|| Críticas | Streaming | ★★★☆☆ |
Los chicos de la Nickel
RaMell Ross
Lo mejor, enemigo de lo bueno
Aarón Rodríguez Serrano
ficha técnica:
Estados Unidos, 2024. Título original: Nickel Boys. Dirección: RaMell Ross. Guion: RaMell Ross y Joslyn Barnes. Producción: Joslyn Barnes, Dede Gardner, Jeremy Kleiner y David Levine. Fotografía: Jomo Fray. Compañías productoras: Orion Pictures, Plan B Entertainment, Louverture Films y Anonymous Content. Distribución: Amazon MGM Studios. Intérpretes: Ethan Herisse, Ethan Cole Sharp, Daveed Diggs, Brandon Wilson, Aunjanue Ellis-Taylor
Estados Unidos, 2024. Título original: Nickel Boys. Dirección: RaMell Ross. Guion: RaMell Ross y Joslyn Barnes. Producción: Joslyn Barnes, Dede Gardner, Jeremy Kleiner y David Levine. Fotografía: Jomo Fray. Compañías productoras: Orion Pictures, Plan B Entertainment, Louverture Films y Anonymous Content. Distribución: Amazon MGM Studios. Intérpretes: Ethan Herisse, Ethan Cole Sharp, Daveed Diggs, Brandon Wilson, Aunjanue Ellis-Taylor
Lo decía —y pido perdón por el excurso— porque la película de Ross, recién estrenada en Amazon y probablemente condenada a un olvido más o menos rápido por estos parajes, también dispone una investigación general sobre el plano subjetivo, si bien su intención formalmente es bien distinta. De entrada, y recordando por enésima vez aquello que decía Mitry de que las buenas películas se daban a sí mismas sus propias normas enunciativas, Ross ha trabajado con ahínco el encuadre en 4:3, ahorrándonos (¡gracias al dios del cine!) la bendita manía de abrir, cerrar e intentar sorprender con un cambio de formato. Sus planos tienen la obstinación de juguetear con lo más concreto de la textura, con el juego de luces que se filtran por entre las ramas de un árbol cualquiera, un pastel, un cenicero. Casi como si el mundo le quedase demasiado grande, como si la Historia le quedase demasiado grande, Ross se conforma con levantar el relato a partir de cuatro estrategias básicas que va barajando según le conviene: el plano detalle que se abisma en lo concreto, el plano subjetivo de un personaje, la imagen de archivo reproducida como prueba y argumento de autoridad de su propio discurso, y finalmente, una serie de planos de espalda —creo que también tirados con steadycam—y que siguen al protagonista de la cinta en el tiempo real.
El uso de esos cuatro recursos es concreto pero desigual. Así, por ejemplo, algunas de las decisiones formales rozan directamente la vergüenza ajena —los planos en los que la cámara «abraza» a un personaje arrojándose contra su ropa—, otras son conocidas pero funcionan con una precisión indudable —la introducción de primeros planos de archivo en lugar de imágenes violentas en la secuencia de la tortura en la «heladera»—, y otras directamente son muy buenas — las elipsis tanto tras el combate de boxeo como tras el encuentro del protagonista con un viejo camarada de la escuela son, en sí mismas, de gran elocuencia.
Puede que Los chicos de la Nickel no sea ese gran experimento que ciertos cinéfilos están proclamando, quizá algo apresuradamente. Sin embargo, a Ross no se le puede negar la voluntad de rodar una película, de encontrar soluciones concretos a problemas narrativos concretos, de intentar experimentar —si bien, repito, con una ingenuidad a veces sonrojante— qué cosa podría ser un «otro» lenguaje cinematográfico. Por mucho que el recurso principal estuviera ya profundamente explorado desde los prólogos del Dr. Jekyll de Mamoulian (1932) y de La senda tenebrosa (Dark Passage, Delmer Daves, 1947) —y ya no digamos desde La dama del lago (Lady in the Lake, Robert Montgomery, 1946)—, o por mucho que la doble repetición de la secuencia desde ejes ópticos opuestos alcanzara una cima indudable en Persona (Ingmar Bergman, 1966), aquí Ross realiza un saqueo casi juvenil, curioso, torpón pero agradecido, de todas esas migajas de pan que le han conducido a la cabaña de la bruja de Colson Whitehead. Lo que, dicho sea de paso, nos obliga a establecer otra comparación.
Reconozco que la lectura de la novela original de Whitehead en la que se basa la película me dejó extrañamente descolocado. Por un lado, ni me parecía especialmente «brutal» o «estremecedora», ni formalmente ofrecía ningún tipo de aliciente para justificar por qué había sido galardonada con el premio Pulitzer. Antes bien, su lectura me parecía uno de esos extraños tránsitos en los que la literatura, sin demasiado pudor, se nutre y le otorga una legitimidad —al menos, para algunos críticos— a estrategias que se han desarrollado especialmente en el cine mainstream. Dicho con toda claridad, lo de Whitehead me pareció una buddy movie punteada por una anagnórisis final extrañamente forzada y cuyo éxito había que localizar en razones más bien extratextuales. De hecho, al enterarme de su adaptación me temí uno de esos pasteles recalentados, mal rodados, llenos de buenas intenciones y de escenas con música subrayada que la crítica menos dotada rubrica con frases como «una oda a la amistad» o «una sobrecogedora historia sobre la esperanza en el infierno» o alguna basura similar. La novela era indudablemente limitada, pero sobre todo, trazaba unos raíles que se desplomaban directamente en los peores usos y costumbres de Hollywood.
La hermosa paradoja que atraviesa la película de punta a punta —y, a mi juicio, su mayor mérito—, es sin duda que al menos se atreve a confiar en su propia forma y en las posibilidades de experimentar con algo más allá del material de partida, que no se limita a «traducir» sino que muchas veces acepta sugerir, elidir, apuntar o simplemente reinventar lo que Whitehead necesitaba para «explicar» su historia. La cuestión es que el caso de la Nickel no necesita, no puede ser «explicado», a no ser que uno sea un espectador americano con cargo de conciencia que necesite volver a sentirse horrorizado al descubrir, oh vaya, que su sistema democrático está levantado sobre cadáveres recientes. En Europa hemos tenido nuestras hermanas de la Magdalena, nuestras beneficencias nacionalcatólicas, en Chile han tenido su Colonia Dignidad, todo el mundo es una reposición interminable, un conjunto horrendo de Masacres-ven-y-mira. De hecho, me provoca una sonrisa irónica —¿quizá sea otra broma del dios del cine?— que la película se anuncie como «A New American Masterpiece». Me temo que en absoluto: ni New, ni Masterpiece, pero sin duda muy (North)American —sin que eso signifique nada bueno, va de suyo.
A lo que, finalmente, conviene situarse a una distancia prudencial de la cinta y dejarla desplegarse, sin pedirle demasiado, sin esperar demasiado, y así dejándose sorprender o acompañar por esos pequeños chispazos de belleza o de precisión, vuelos rasos de un discurso no demasiado emocionante pero correcto, como un sermón poco inspirado pero bien construido, como una camisa barata pero bien planchada. Como una película correcta, esas que tienden a peligrar en un mundo en el que, según nos dicen, se estrenan obras maestras cada semana. ♦