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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | National Anthem

    || Críticas | Americana 2025 | ★★★★☆ |
    National Anthem
    Luke Gilford
    Pink Pony Club


    Javier Acevedo Nieto
    Valladolid |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2023. Título original: National Anthem. Dirección: Luke Gilford. Guion: Kevin Best, Luke Gilford, David Largman Murray. Compañías: LD Entertainment. Festival de presentación: South by Southwest (SXSW) 2023. Fotografía: Katelin Arizmendi. Reparto: Charlie Plummer (Dylan), Eve Lindley (Sky), Mason Alexander Park (Carrie), Rene Rosado (Pepe), Robyn Lively (Fiona). Duración: 99 minutos.

    Todo queda en la mirada de Charlie Plummer. También quizá en su mueca de chico que parece no querer nunca las respuestas a las preguntas que se hace. Puede que también todo esté en su forma de farfullar las palabras cuando fantasea con el personaje de Eve Lindley o justo en medio de un supermercado mientras mira los estantes casi como si pudiera escoger su identidad como quien revisa las etiquetas del precio de un brick de leche. National Anthem (2023) es una película indie en un sentido bastante estricto y, si parece un poco anacrónica, lo es porque todo queda con Charlie Plummer. Si ya en Lean On Pete (2017) Andrew Haigh vislumbró (como siempre suele hacer) que los ojos de Plummer tienen la capacidad de llorar verdades, otro cineasta como Luke Gilford busca que su película refleje a un Plummer cuya verdad se muestra con sinceridad y desnudez. No hay atisbo de un cine LGBTIQ+ más preocupado por el artificio estético y la emoción estrambótica. National Anthem se lanza a algo mucho más valiente: mostrar que esto no va tanto de conquistar una supuesta identidad arrebatada como de expresarla en unas coordenadas geográficas y emocionales familiares.

    Hace unos días se viralizó la actuación conjunta de Chappell Roan y Elton John tras la fiesta de los Oscar. Pink Pony Club se ha erigido en una nueva suerte de himno intergeneracional y en el encuentro entre ambos hay una genealogía queer muy bonita. Tanto el cantante británico como la artista estadounidense comparten algo. Ese algo es su uso de la música no como medio de exploración o búsqueda de sus respectivas identidades y estéticas queer (una a través de los códigos del drag y el otro vía dandismo lisérgico), sino como espacio para expresar quienes ya eran. Así, su arte es consecuencia de personalidades afianzadas que desafían ese lugar común (y cliché, al fin y al cabo) de que la experiencia LGBITQ+ es una identidad en constante tránsito y autodescubrimiento.

    Quizá esa es la clave de National Anthem. Su visión de un joven que decide trabajar en un rancho LGBTIQ+ friendly para después enrolarse en el rodeo con una tropa de cowboys adictes al glitter no busca epatar por la anécdota estilística de lo estrambótico (de esto ya se encargan los Javis con sus simulacros miserabilistas de genuina pornografía emocional), más bien construir un coming of age donde la identidad se afianza en unos espacios seguros y en un trabajo muy consciente con los géneros, desde ese coming of age más clásico en su vertiente de crisis maternofilial, la recuperación entrañable de códigos del indie de principios de los dos mil que creíamos extintos (colorimetrías saturadas un tanto naive, una actualización cuqui del Pop-Art y bandas sonoras salidas de la mente de Little Miss Sunshine) y un trabajo de la frontalidad y composición heredados del videoclip (no en vano Gilford viene de trabajar con artistas como Christina Aguilera). Las imágenes de National Anthem hacen resonar un pasado que nunca existió, la idea de una historia queer que el cine, la literatura y la crónica han fragmentado en retazos. La película de Gilford edifica un espacio liminal, donde la masculinidad queer se insinúa como un santuario entre el polvo y los prados abiertos del western contemporáneo.

