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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Dahomey | Filmin

    || Críticas | ★★★★★
    Dahomey
    Mati Diop
    26 no existe


    Agus Izquierdo
    Barcelona |

    ficha técnica:
    Francia, Senegal, Benín, 2024. Título original: «Dahomey». Dirección y guion: Mati Diop. Compañías: Les Films du Bal, Fanta Sy, Arte France Cinéma. Festival de presentación: Festival Internacional de Cine de Berlín. Distribución en España: Filmin. Fotografía: Joséphine Drouin-Viallard. Montaje: Gabriel Gonzalez. Música: Wally Badarou, Dean Blunt. Intervenciones: Alain Godonou, Lionel Zinsou, Amah Edoh, Alphonse Amadou Aïkpon, Didier Houénoudé. Duración: 68 minutos.

    En noviembre de 2021, 130 años de cautividad y expolio terminan cuando la cineasta Mati Diop opta por encerrarnos, plano subjetivo mediante, junto a algunos (no todos) de los tesoros que el imperio francés confiscó a finales de siglo XIX durante su ocupación colonial en la actual República de Benín (antiguo reino de Dahomey). Regresamos a casa, junto a las figuras ancestrales, encerrados en un sarcófago. En la oscuridad y el frío, abandonados en la claustrofobia de un largo viaje, el ajetreo y el tembleque en la bodega del avión, la francosenegalesa nos concede un espacio para la reflexión autocrítica. No existe fisura alguna en la poética imaginativa de Diop: como demostró en Atlantique (2019), no hay resquicios de banalidad, ni una porosidad romantizadora, ni tampoco falsas proclamas. Ni siquiera un ápice de estetización esnobista. Para esta, toda figuración es política; toda conceptualización es militante. Emancipado de cualquier atisbo adoctrinador o de falso panfleto, Dahomey es un filme mutante, precioso y raro, que conmueve, sin forzar ideológicamente, ni al público ni a sus protagonistas. Y, también como su anterior película, Dahomey juega a difuminar la línea entre el documental y la ciencia ficción con un toque místico que nos mantendrá atrapados y boquiabiertos ante la pantalla.

    Tranquilos, no estamos solos en este periplo. Convertido en un bulto más, rebautizado con el número 26 (algo que la propia figura discute y cuestiona: “¿Por qué no me llamaron por mi verdadero nombre?”), nos acompaña la estatua dedicada al rey Ghézo, que gobernó Dahomey entre 1818 y 1859. Su cacofonía electrificada (la voz adulterada de Makenzy Orcel) nos acompaña durante el traslado, planteando preocupaciones y mostrando signos de confusión desorientada. “Desarraigos. Arrancados”, protesta. No es la única efigie que aparecerá: también se encuentran la de Behanzin, monarca que manifestó abiertamente su intención de librar la guerra liberadora contra el ocupador francés; o la del rey Glélé. Encarnan el testimonio ulterior de una criatura llevada a rastras para ser mostrada en ferias universales y circos bajo la prejuiciosa y fetichista mirada de una raza blanca depredadora y ridículamente soez. Dahomey, pues, arranca con un lamento, el recuerdo de una vida dejada atrás hace eones; el nado en las profundas aguas de un delirio eterno sumido en un sueño sin descanso. De un sótano de París a la luz colorida de África occidental. Es en ese cruce del Atlántico donde tiene lugar un soliloquio donde se propicia el dolor atávico causado por parte de un viejo y casposo continente. A través de planos documentalistas que rastrean y certifican esa devolución, Diop nos prepara para la segunda mitad del film. Después de una recepción oficial, las piezas son desplazadas al Musee Historique d'Abomey, construido ad hoc para su contención, donde los locales miran con pomposidad, extrañeza y admiración, las 26 obras recuperadas de un total 7000. Una ínfima parte de toda una herencia patrimonial de un país. Nada que celebrar.

    En el colofón, la directora democratiza la óptica. Su profundidad de campo se abre para filmar una jornada de debate entre estudiantes donde florecen grandes cuestiones relativas a postcolonialismo, legado cultural y patrimonio antropológico. Se pone en duda la propia ontología del arte y la museística: ¿han de ser considerados estos artefactos africanos joyas de arte? ¿Dónde queda su función ritualista y su vocación trascendental? Se intuye una resignificación en torno a la esencia de los objetos escultóricos y su funcionalidad. A su vez, se establece un duelo dialéctico que deja en entredicho el papel del presidente beninés Patrice Talon, buscando un rédito de popularidad; o de la operación de lavado de imagen al gobierno francés de Macron. También se discute sobre el papel occidental en la devolución de bienes robados, y en la construcción de narrativas supremacistas. La restitución es visto como un posible gesto condescendientemente paternalista. Dahomey se encarga de relucir, en ese sentido, la autonomía identitaria de una población que aún conserva no solo un gran sentido de dignidad nacional, sino una desconfianza lógica y genética cosechada por la manca de referentes africanos ante un relato hegemónico y reduccionista de vencedores y vencidos. Una recuperación posible gracias al replanteamiento de la educación que rompa la cadena social y la resaca del colonialismo que, entre otras cosas, como muestra Diop, ha provocado la imposición de una lengua imperialista sobre otra localista, en este caso, el francés centralista sobre el fon.

    Como se suele decir, uno acaba Dahomey con la extenuante sensación, aunque certera, lúcida y necesaria, de acarrear más preguntas que respuestas. Pero son esos interrogantes y dudas los que marcan, precisamente, un punto en el horizonte para alcanzar un nuevo orden más justo, sano, maduro y autoconsciente. Solo cabe preguntarse hasta qué punto puede ser europeamente cínico haberla premiado en la última Berlinale, donde Diop se coronó con un Oso de Oro.Y si Alice Rohrwacher nos anunciaba en su aclamada quimera los peligros de la excavación y la recuperación del pasado, Diop nos recuerda que hay algo peor que un profanador de tumbas, que es el profanador occidental, que no solo extirpa y viola, sino que luego pretende, en un fugaz y muchas veces hipócrita intento insalvable de reparación diplomática, resarcir su expansionismo. Europa es un continente tan viejo como cualquier otro, que ahora debe adelantar deberes pendientes y también, claro, pagar por el saqueo y el exterminio causado. Por suerte, las estatuas no olvidan. ♦


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