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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Blue Moon

    || Críticas | Berlinale 2025 | ★★★★★
    Blue Moon
    Richard Linklater
    El silencio y sus ojos


    Rubén Téllez Brotons
    Berlín |

    ficha técnica:
    Estados Unidos, 2025. Título original: Blue Moon. Dirección: Richard Linklater. Guion: Robert Kaplow. Compañías: Detour Filmproduction, Wild Atlantic Pictures. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Berlín. Fotografía: Shane F. Kelly. Montaje: Sandra Adair. Música: Graham Reynolds. Reparto: Ethan Hawke, Margaret Qualley, Bobby Cannavale, Andrew Scott, Simon Delaney, Patrick Kennedy. Duración: 100 minutos.

    Blue Moon es un caso particular y aislado dentro del marco genérico en el que se agrupan aquellas películas en las que la palabra deja de ser una comparsa que puntualiza, acentúa con sutileza o contradice las imágenes para convertirse en su principal sostenedora; y lo es porque, al mismo tiempo que se construye así misma a medida que sus personajes hablan, no tiene como principal finalidad sino la exploración de la propia comunicación verbal. Se podría decir, de hecho, que Linklater y Robert Kaplow —guionista de la cinta— trazan sobre la pantalla una alambicada ecuación cuya incógnita a descifrar no es otra que el peso que tiene una palabra. ¿Cuánto dolor puede almacenar una unidad gramatical compuesta por tres o cuatro sílabas? ¿Cuántos jirones de amores frustrados se esconden dentro del cuerpo de una eme, de una uve, de una ele? ¿Cuánto se puede acercar un adjetivo al contorno de la emoción que signa y expresa? ¿Realmente puede una palabra catalizar y expresar un sentimiento coagulado y confuso? Eso es lo que se preguntan los responsables de la película.

    “No one ever love me that much”, lo dice Rick en Casablanca y lo repite una y otra vez el personaje interpretado por Ethan Hawke, a medida que los escasos cien minutos de metraje de Blue Moon se van convirtiendo en ceniza y humo, en materia muerta y espeso olor a puro consumido, en espejismos rotos y sensaciones abstractas. Lorenz Hart (Hawke), el protagonista, es un conocido letrista que ha firmado sonadas canciones para musicales de Hollywood y Broadway, pero esta noche, la noche en la que Kaplow sitúa la acción de la cinta, la noche en la que Linklater va a apresar con su cámara, rehuyendo de las elipsis y los saltos temporales, la paulatina descomposición de una esperanza yerma, se estrena la primera obra que Richard Rogers, su habitual compañero de composiciones, ha escrito en compañía de otro artista. La exitosa entrada de Rogers en el sistema comercial de la escena artística estadounidense de los años cuarenta supone la confirmación del inicio del fin de la carrera de Hart, cuyos versos, filtrados por el tamiz de un humor ácido que descompone las superficiales certezas sobre las que las perfectas familias yanquis levantan su cotidianidad, han sido condenados al silencio de un olvido que el tiempo desvelará efímero.

    Pero eso Hart no lo sabe; no sabe que sus canciones seguirán siendo escuchadas y cantadas y emitidas y reproducidas después de su muerte, y, por ello, se sienta en la barra de un bar para intentar convencerse de que no todo está perdido, de que su (cuestionable) “fracaso” —según los términos del capitalismo— como letrista no trae de la mano su “fracaso” como persona: esto es, su hundimiento en la tramoya del espectáculo de su vida, su desaparición en las entrañas de una oscuridad insumisa. Hart se toma una copa mientras espera a que llegue Elizabeth, una joven de la que lleva tiempo enamorado y con la que mantiene una ambigua relación de amistad. La certeza de que su amor no es recíproco es tan real como su tristeza, pero, aun así, el letrista permanece colgado de un fino hilo de esperanza: cuando su amada llegue, le expondrá sus sentimientos con la mayor claridad, frontalidad y precisión verbal posible. A la mencionada ecuación sobre el peso del lenguaje se le suma otra sobre la posibilidad de asir un futuro cercano. Esta es, por tanto, la noche en la que se resolverán todas las incógnitas.

    Blue Moon está enteramente compuesta por largos parlamentos a través de los que Hart dilata la resolución de dichas incógnitas: en la inestabilidad de la duda, de la posibilidad de un sí, se habita con mayor comodidad que en la concreción de un no. Las palabras son, en la primera mitad de la cinta, elementos abstractos, inaprensibles, con los que se construyen conversaciones sobre imprecisiones: sobre horizontes imaginados —que no imaginarios—, sobre romances aún por suceder, sobre canciones y musicales no estrenados. El tono de los diálogos está marcado por la tensión desenfadada de una sonrisa no muy estable que Hart se esfuerza por mantener por temor a que, en su ausencia, los nervios y miedos que le embargan se vuelvan incontenibles. Son precisamente sus palabras las que expresan dichos miedos y nervios a fuerza de no describirlos, de eludirlos y ocultarlos bajo una torrencial cascada de frases tan brillantes como intercambiables. Es la otredad, lo innominado, lo que permanece fuera de campo, lo que concreta el significado de cada palabra; y es el valor de la emoción oculta lo que precisa el peso y la intención de dicha palabra. En ese sentido, resulta asombroso el trabajo de puesta en escena que realiza Linklater con el fin de ajustar cada plano al subtexto verbal que late bajo cada escena, esquivando en todo momento la explicitud didáctica o el subrayado tosco. La aparente literalidad que rige la composición del encuadre no es más que una quimera: la alternancia de dos primeros planos de Hart —cada uno filmado desde una posición y angulación diferente— durante una secuencia en la que conversa con el personaje de Bobby Cannavale le permite al director formular visualmente el desajuste que existe entre la ficción y la realidad, la disonancia que separa lo dicho de lo sentido, lo proyectado de lo verdaderamente existente.

    Dichas disonancias desaparecen alcanzado el ecuador del metraje. La entrada en escena de Elizabeth derriba las máscaras y la retórica y devuelve la palabra al camino de la descripción precisa. Las fugas y disociaciones desaparecen, el espacio se acota aún más y todo queda reducido a un par de personas que, encerradas en una pequeña habitación, charlan. La tensión crece a medida que el instante inevitable se acerca, las altísimas posibilidades de que la respuesta final sea negativa, de que Elizabeth confirme las sospechas de Hart, de que corrobore que las esperanzas del letrista no eran más que eso, esperanzas, se van concretando poco a poco. Linklater, sin embargo, deja que los planos respiren; no coloca la cámara a medio palmo del rostro de los intérpretes para acentuar las emociones espontáneas del momento, sino que augura las que surgirán en un futuro muy cercano debido, precisamente, a la ausencia —intuida también por el protagonista— de un futuro un poco más lejano.

    “No one ever love me that much”; la fascinación que la frase le produce a Hart surge de la precisión con que las siete palabras que la componen describen el magma de un sentimiento encendido y, al mismo tiempo, encapsulan todo el dolor que su pronunciación produce en su emisor. La búsqueda de las palabras exactas que describan y encapsulen la emoción nuclear de la que surgen —y alrededor de la que orbitan— el resto de emociones espontáneas en Blue Moon termina, paradójicamente, con la asunción, por parte del director y del guionista, de la imposibilidad de hallar una respuesta: es el silencio final de un Hart destrozado lo que se impone en el cierre de la película. La desolación controlada que se inscribe en las facciones de Ethan Hawke y la apertura del plano que lleva a cabo Linklater son las muestras más rotundas de sus respectivas maestrías. ♦


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