|| Críticas | ★★☆☆☆
Morlaix
Jaime Rosales
Rosales o el romanticismo
Rubén Téllez Brotons
ficha técnica:
España, Francia, 2025. Título original: Morlaix. Dirección: Jaime Rosales. Guion: Jaime Rosales, Fanny Burdino, Samuel Doux, Delphine Gleize. Compañías: Fredesval Films, Iwaso Films, 3Cat, Les Productions Balthazar. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Róterdam 2025. Distribución en España: A Contracorriente Films. Fotografía: Javier Ruiz Gómez. Montaje: No disponible. Música: Leonor Rosales March. Reparto: Aminthe Audiard (Gwen), Samuel Kircher (Jean-Luc), Mélanie Thierry, Àlex Brendemühl, Jeanne Trinité. Duración: 124 minutos.
España, Francia, 2025. Título original: Morlaix. Dirección: Jaime Rosales. Guion: Jaime Rosales, Fanny Burdino, Samuel Doux, Delphine Gleize. Compañías: Fredesval Films, Iwaso Films, 3Cat, Les Productions Balthazar. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Róterdam 2025. Distribución en España: A Contracorriente Films. Fotografía: Javier Ruiz Gómez. Montaje: No disponible. Música: Leonor Rosales March. Reparto: Aminthe Audiard (Gwen), Samuel Kircher (Jean-Luc), Mélanie Thierry, Àlex Brendemühl, Jeanne Trinité. Duración: 124 minutos.
Es por eso por lo que habría que definir qué finalidad tiene cada recurso técnico o cada modalidad de puesta en escena para, primero, poder ilustrar con claridad el funcionamiento de la arquitectura estética de Morlaix, y, después, cuestionar aquello —ya se avanza que no es la realidad— que «se despliega en su interior». 1) Pantalla panorámica, blanco y negro y cámara fija: gracias a la amplitud de visión que ofrece la relación de aspecto y al tono nostálgico, casi irreal, de la fotografía bicolor, Rosales atrapa —y envuelve en una sábana melancólica— las emociones efímeras, las reacciones espontáneas y los gestos mudos que insinúan las raíces emocionales de los personajes: los planos siempre están abiertos y buscan cierta frontalidad con respecto a los rostros de los actores para capturar en vivo cada fulgor que pueda surgir de la naturalidad de unas secuencias que, se intuye, han sido diseñadas desde cierta improvisación. 2) 4:3, color y cámara fija: empleado para describir la relación que un personaje mantiene con el lugar que habita y con sus compañeros: la disposición de los cuerpos sobre el espacio, las coreografías que trazan siempre atendiendo a los movimientos de los cuerpos de los otros, sus acercamientos, alejamientos y superposiciones, y los vacíos que dejan en el encuadre definen sus emplazamientos dentro de los diferentes ecosistemas sociales que se dan a lo largo de la película. El plano individual funciona como el recoveco particular en que cada protagonista se protege del resto. 3) Instantáneas congeladas: las fotografías, tomadas desde un ángulo diferente al del plano cuyo estático fluir ha interrumpido, subrayan la trascendencia que el momento narrado tiene para el personaje que la protagoniza: el cambio de posición de la cámara insinúa la existencia de un lugar específico que permite acceder a la emoción que convierte la secuencia en un instante trascendente para el sujeto que está en su centro. 4) Pantalla panorámica, blanco y negro, cámara en movimiento: los suaves travellings trazados con steadicam no funcionan sino como la manifestación visual del punto de vista de la protagonista cuando, al final de la cinta, de vuelta en Morlaix tras años fuera, flota por sus calles, tiendas, parques y cines intentando compenetrarse con una ciudad que el paso del tiempo ha vuelto irreconocible, no tanto por haber cambiado su aspecto arquitectónico, sino por haber diluido en el polvo de una tragedia inevitable los recuerdos que ella había depositado allí. La cámara se mueve hacia delante y hacia detrás, se acerca a las personas y a los muebles, intenta sin éxito volver a vivir en la misma realidad que ellos, en el tiempo presente, pero, para la protagonista, Morlaix no es más que el escenario en el que se desarrolló su adolescencia y, como tal, como espacio pretérito y hermético, lo contempla y recorre.
