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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | From my cold dead hands

    || Críticas | Festival RIZOMA 2024 | ★★★★☆
    From my cold dead hands
    Javier Horcajada Fontecha
    La punta metálica de un iceberg oculto


    Rubén Téllez Brotons
    Valladolid |

    ficha técnica:
    España, 2024. Título original: From my cold dead hands. Duración: 64 min. Dirección: Javier Horcajada Fontecha. Guion: Javier Horcajada Fontecha. Compañías: Sideral Cinema.

    From my cold dead hands es, en primer término, una película que construye con materiales sucios y residuales un artefacto de derribo que sorprende tanto por su peripecia a la hora de implosionar códigos expresivos ajenos desde su propio núcleo como por su capacidad para abrir en canal la intimidad de los hogares de Estados Unidos para configurar con los retazos de desvergüenza y orgullo que en ellos encuentra un coherente dispositivo polifónico que no sólo captura los ecos de la violencia sobre la que se construye el país de las oportunidades, sino que también encuentra su sonido originario. Javier Horcajada ha compuesto un riguroso trabajo de orfebrería que versa de principio a fin sobre el lenguaje, sobre el modo en el que una gramática articulada alrededor de la agresividad, el individualismo y la paranoia puede ser utilizada contra sus propios emisores para desentrañar el funcionamiento de los mecanismos de su pensamiento, sobre la forma en que la reapropiación y resignificación, a través de pequeños gestos de disposición dentro de una estructura narrativa mayor —la de la película—, de un mismo documento pueden servir para dinamitar sus primeras intenciones.

    Documental compuesto exclusivamente por vídeos de Youtube, From my cold dead hands es un laborioso trabajo de montaje que no se conforma con dejar constancia del furor que en Estados Unidos se siente por las armas de fuego, sino que aprieta las costuras de dicha pasión retorcida para hacerlas saltar por los aires y poder, así, iluminar las estructuras culturales que forman el gusto de los ciudadanos y que transmiten de generación en generación esa emoción esquizoide por la muerte. El primer plano de la cinta ya lo deja claro: la pasión por las armas no surge de la nada, no es algo espontáneo, tampoco una filia necrótica que algunas personas intentan controlar sin éxito alguno; no. La pasión por las armas está integrada dentro de una trenza de nacionalismo y expresiones culturales —canciones, películas— virulentas que se retroalimentan justificándose las unas a las otras. Su existencia sólo puede entenderse dentro del conjunto, puesto que, fuera de él, la pervivencia de cualquiera de los tres puntales sería imposible. Un hombre mira a cámara mientras toca una trompeta con la mano izquierda, dispara una pistola con la derecha y deja suficiente espacio en el encuadre para que pueda apreciarse con claridad la bandera estadounidense que ondea detrás de él.

    La imagen, que parece compuesta por Ulrich Seidl, no es ficticia ni forma parte de una cámara oculta: el sujeto que la protagoniza la ha grabado con plena conciencia para después difundirla por Internet para dejar constancia del triunvirato que sostiene su día a día. Por corte, se pasa a un plano en el que dos chicos jóvenes, sentados dentro de una habitación cuyas paredes están llenas de baldas que contienen rifles de asalto y demás materiales militares, comienzan a dar argumentos en favor de la tenencia de armas. Sucede, sin embargo, que estos fervientes defensores de la segunda enmienda de la constitución de su país apenas consiguen expresar algún silogismo no ya que tenga fuerza argumental, sino que pueda llegar a entenderse: sus razonamientos parten de premisas ridículas que se van volviendo cada vez más surrealistas a medida que las van explicando. En su intento de unir dos hechos que no tienen nada que ver, apelan a la fe o a elementos de ciencia ficción, utilizan un lenguaje inconexo, embarullado, para intentar que su imagen proyecte la sensación de seguridad y confianza de la que la exposición verbal de su pensamiento carece.

    Esto es algo que se va repitiendo a lo largo de la película con los vídeos que Horcajada inserta entre cada uno de los puntos del decálogo para negarlos. Hay monólogos enteros en los que alguien intenta justificar la venta de armas aludiendo a peligros inexistentes o a los designios de un Dios vengativo. El director, al colocar dichos fragmentos en bruto, sin cortarlos ni manipularlos, sin enfatizar su carácter grotesco, consigue que la película alcance unos niveles de abstracción verdaderamente extraños que hace de sus imágenes un magma aterrador y ridículo que lo mismo congela la mirada de los espectadores que dibuja en su rostro una sonrisa de incredulidad. From my cold dead hands es una obra atravesada, sin embargo, por un punzante sentido de la ironía que surge, precisamente, de la fricción entre sus materiales: las palabras que utilizan los protagonistas son elementos de prestidigitación que pierden toda su fuerza cuando entran en contacto con trucos de ilusionismo verbal más delirantes. La estrategia de reapropiación que utiliza el director consiste, por tanto, en la creación de un crescendo narrativo cuyos niveles de desvarío vayan aumentando progresivamente: se comienza viendo a gente a la que le gusta ir al campo a disparar al aire, para después contemplar cómo un padre compra chalecos antibalas para sus hijos y les enseña la importancia que tendrían en caso de un supuesto apocalipsis, para más tarde ver cómo alguien glosa las virtudes de tener un revólver dentro la nevera, y se termina escuchando a unos iluminados describiendo con total seriedad el papel fundamental que las armas tendrían en un ataque perpetrado por zombis.

    Horcajada, ya se ha dicho, no se limita únicamente a ridiculizar a gente ya de por sí bastante ridícula, sino que desglosa su devoción por la violencia para entender de dónde surge. Es ahí donde el énfasis que hace en el gesto repetido se vuelve fundamental, puesto que sólo a través del uso que los distintos protagonistas de los vídeos hacen de unas mismas expresiones o de unos comportamientos muy similares se puede afirmar el carácter estructural de la integración de su agresividad —que responde a una sensación de amenaza constante— dentro del marco de su cotidianidad. Esos sujetos no viven alejados de la sociedad, no están aislados del mundo ni desarrollan su día a día en mitad de un bosque donde, en sus tiempos libres, disparan a latas vacías –actividad ya de por sí turbia—; son ciudadanos corrientes para quienes las armas de fuego no son sino unos apéndices de sus propios cuerpos. La violencia marca sus vidas porque han crecido rodeados por una estructura cultural nacionalista en la que la loa al uso de las armas era una constante, puesto que el concepto de libertad que defiende su constitución se sostiene sobre una idea de los derechos libertaria. Es por eso por lo que ellos mismos realizan ejercicios de resignificación del lenguaje similares al que lleva a cabo el propio director, porque su violencia lo ensucia todo y se apodera de cualquier expresión artística —véase, como ejemplo paradigmático, la alabanza a las armas que un hombre compone utilizando como base musical la melodía de I will survive, de Gloria Gaynor—. Las raíces de Estados Unidos se hunden en una tierra manchada por la sangre de la violencia, y, por ello, la relación de sus ciudadanos con el mundo está marcada por esa misma violencia: los protagonistas de la película entienden el sexo, los hobbies y las relaciones familiares según lógicas de dominación y agresividad; y las pistolas son, por ello, la punta metálica de un iceberg mucho mayor que permanece oculto favoreciendo el interés de los poderosos —ese club del rifle al que representaba Charlton Heston y cuya famosa frase, por nefasta, da nombre a la película—. ♦

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