    Pero ¿es problemática esta hibridación de géneros? National Anthem abreva de la estética queer y musical para construir su ficción, manipulando el registro de lo real en una estrategia que recuerda la hibridación entre códigos de verdad y deseo en la obra de William E. Jones o en los paisajes homoeróticos de Tom Bianchi. La textura analógica de la imagen y las tomas de 35mm que evocan un tiempo predigital dialogan directamente con el giro analógico teorizado por Cramer. Este retorno a la materialidad del celuloide es, paradójicamente, una estrategia posdigital: en su rechazo a la hiperclaridad digital, la película evoca una nostalgia programática, una tecnología del deseo que fabrica una comunidad queer imposible. Y qué mejor manera de hacerlo que a través del simulacro de una especie de drama indie contenido en un videoclip a caballo entre el dreampop y el country kistch.

    Desde la primera secuencia, la cámara de Gilford busca el contacto cálido con sus personajes, jugando con la profundidad de campo y el grano de la imagen para intensificar la sensorialidad del mundo que habitan. La luz natural, filtrada por paisajes abiertos y habitaciones que parecen retazos de un sueño detenido, refuerza la idea de un tiempo suspendido, donde lo queer encuentra refugio fuera de la normatividad temporal.

    La interseccionalidad queer aparece de manera orgánica en este microcosmos de cowboys y outsiders. En el centro de la historia está Dylan (Charlie Plummer), un joven alienado por la rutina de la América rural que encuentra en una comunidad de rodeo queer un espacio de pertenencia. Pero este hallazgo no es un simple descubrimiento identitario; es un proceso de reconstrucción y deconstrucción simultáneos. El tiempo en National Anthem no sigue el trayecto normativo del coming of age tradicional, sino que se fragmenta, se ralentiza y se pliega sobre sí mismo. El anacronismo queer (Dinshaw, 2007) se hace explícito: Dylan, como tantos personajes queer en la historia del cine, atraviesa la "segunda adolescencia", ese momento de (re)descubrimiento que desafía la crononormatividad impuesta, pero lo hace con una seguridad en sí mismo que huye de posibles clichés.

    El espacio del rodeo queer en el filme es tanto un santuario como una trampa. No es casualidad que la película recurra constantemente a imágenes de contención y límites: cercas, caravanas, espacios que son refugio, pero también frontera. Lo queer en National Anthem atraviesa una identidad, una geografía emocional y un intento de construir una utopía comunitaria. El film recupera la idea de la creación de mundos queer (queer world-making en la teoría anglosajona), y lo hace con un tratamiento de la intimidad que roza lo sagrado. Cada gesto compartido entre los personajes –una caricia tras un día de trabajo, una mirada sostenida entre la incertidumbre y el deseo– se inscribe en una narrativa que se aleja del sensacionalismo para abrazar lo cotidiano como política de resistencia.

    La película carga de simbolismo cada objeto que habita el mundo queer del rodeo: las botas gastadas, las hebillas que reflejan la luz del sol, la cuerda que desliza entre las manos con la precisión de quien ha aprendido a domar no solo caballos, sino también los afectos que la sociedad ha intentado constreñir. Es un cine de texturas, de piel y sudor, de cuerpos que se mueven con la conciencia de saberse observados y, al mismo tiempo, libres dentro de su propio espacio ritual. El vestuario en National Anthem juega un papel clave en esta construcción de lo queer como territorio: las camisas de cuadros no ocultan, sino que enfatizan la fluidez de género, los pantalones ceñidos sugieren una resistencia a la masculinidad normativa, y la presencia de elementos fetichizados –el cuero, las cadenas, el polvo adherido a la piel– remite a una reelaboración del deseo queer en clave rural. Gilford no cae en la estetización vacía; su cine respira autenticidad porque entiende la moda y el cuerpo como formas de resistencia simbólica.

    El último plano de la película es revelador: un himno para una nueva comunidad que esta vez sí tiene su espacio. Su himno nacional no es el de un país ni el de una comunidad establecida, sino el eco de una identidad que encuentra su propio tiempo y espacio. Y en ese eco, en ese anhelo (y en esa mirada de Plummer) se esconde su verdadero poder. ♦


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