El dispositivo de Rosales es plenamente homogéneo en su controlada y medida heterogeneidad; la única desemejanza formal con respecto a sus anteriores trabajos es que, mientras que en Girasoles Silvestres o Las horas del día —por poner dos ejemplos— había un único concepto que constituía en sí mismo la totalidad del rígido armazón escénico, aquí dicha totalidad está construida a partir de pequeñas rigideces que no funcionan jamás de forma independiente. ¿No hay, entonces, un cambio, una diferenciación, un quiebro, entre las obras pasadas de Rosales y la nueva? Sí, el cambio está en la posición que el cineasta toma con respecto a lo que ocurre fuera de la pantalla y al modo en que utiliza el dispositivo descrito. Y es que Morlaix sintetiza el grave esfuerzo que realiza Rosales por alejarse de la actualidad; es más, la película en sí misma es una constante negación de la realidad en favor de una ficción que únicamente debe —según las propias imágenes diseñadas por el autor— ocuparse de la ficción, que sólo puede hablar de lo que ocurre dentro de la pantalla. El solapamiento de relatos y de miradas que se pierden entre los esquivos meandros de narraciones que no hablan más que de su propio fluir como narración es un claro alegato con el que se busca ensalzar la imaginación y, en contraposición, desplazar hacia el ostracismo del fuera de campo cualquier fotograma que haga el amago de contar lo que sucede en el mundo real.
Rosales abraza un estricto y radical romanticismo y, en consecuencia, decide trabajar con una idea del mundo cristalizada, cerrada e inmutable con la que los espectadores no pueden relacionarse si no es a través de su mera contemplación: no hay posibilidad de debatir con ella, de mirar la sociedad desde una nueva posición, ni de entender de forma parcial o total su funcionamiento; sólo queda rendirse a su más que dudoso concepto de belleza. El propósito totalizador que tiene la propuesta —ese únicamente hablar de sí misma y de los «grandes temas»— es el núcleo de cualquier obra que se adscriba de una u otra forma al movimiento romántico —véase los poemas de Hölderlin o Keats—, y, por ello, una vez que se la ha situado dentro del marco artístico —y, obviamente, ideológico— al que pertenece, una vez que se ha desgranado el aparataje estético ampulosamente planificado por el director, una vez que la cinta ha desvelado sus intenciones y se ha lanzado de cabeza a exigirle a su público que le rinda la pleitesía que merece por haber sido capaz de capturar unas imágenes tan originales como volcánicamente rupturistas —concepto que ya ha sido desmontado—, no queda más que el vacío que se esconde debajo del ruido, la retórica y el amaneramiento escénico.
«Todas las puestas en escenas que hay dentro de la gran puesta en escena que es la película están al servicio de la teatralidad de los personajes, de sus impresiones exacerbadas por su propio individualismo y sus alambicadas reflexiones: los cambios de estilo recogen, con cierta frialdad, sus emociones y pensamientos y los convierten en imágenes, pero no los abordan de forma activa, no los cuestionan ni intentan entender de dónde surgen porque, precisamente, no surgen de ningún sitio. Subjetividad sobre subjetividad, Morlaix se cierra con otro encadenado de pantallas bajo el que late la idea del cine como lienzo sobre el que cada individuo escribe sus propios e intransferibles sentimientos».
El cineasta impone la visión del mundo que tienen sus protagonistas como la única existente, puesto que asume que las reflexiones sobre el amor, la muerte y el paso del tiempo que traza a partir de sus conflictos vitales particulares son universales y extrapolables a cualquier persona y espectador. Dicha descontextualización le permite hacer pasar el mundo subjetivo de sus personajes por uno objetivo, general y homogéneo. Pero claro, las criaturas de Rosales salen a navegar en el barco privado de Jean-Luc, y viven en grandes y amplias casas en las que no hay rastro de sus padres —¿cómo pagan la hipoteca o el alquiler, la comida, la ropa, los caros equipos que utilizan para producir música?—, tienen todo el tiempo del mundo para escribir en el aire divagaciones filosóficas y para ausentarse del instituto durante días, se mudan a París como quien cruza la calle, y el único problema al que se enfrentan es a un vacío emocional que, se supone, está implícitamente ligado al propio acto de vivir. Esa es la juventud universal que Rosales utiliza como medio para hablar de los «grandes temas». Hay, por tanto, un evidente desligamiento entre imagen y realidad que no es en ningún caso accidental: la atemporalidad de la cinta, la ausencia tanto de cualquier tipo de cambio como de signos que permitan identificar las décadas —por poner una medida muy general— en las que suceden los diferentes episodios narrativos forman parte de una estrategia de abstracción que no tiene como finalidad última sino la solidificación del discurso totalizante sobre «los absolutos».
