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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Memorias de un caracol

    || Críticas | ★★★★☆
    Memorias de un caracol
    Adam Elliot
    Me cago en la vida


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    Australia, 2024. Título original: Memoir of a Snail. Director: Adam Elliot. Guion: Adam Elliot. Productores: Grace Adams, Michael Agar, Louis Balsan, Carole Baraton, Yohann Comte, Robert Connolly, Jean-Félix Dealberto, Adam Elliot, Mark Woods, Tony King, Ester Harding. Productoras: Arenamedia, Screen Australia, Snails Pace Film. Fotografía: Gerald Thompson. Música: Elena Kats-Chernin. Montaje: Bill Murphy. Reparto (voces): Jacki Weaver, Sarah Snook, Kodi Smit-McPhee, Eric Bana, Dominique Pinon, Tony Armstrong.

    Si en Mary and Max (Adam Elliot, 2009) el techo emocional de la historia descansaba sobre la relación por correspondencia entre un hombre adulto y una niña de 8 años, Memorias de un caracol hace lo propio con el bálsamo intergeneracional que se proporcionan entre sí una anciana y una niña (luego adolescente y luego mujer) unidas por una vida solitaria. Pocas sorpresas, pues, en la sustancia dramática de lo nuevo del director australiano. Pero tantas maravillas en su puesta en escena y desarrollo, que cuesta no abrazar y encariñarse con esta película de animación stop motion, nominada al Oscar en la gala del próximo 3 de marzo, que se asoma sin reservas a los abismos de la vida y la muerte. Animación para adultos, dicen las etiquetas genéricas. Cine, debemos decir nosotros.

    En la Australia de los años setenta, Grace y Gilbert, dos mellizos huérfanos, son acogidos por sendas familias con gato encerrado. Mientras Grace se enfrenta a unos padres hedonistas que la ignoran y terminan abandonándola, Gilbert sufre el maltrato físico y psicológico que le inflige un matrimonio de granjeros fundamentalistas religiosos. La correspondencia entre ambos hermanos mitiga en parte unas existencias tristes y desoladoras, sin luz al final del túnel, condenadas al miedo y al dolor, la ira y la frustración, la pena y la incomprensión. La bondad de la anciana Pinky, en el caso de Grace, y el amor (en mayúsculas) del hijo pequeño de los granjeros, en el de Gilbert, parecen apuntar un poquito de esperanza. Hasta que… El contenido de estos puntos suspensivos es previsible a poco que uno ate los cabos del argumento. No así su representación en la pantalla por parte de Elliot. Un despliegue de creatividad y mimo por los detalles que le acerca más a los imaginarios feístas pero delicados de Jean-Pierre Jeunet, Marc Caro y Pitof, que a la miseria controlada de Tim Burton y sucedáneos. De hecho, y no puede ser casual, Jeunet ocupa un lugar destacado en los agradecimientos y Dominique Pinon presta su voz al personaje de Percy.

    Elliot compone pues cada plano con la vocación simbolista de un poeta maldito, y el resultado –anunciado en los magníficos títulos de crédito iniciales– es una suerte de gabinete de curiosidades que atrapa y conduce nuestra mirada por un laberinto interminable de cosas. Cosas que son ideas. Ideas que son versos. Acaso como un eco de la obsesión de Grace por acumular objetos relacionados con su pasión por los caracoles, Elliot convierte cada vehículo, cada casa, cada estancia, cada mueble, cada personaje, cada uno de los centenares de trastos y cachivaches que vemos desfilar, en las rimas lánguidas de un poema cinematográfico. Y lo hace con el afecto penitente de un Victor Frankenstein que, en última instancia, comprende que ha dado vida a dos criaturas cuyo destino es el sufrimiento. Porque eso son y así se rebelan Grace y Gilbert desde su prematuro y accidentado nacimiento: dos almas enjauladas que no encuentran su lugar en el mundo.

    La animación stop motion es una técnica muy agradecida para narrar esta tragedia clásica, ya que confiere a las imágenes un aire de cuento o fábula ejemplarizante que, por una parte, entronca con la tradición de la narrativa oral –Grace le cuenta su historia de viva voz a Sylvia, su caracol favorito– y, por otra, remite a la literatura romántica y de aventuras que tanto le gusta a Grace y Gilbert. Ojo a los títulos que los niños devoran durante la película. Se trata además de un estilo de animación que aporta la fisicidad que requieren el carácter y los sentimientos de los protagonistas. Adam Elliot eleva en este sentido el stop motion a una cota de expresividad pocas veces vista en la relación de las imágenes animadas con el espectador. Sus muñecos y sus maquetas habitan un espacio palpable y cercano, atravesado por sonidos, olores y sabores que trascienden el velo de la imagen para instalarse definitivamente en nuestros sentidos. Si Aardam ocupa el espectro luminoso del stop motion y Phil Tippett el tenebroso, Elliot bien podría reclamar para su cine la tierra media entre la inconsciencia y la desesperación. Esa misma a la que también podría haber llegado Henry Selick de no haberse hundido en las marismas de Netflix.

    He hablado de Frankenstein, de libros, de poesía, de gabinetes de curiosidades, de niños perdidos y solitarios, de fundamentalismos religiosos, de la vejez… La película articula y da coherencia a todos estos elementos mediante la riqueza simbólica del caracol, cuya figura y reminiscencias alegóricas están presentes de principio a fin –aunque en ocasiones de manera un tanto cansina y repetitiva– en las vivencias de Grace. Elliot convierte en imágenes dictados como «caminar siempre hacia adelante en la vida», «salir de nuestra coraza» o «dejar huella en los demás» con una sensibilidad encomiable, si bien abusa de ciertos tropos en el tramo final de la película. Tampoco le beneficia al conjunto, creo, la sobre-explicación del personaje de Pinky y, sobre todo, el giro final de Gilbert. Pero Elliot, decía, no es Tippett, y cede a la tentación de un final feliz que probablemente explica su nominación al Oscar. No le hacía falta a Grace para empezar de nuevo, y además traiciona la metáfora más significativa de los caracoles. Al menos la más nietzscheana: la exigencia de ser amado es la mayor de las pretensiones. ♦


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