Tras un arranque poco prometedor, True Blood consigue engancharnos con una buena y elaborada trama que aporta nuevos personajes. Destacando un mayor protagonismo de Erik Northman (Alexander Skarsgaard), ese vampiro vikingo milenario lleno de carisma y que rivalizará con Bill por Sookie. Suyos son los mejores momentos durante esta segunda temporada, al igual que Sam Merlotte, cuyo personaje se va definiendo a cada episodio. Todo ese aumento de interés en personajes masculinos decrece en los femeninos. Los personajes de Sookie y Tara están desdibujados, haciendo perder la paciencia del público. Sookie, la protagonista, vaga sin sentido y con unas líneas de diálogo que la alejan de cualquier tipo de simpatía. Los capítulos en Dallas son una buena muestra de ello, pareciendo incongruente que dos vampiros luchen por ella, en este peculiar triángulo amoroso.
Pese a Sookie, True Blood va ganando en cada capítulo, hasta que al final y como en la primera temporada, al director pierda el control. Los dos últimos capítulos son una continua repetición de despropósitos, cómo si su realizador no fuera capaz de rellenar los cincuenta minutos de cada capítulo. Al pertenecer al género fantástico este tipo de giros pueden tener justificación, pero acaban cansando y desesperando (Jason y Bellefleur haciéndose los héroes, La visita de Bill y Andy a la Reina…). El final te deja buen sabor de boca, pero sin olvidar todas las vueltas innecesarias que ofrece el guión. True Blood se convierte en un batiburrillo psicotrópico con toques mitológicos que esperamos que ofrezca algo diferente en su tercera temporada. Por lo pronto, la crítica habla de un comienzo interesante. Veremos que nos depara Sookie y sus pretendientes.
Puntuación: **