El discurso de Morlaix respecto a los jóvenes es claro: nunca han tenido inquietudes políticas, siempre se han sentido asfixiados por el peso de un existencialismo ineludible, y jamás han existido cambios o diferencias entre una generación y otra. La forma en que Rosales hace pasar su discurso reaccionario por un retrato con tintes lúdicos de los primeros amores y desamores no es nueva: Éric Rohmer hizo lo mismo durante años, como han demostrado unos cuantos críticos a lo largo de la última década. La imagen que la película ofrece de los adolescentes es, por tanto, irreal, está momificada y, además de negar la actualidad, funciona como un llanto agónico que clama por la inmovilidad de las cosas. No existe más clase social que la burguesa, la de los protagonistas, no hay cambios de ningún tipo a lo largo de los años, y el único conflicto al que se enfrenta la gente es metafísico. Es precisamente eso, la introducción de la metafísica en las imágenes, lo que marca la definitiva separación entre Morlaix y la obra precedente de Rosales. Asentada la cristalizada imagen del mundo y expuesto parte del aparataje formal de la cinta —que, en su conjunto, funciona como espejo que refleja la presencia de otro espejo que está situado delante de él: la genialidad con la que el director diseña cada decisión técnica y marca las diferencias entre ellas se ve devorada por la futilidad del propio sentido que estas expresan—, no queda más que llenar la película con constantes reflexiones de carácter onanista.
Hasta el momento, el cine de Rosales había estado movido por un propósito de búsqueda: sus dispositivos, sus ideas formales vertebradoras, sus marcos de acero forjado, formaban parte de una indagación metódica con la que pretendía llegar a un concepto concreto y material que sólo podía filmar utilizando dicho dispositivo. Por ejemplo, las repeticiones constantes de Las horas del día enfatizaban la inserción de la violencia dentro de una cotidianidad en apariencia banal; sin esa estructura, al mismo tiempo circular y abismal, sin esos prolongados tiempos muertos, sin esa atmósfera pausada, los estallidos del protagonista no parecerían el resultado de una rutina alienante, ni la idea de la banalidad del mal estaría fijada en cada plano con tanta fuerza. Las innovaciones formales estaban al servicio de una exploración, de un intento por parte del cineasta de entender el mundo. En Morlaix, ya se ha dicho, todo esto cambia: su acercamiento a esos «grandes temas» es puramente retórico, abstracto y metafísico. El contraste entre el tratamiento que Rosales hace aquí de la muerte y el que hacía en La soledad da buena cuenta de su drástico giro estilístico. Si en la cinta protagonizada por Petra Martínez la muerte era una certeza física que, de forma inesperada, llegaba como tragedia muda —ese silencio que sigue al desplome de la actriz en la escena final— cambiando los argumentos vitales de los personajes, pero no el escenario general por el que se movían —los planos generales de Madrid con los que se abría y se cerraba la cinta—, aquí es un peso inconcreto y pomposo cuya sombra oprime y obsesiona con la misma intensidad a los jóvenes protagonistas. Del cine empírico que capturaba con precisión milimétrica la fragilidad de la vida al ejercicio estético que busca el asombro y el aplauso unánime.
Lo mismo sucede con el amor y el paso del tiempo, temas que son abordados en todo momento desde una perspectiva teatral, excesivamente discursiva y afectada. Rosales pone a sus criaturas a decir frases del tipo «el amor se termina en el momento en que se verbaliza». Lo que pretende ser una sentencia brillante y honda no es más que una ocurrencia que, por abstracta, no tiene ningún peso ni valor: se podría decir lo contrario —el amor no empieza hasta que no se verbaliza— o no decir nada y todo seguiría igual. Cosas de la metafísica. No deja de resultar extraña, además, la delectación con la que el director filma —en largos planos cortos— y escucha a sus personajes divagar sobre la existencia y citar —posiblemente de forma inconsciente— a Yukio Mishima («quiero hacer de mi vida un poema»), un autor cuya ideología —de corte marcadamente fascista— le condujo a un final que los protagonistas de Morlaix parecen querer imitar. Aunque esa extrañeza desaparece si se tiene en cuenta que la película está atravesada por un irracionalismo a través del que se intenta justificar ese dolor innato, ese espeso tedio, que se va haciendo más grande a medida que los personajes van creciendo. Cosas del romanticismo.
Todas las puestas en escenas que hay dentro de la gran puesta en escena que es la película están al servicio de la teatralidad de los personajes, de sus impresiones exacerbadas por su propio individualismo y sus alambicadas reflexiones: los cambios de estilo recogen, con cierta frialdad, sus emociones y pensamientos y los convierten en imágenes, pero no los abordan de forma activa, no los cuestionan ni intentan entender de dónde surgen porque, precisamente, no surgen de ningún sitio —irracionalismo, ya se ha dicho—. Subjetividad —la de un Rosales empeñado en mostrar su talento como manierista— sobre subjetividad —la de unos jóvenes que no ven nada más allá de su propia sombra—, Morlaix se cierra con otro encadenado de pantallas bajo el que late la idea del cine como lienzo sobre el que cada individuo escribe sus propios e intransferibles sentimientos. Cosas del subjetivismo. ♦
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