|| Críticas | ★★★☆☆ |
Por donde pasa el silencio
Sandra Romero Acevedo
Ítaca también puede ser una prisión
Elisenda N. Frisach
ficha técnica:
España, 2024. 98 minutos. Título original: Por donde pasa el silencio. Direccción y guion: Sandra Romero Acevedo. Fotografía: Angello Faccini. Música: Paloma Peñarrubia. Producción: Sara de la Fuente Monedero, Álvaro Díaz Calvo, Alberto Tortes et alia. Productora: Mammut/Icónica Producciones/Auna Producciones/Playa Chica Films. Distribuidora: BTeam Pictures. Diseño de producción y arte: Carmen Albacete. Edición: Cristóbal Fernández. Intérpretes: Antonio Araque, Javier Araque, María Araque, Mona Martínez, Nico Montoya, Emmanuel Medina, Tamara Casellas, Alba Jiménez.
España, 2024. 98 minutos. Título original: Por donde pasa el silencio. Direccción y guion: Sandra Romero Acevedo. Fotografía: Angello Faccini. Música: Paloma Peñarrubia. Producción: Sara de la Fuente Monedero, Álvaro Díaz Calvo, Alberto Tortes et alia. Productora: Mammut/Icónica Producciones/Auna Producciones/Playa Chica Films. Distribuidora: BTeam Pictures. Diseño de producción y arte: Carmen Albacete. Edición: Cristóbal Fernández. Intérpretes: Antonio Araque, Javier Araque, María Araque, Mona Martínez, Nico Montoya, Emmanuel Medina, Tamara Casellas, Alba Jiménez.
La ópera prima de Sandra Romero Acevedo, Por donde pasa el silencio (2024), es de hecho un nuevo jalón dentro de este tipo de filmes apegados a su entorno y de tono intimista, que reducen a mínimos el envoltorio ficcional en busca de una transparencia fílmica para, más allá de incidir en el componente verídico de lo narrado, poder esencializar la anécdota y convertir una experiencia concreta en metáfora de una vivencia universal. ¿Y de qué vivencia estamos hablando en la cinta que nos ocupa? Pues la de la melancólica lucidez de comprender que, una vez abandonado, es imposible —y hasta desaconsejable— regresar al hogar.
No le asombrará a nadie, según lo expuesto, si señalo que la opción visual adoptada por Romero Acevedo para contarnos la historia de un joven que, emigrado a Madrid, regresa a la casa de sus padres en Écija con motivo de Semana Santa se adscribe a las técnicas más habituales del cinéma vérité (cámara al hombro, luz natural, reparto eminentemente no profesional…), ni tampoco que el guion —a cargo de la propia directora— destile autenticidad y resulte igual de significativo en sus diálogos y en sus silencios. Sobre este armazón (bastante convencional), Romero Acevedo construye un drama familiar con una madurez narrativa que se diría impropia de un primer filme, en el que el medio rural en el que residen los protagonistas y los espacios cerrados donde interactúan funcionan como otro personaje más, de manera que, en momentos clave, definen o corean, cuando no reflejan o simbolizan, sus estados de ánimo. Por ello, el reencuentro de Antonio (Antonio Araque) con su hermano mellizo, Javier (Javier Araque), se describe de un modo que carece del aire cotidiano y casual con el que se nos han expuesto las reuniones con el resto de su familia: un encuadre divido en dos por una pared y la aparición de Javier en un reflejo especular, lo que insinúa la condición de reverso de Antonio que es su hermano, en tanto que encarnación de la otra cara de la siempre azarosa (e injusta) fortuna. No en vano, los elementos más salvajes del paisaje suelen asociarse a Javier (los rojos farallones, los olivos, los campos dorados…), quien, lastrado por las circunstancias, acumula rencor hacia quienes le rodean, a veces de forma comprensible (por ejemplo, hacia su padre) y otras movido por la frustración y la envidia (por ejemplo, hacia Antonio). En cualquier caso, la mirada íntima que ofrece la realizadora, mediante una cámara que parece «danzar» entre los personajes y recrearse en sus expresiones con minimalistas closeups, hasta el punto de que se hace patente en el relato como una especie de cómplice, causa que no se establezcan juicios de valor de ningún tipo; y si bien Manuel (Nico Montoya) a veces encarna un trasnochado rol de «negativo» pater familias, asimismo hay en él una evidente fragilidad (tal y como lo escenifica su patética soledad en el bar).
La figura del padre ausente, la miserabilidad de los trabajos a los que se puede acceder en ese ambiente depauperado, la deficiente gestión de las enfermedades congénitas por parte de las autoridades, la soterrada homofobia patriarcal, la delincuencia como única opción para escapar de la pobreza, el vínculo asfixiante del cuidado para quien lo recibe y para quien lo da, la religión y el alcohol como vías de escape…, todo ello son temas que la autora hace aparecer en el seno de la intriga de forma orgánica pero a guisa de marco, mientras que en el centro de la misma se halla el retrato emocional de unas personas de clase humilde, unidas por vínculos familiares, amicales y sentimentales, y que han de lidiar con la constante presencia de la enfermedad y la penuria.
Esa es la razón principal por la cual, y pese a la belleza que por momentos rodea a los personajes —incluso hace acto de presencia una de las famosas torres de Écija—, el ambiente en el que se insertan siempre parezca un envoltorio aparencial de tradiciones y comportamientos sociales bajo el que bulle una carga castradora y asfixiante, lo que explica que en las grandes celebraciones (el cumpleaños de Antonio y Javier, la cena con todos los allegados…) siempre termine por estallar el conflicto latente. De alguna manera, dicha disensión entre los deseos y los actos se ve especialmente representada por los perros de Javier y el feroz amor que este siente hacia ellos (los únicos que él cree que no le juzgan ni compadecen, a los únicos que él puede cuidar), y que culmina en el momento en que la cámara sigue a uno de estos animales en la fiesta que Javier da en su casa, durante el cual las imágenes se vuelven cada vez más y más abstractas, hasta convertirse apenas en luz, sonido y sensaciones de paroxismo, olvido, vacío.
En conclusión, Por donde pasa el silencio es una sólida cinta de carácter realista que, sin ser particularmente deslumbrante u original, emplea con habilidad la desnudez —y hasta la crudeza— de su discurso para hablarnos con honestidad de una experiencia humana acotada en un tiempo y un lugar, pero no por ello menos universal, y recordarnos que, a menudo, la huida también puede ser una forma de lucha y de resistencia. ♦
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