Yôji Yamada es conocido por el curioso dato de ser el director de la saga cinematográfica más larga de la historia del cine: la de Tora-san, un simpático personaje de gran popularidad en Japón. Yo he tenido la oportunidad de ver solo una de ellas, la primera, filmada en el año 1969, y lo único que puedo decir es que me pareció una cosilla un tanto insoportable, pero sin doler. Por supuesto no voy a juzgar toda la serie (más de 40 películas) solo por una. Sí puedo decir que El pañuelo amarillo de la felicidad (Shiawase no kiiroi hankachi, 1977) me parece una película excelente, realizada con un gusto y con una sencillez desarmantes. Una de esas películas que uno comienza a ver sin saber nada de ella, que ha caído en tus manos sin tener claro cómo y resulta que te conmueve de manera profunda, te emociona hasta las lágrimas y se convierte en una de tus películas secretas favoritas, una de esas que ni tan siquiera eres capaz de explicar por qué te gusta tanto. Justo esto último es lo que voy a intentar hacer aquí.
La historia comienza con Kinya (Tetsuya Takeda), un joven en esos años en que la cultura hippie ya había fenecido y el punk aún no había llegado a todas partes. Torpe, perdido y recién abandonado por su novia, Kinya se ve a sí mismo como un conquistador nato, un triunfador al que el pequeño revés sufrido le ha venido hasta bien pues aprovechará para hacer un viaje a la isla de Hokkaido. Pero lo que ve el espectador es algo bien distinto: Kinya tropieza con todo, las chicas se burlan de sus intentos de ligoteo cuando no lo ignoran, sus amigos rechazan ir con él de viaje… En fin, Kinya está solo y es un desclasado, alguien excluido de la sociedad que le rodea aunque no es consciente de ello. Entra en una tienda a comprar una camisa y se ríe de la que le ofrece el tendero, según Kinya una camisa de paleto de pueblo, una de color blanco. Al plano siguiente Kinya sale de la tienda con ella puesta. Un ejemplo de cómo contar con imágenes su carácter fatuo, débil, sin personalidad. Apoyado esto además con una dirección muy propia de los setenta: continuos reencuadres, zooms, todo en plan documental y realista.
Pronto entra en escena la joven Akemi (Kaori Momoi), también abandonada por su novio, un personaje tan alejado de la realidad y desclasado como Kinya, pero en su caso debido a su tremenda timidez. Con ese desparpajo propio de los realmente tímidos, que cuando al fin se deciden a dar un paso aplastan lo que encuentran a su paso, Akemi decide acompañar a Kinya en su viaje. La road movie está en marcha: una película de carretera, una de esas que deberían figurar entre los grandes clásicos de este género. Pero si no era bastante con dos inútiles, enseguida se les unirá un tercero.
Yusaku (Ken Takakura, un actor mítico asociado en Japón al papel de tipo duro y de yakuza) es un hombre de mediana edad misterioso y poco hablador que de manera accidental se unirá a los jóvenes en su extraño viaje. A estas alturas Yamada ha adoptado un estilo más clásico y pausado. Será el que mantendrá durante toda la película, como si una vez presentado Kinya todo tornara a la calma, pues a buscar paz para sus espíritus, aunque no tengan conciencia de ello, se lanzan nuestros tres atribulados personajes. Como en toda buena narración de aventuras y viajes, los personajes crecerán y aprenderán con la experiencia: no serán los mismos al terminar su viaje, y habrán cambiado mientras el espectador sigue absorto su transformación.
Estos cambios son mostrados siempre por Yamada, ayudado por el guion de Yoshitaka Asama basado en la novela de Pete Hamill, a través de pequeños detalles, de incidentes que parecen no tener importancia pero que serán los que marquen el devenir de los tres protagonistas. Este minimalismo alcanzará cotas de increíble delicadeza en los momentos en que el misterioso Yusaku rememore su pasado ante la mirada impactada de los dos jóvenes, minúsculos flashbacks en los que una mirada, un gesto, unas frases intrascendentes logran decir más que películas enteras. Una maestría en la narración por medio de lo pequeño para alcanzar la emoción más alta que deja el corazón arrasado.
Yamada no duda en utilizar el recurso de mostrar la belleza de Hokkaido, la gran isla al norte de Japón, o de valerse en su tramo final de un truco para emocionar al espectador que, visto lo anterior, no necesitaba, pero su objetivo era hacer una película comercial y tampoco molesta este desliz. De hecho, a pesar de ese deseo más que evidente de hacer una película popular, vista hoy lo que parece es una de esas películas que los directores indies que pululan por el Festival de Sundance sueñan con hacer y no logran ni de lejos.
En su búsqueda del gusto popular, Yamada ni duda en incluir un tema de gran éxito en Japón, Ginza kan kan Musume, aquí interpretado por unos músicos en un pueblo al lado de una de las carreteras que atraviesan nuestros pequeños héroes. Pero aquí está la grandeza de Yamada: unos planos del minúsculo pueblo entre las inmensas montañas, sobrecogedoras por su belleza, la música que comienza a sonar, los intérpretes subidos a un improvisado escenario y unos cuantos niños siguiendo la música dando palmadas. Nuestros tres protagonistas se han detenido allí un momento y Yamada aprovecha para colarnos la canción de moda. ¡Oh, pero en qué momento! Justo antes hemos asistido a la tremenda y terrible confesión de Yusaku, un momento álgido en la película que hará cambiar no solo a los dos jóvenes que lo acompañan, sino también al espectador aturdido por la pena. Tras esto, detenerse en un pequeño pueblo, contemplar las montañas, escuchar una canción popular sencilla y pegadiza, de ritmo contagioso y feliz, no es ya incluir la canción de moda: es mostrar que la grandeza y la belleza de la vida puede estar en cosas muy sencillas y pequeñas, de hecho, probablemente para las personas comunes como nosotros, quizá solo se encuentre allí. En una parada ocasional en el camino, en el sol brillando en lo alto de una cumbre helada, en el ritmo de una canción cuyo compás siguen unos niños en un pueblo perdido.
Por José Luis Forte
Escribe encerrado en una cueva, nunca entra el sol.
Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
Cuando sale se divierte, aunque solo piensa en volver.
Cuando por las noches llueve, también le gusta leer.
arthurmachen [@] hotmail.com
La décima víctima
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Proyecta películas en la pared, ni que fuera Platón.
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La décima víctima