascendente, de lo que no está al alcance de los demás humanos, lo que la arrebata. Solo ella estará preparada para lo que acontecerá después. Es un personaje predestinado y por esto es una presentación modélica. Nadie sino ella podrá comprender a alguien que tampoco pertenece al mundo de los vivos. De vuelta de la fiesta, ya de noche, nuestros protagonistas sufren un accidente automovilístico del cual “milagrosamente” salen ilesos. La velocidad de los coches en la noche parece excitarlos a todos y el afán de peligro se torna un auténtico delirio suicida, de manera especial en Grazia, que se nos muestra exultante ante la perspectiva de ir cada vez más deprisa. Uno piensa que si hubieran salido disparados por lo alto del acantilado que atraviesan hubiera sido plenamente feliz. Elegantes travellings por el palacio en el que se alojan los protagonistas sirven para mostrar no solo la grandeza del lugar en el que viven, sino su vida regalada y esplendorosa, su situación privilegiada justo en el momento en el que acaban de escapar de la muerte. Grazia, en el jardín, tiene un presentimiento de que algo extraño se acerca, de que algo inusitado va a suceder. Su espíritu intuye, adivina lo sobrenatural. Después, solitaria y de nuevo en el jardín, sufrirá en off su primer encuentro con la Muerte. Una sombra gélida, un viento frío que no agita las hojas de los árboles. Por mucho que Grazia se presente a nuestros ojos con su cuerpo grácil y sus vestidos con velos transparentes como un ser angelical, ya habréis comprobado que en realidad es una morbosa de cuidado y más siniestra que el que está por llegar de vacaciones. Elementos de su carácter que se exacerbarán en el desenlace y gracias a los cuales este tendrá toda la fuerza y credibilidad que precisa.
«Las frases de doble sentido del príncipe, jugando siempre con la idea de que él es la Muerte, sumado a que además todos hacen bromas a su costa pues, al estar de vacaciones, no muere nadie, dan lugar a los mejores diálogos de la película».
Poco después, esa misma noche, la Muerte hará acto de presencia en la penumbra del salón que da al jardín, confundiéndose su figura con el fondo vegetal. Su aparición bebe de la más pura tradición fantasmal, conformando esta secuencia una de las más hermosas, extrañas y fascinantes de la película. Lo sobrenatural tiene aquí uno de los momentos más intensos que jamás se hayan visto en una pantalla. Así, la Muerte (un excelente Fredric March) se toma tres días de vacaciones. Necesita resolver sus dudas. No entiende por qué la temen: si ella no puede sentir el miedo, ¿cómo lo va a comprender? No puede disfrutar de la belleza porque si se acerca a ella la marchita. Su soledad es infinita. Necesita de manera desesperada saber por qué hace estremecer a los humanos, por qué desean vivir. Su figura torturada y anhelante de comprender recuerda a la Muerte de la película de Fritz Lang La muerte cansada o Las tres luces (Der müde Tod, 1921). Pedirá al duque Lambert (Guy Standing) que la invite a ser huésped de su palacio. Tomará la forma del príncipe Sirki, un noble al que esperaban y que ya no llegará nunca. Su nombre, al completo Príncipe Sirki de Vitalba Alexandri, el cual hace pensar en un lugar exótico y lejano, ayudará a dar consistencia a la idea de que es un extranjero que no entiende nuestras costumbres cuando la verdad es que se trata de la Muerte. Y no nos entiende. A lo largo de la película se verá que los vivos tampoco la entienden a ella.
En cuanto la Muerte toma forma humana el relato se transforma en una comedia. Hay una escena de un desayuno en un jardín que recuerda a otra magnífica película de Leisen, Medianoche (Midnight, 1939). Las frases de doble sentido del príncipe, jugando siempre con la idea de que él es la Muerte, sumado a que además todos hacen bromas a su costa pues, al estar de vacaciones, no muere nadie, dan lugar a los mejores diálogos de la película. Los dedicados a la guerra esplenden con intensidad sobre todo viniendo de quien vienen: la Muerte, sobre sus vacaciones, afirmará que “cuando terminen, los humanos podrán seguir con su privilegio de seguir matándose unos a otros”. Su afán por vivir convierte actos sencillos, como el de beber un vaso de vino, en una experiencia única e increíble. No entiende que gastemos o perdamos el tiempo en banalidades con tantas cosas hermosas y apasionantes por hacer. Son sin duda momentos particularmente brillantes de la película. Hay, desde el principio, un enfoque fantástico. Solo así se logra hacer creíble semejante trama: el entorno, la vida de los protagonistas, todo parece fuera del tiempo. No cabe la realidad aquí. De un romanticismo exacerbado, el encuentro final entre el príncipe Sirki y Grazia, anunciado ya en el inicio, tiene la magia de lo irreal: el amor sublimado a través de imágenes que contagian el éxtasis del momento. El desenlace es emocionante y absolutamente romántico en su sentido menos convencional. Todo es sublime en una película radicalmente alejada de la realidad, de nuestro concepto de normalidad, por eso mismo fácil de rechazar en nuestros tiempos. Y por eso extraña, única, con la poderosa fuerza que emana de una película, ella misma, sobrenatural.
José Luis Forte
© Revista EAM / Cáceres
Ficha técnica
USA, 1934. Título original: Death Takes a Holiday. Director: Mitchell Leisen. Guion: Maxwell Anderson y Gladys Lehman, según la adaptación de Walter Ferris de la obra de teatro de Alberto Casella. Productora: Paramount Pictures. Productor: E. Lloyd Sheldon. Estreno: 30 de marzo de 1934. Fotografía: Charles Lang. Música: Bernhard Kaun, John Leopold y Milan Roder. Dirección artística: Hans Dreier y Ernst Fegté. Efectos visuales: Gordon Jennings. Vestuario: Travis Banton y Edith Head. Intérpretes: Fredrich March, Evelyn Venable, Guy Standing, Katharine Alexander, Gail Patrick, Helen Westley, Kathleen Howard, Kent Taylor, Henry Travers, G. P. Huntley, Otto Hoffman, Anna De Linsky, Hector Sarno, Phillips Smalley, Frank Yaconelli.