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  • Cine Alemán Siglo XXI

    La niña de la cabra

    || Críticas | ★★☆☆☆
    La niña de la cabra
    Ana Asensio
    Voluntad de superficialidad


    Rubén Téllez Brotons
    Madrid |

    ficha técnica:
    España, Rumanía, 2025. Título original: La niña de la cabra. Dirección: Ana Asensio. Guion: Ana Asensio. Música: Marius Leftarache. Fotografía: David Tudela. Compañías: Aquí y Allí Films, Avalon, La Niña de la Cabra, Avanpost. Distribuidora: Avalon. Reparto: Alessandra González, Juncal Fernández, Lorena López, Javier Pereira, Enrique Villén. Duración: 95 min.

    La niña de la cabra es una película inasible, que se disuelve en pantalla al mismo tiempo que sus personajes y desvíos narrativos, que cambia de forma y tono con tanta velocidad que asfixia sus propias imágenes hasta convertirlas en baúles de ideas muertas, en cajones que guardan los retazos visuales de todo lo que la narración quiso ser y no es. Y es que su carácter mutante, además de lastrar sus propios aparatos dramáticos y discursivos, dificulta un poco su lectura, puesto que los ángulos desde los que abordarla son tantos como sus problemas y, por ello, intentar alcanzar su núcleo para encontrar el origen de su carácter errático puede resultar complicado. Habría que decir, por empezar por lo más elemental, que el segundo largometraje de Ana Asensio se adscribe dentro de la reciente genealogía de obras protagonizadas por niños —niñas, en este caso— cuyas máximas exponentes en España han sido Carla Simón y Pilar Palomero. Habría que añadir, además, que las historias de Verano 1993, Las niñas y La niña de la cabra se expanden en un mismo periodo histórico —finales de los ochenta y principios de los noventa— y que están movidas por el impulso de proyectar hacia el exterior las percepciones, eminentemente subjetivas, de sus protagonistas para convertirlas en el material fílmico con el que construir cada secuencia.


    Sin embargo, si Carla Simón apostaba por la prolongación de la duración del plano general para capturar los elementos espaciales y temporales que condicionaban el estado sentimental de su protagonista y el modo en que el mundo se relacionaba con ella, y Palomero utilizaba el plano medio como expresión directa de la visión de una niña que estaba definida tanto por su deseo de conocer su historia como por el carácter torrencial e impulsivo que caracteriza los cambios emocionales de los (pre)adolescentes, Asensio decide levantar la película desde la cercanía solipsista de un primer plano que transforma todos los elementos que orbitan a su alrededor en componentes tangenciales que apenas merecen atención alguna. Mientras que en los dos primeros ejemplos, las directoras buscaban desvelar el modo en que el contexto, al abrir las heridas que a lo largo del metraje tendrían que afrontar, asumir y expresar sus personajes, condicionaba de forma ineludible sus vidas, en La niña de la cabra el contexto en el que se sitúa la narración no es más que un ruido de fondo, un rumor que debe —ya adelantamos que no lo consigue— dar veracidad a las andanzas de Elena, una niña de ocho años que se ve embargada por miedos oscurantistas de cariz religioso a pocas semanas de hacer la primera comunión. Asensio no pretende capturar los diferentes modos de mirar y pensar que los conflictos de la época en la que sitúa la acción producían, sino reconstruir un pasado irreal, un decorado artificioso que responde a las exigencias de una idea cliché de lo que era aquella España y que, por ello, no puede cristalizar sino en imágenes que no se mueven —que diría Serge Daney—, que no hacen moverse a nadie, ni siquiera a su propia protagonista, que termina la película igual que la empezó.


    La niña de la cabra es una película movida por un pulso inestable de melancolía que desemboca en un veloz encabalgamiento de sus escenas, en sus constantes y pocos empastados cambios de tono, en su fluir disperso y errático hacia ninguna parte. Asencio pasa de una secuencia a otra, de una idea esbozada a la siguiente, y, por ello, la cinta nunca tiene tiempo para respirar, para mantenerse en silencio durante treinta segundos y permitir que la ausencia de diálogos o acontecimientos llamativos sugieran todo aquello que los actores no verbalizan. No hay un solo instante para que las acciones narradas reposen y pueda germinar en ellas el discurso de la cinta y, por tanto, no se produce a lo largo del metraje más que una mera enunciación de acontecimientos insustanciales. La constante apertura de diferentes vías narrativas responde, así, a un deseo de construcción por acumulación: Asencio pretende hilvanar un gran mosaico que ofrezca la experiencia de ser niña a finales de los ochenta. El problema es que, además de asumir que su personaje puede erigirse como representante general de la infancia de toda una generación —como si dependiendo, de nuevo, del contexto social las infancias no fuesen diferentes—, se limita a acariciar la superficialidad de aquellos años a través de una serie de cuadros costumbristas marcados por unos diálogos inverosímiles y explicativos y unas situaciones arquetípicas que nunca adquieren verdadera hondura. Los años ochenta fueron las cabinas telefónicas, las canciones de Olé Olé, el gotelé y los estampados en las paredes de las casas; los años ochenta fueron los Peta Zetas, los Madelman y las Barbies; los años ochenta, según la película, fueron las televisiones grandes y aparatosas y las carteras en las que los niños llevaban los libros al colegio. Nada más. La precisión en el detalle y el descuido —u olvido— del plano general denotan un profundo sentimiento de melancolía por la época que provoca un obsesivo fetichismo nostálgico hacia sus productos de consumo.


    Asencio, durante casi toda la película, coloca la cámara a la altura de los ojos de su protagonista, lo que la lleva a filmar muchos contraplanos en contrapicado. No importa que Elena esté mirando a sus padres mientras discuten, que esté atendiendo al sermón que el cura le suelta en la Iglesia o que la esté regañando una profesora; todo y todos están encuadrados desde abajo. Dicha decisión formal busca una literalidad en la traducción visual de la posición de la mirada que cercena de raíz cualquier atisbo de expresividad que las imágenes pudiesen tener y que imposibilita la transmisión visual de las emociones e ideas que la configuran. El automatismo de la puesta en escena deviene en un enmudecimiento de la gramática fílmica: si todo está filmado en contrapicado y todos los adultos son enormes e imponentes en cualquier situación, entonces Elena tiene la misma relación con ellos, independientemente —de nuevo— del contexto en el que se desarrolla cada escena y de la identidad de su interlocutor. El problema nuclear de La niña de la cabra es, por tanto, la voluntad de superficialidad desde la que están construidas sus imágenes. ♦


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