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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | El cuervo (2024)

    || Críticas | ★★★☆☆
    El cuervo
    Rupert Sanders
    ¿También hay manchas en los ojos de un leopardo?


    Raúl Álvarez
    Madrid |

    ficha técnica:
    EE.UU. 2024. Título original: The Crow. Director: Rupert Sanders. Guion: Zach Baylin y William Josef Schneider. Productores: Jonathan Bross, Arianne Fraser, Dan Friedkin, Malcolm Gray, Micah Green, Edward R. Pressman, Victor Hadida, Rupert Sanders, Jon Spaiths. Productoras: Lionsgate Films, Media Capital Technologies, FilmNation Entertainment, Hassell Free Productions, Davis-Films, Pressman Film, 30WEST, Ashland Hill Media France, Czech Anglo Pictures. Fotografía: Steve Annis. Música: Volker Bertelmann. Montaje: Chris Dickens y Neil Smith. Reparto: Bill Skarsgard, FKA twigs, Danny Huston, Josette Simon, Laura Birn, Sami Bouajila, Karel Dobry, David Bowles.

    Dos “traiciones”. La primera: cambiar y ampliar la historia. Y la segunda: llevar su visión hasta el final. No hablo (pero sí hablo) de Rupert Sanders, el discutido director de esta nueva adaptación de El cuervo , el popular cómic creado por James O’Barr en 1989. Me refiero a Giacomo Meyerbeer, el compositor de la ópera Roberto el diablo (1831), quien, antes del estreno de la que sería su obra maestra, fue criticado por cambiar la historia en que se basaba el libreto –la leyenda medieval de Roberto I de Normandía, a quien sus enemigos consideran el mismísimo Diablo– y por presionar a Eugène Scribe –coautor del libreto junto con Casimir Delavigne– para que alargara la pieza de tres a cinco actos y le confiriera un tono grandilocuente y trágico.

    A Sanders le han llovido palos por motivos parecidos: que no es fiel al cómic; que no ha contado con O`Barr –Alex Proyas, el director de la primera versión, tampoco lo hizo, pero entonces nadie se quejó muy alto–; que la caracterización de los protagonistas es ridícula; que la dirección artística no es lo suficientemente gótica, y así un largo etcétera de quejas y lamentos por parte de los guardianes de las esencias. Por este motivo, el hecho de que el clímax final del Cuervo de Sanders suceda al son de la música de Roberto el diablo –en concreto, la Obertura y la danza El baile de las monjas–, una de dos: o es una maravillosa coincidencia, o la manera que tiene el director de reivindicar su espacio personal de creatividad.

    Porque, más allá de sus aciertos y errores, esta película no es un remake –como tampoco lo son la mayor parte de filmes que abordan material literario y/o gráfico precedente, aunque éste ya haya sido llevado al cine–, sino una adaptación libre de una historia original. Una historia que, seamos honestos, tampoco era tan original. O`Barr dio forma a su tragedia personal –perdió a su prometida en un accidente mortal de automóvil– con los mimbres de Orfeo y Eurídice. La cuestión es que castigar a Sanders por no ser Proyas –o, peor aún, por atreverse a tocar El cuervo , como si éste fuera una reliquia sagrada– se acerca bastante a la definición de majadería, y constituye una prueba más de cómo el fenómeno fandom de cualquier título de culto, en cualquier ámbito creativo, lejos de apreciar nuevas visiones, se acoraza en el pasado.

    Lo que ofrecen Sanders y su pareja de guionistas (Zach Baylin y William Josef Schneider) merece una valoración en sus propios términos, no por comparación con la película de 1994. Si cabe una comparación es la del sentido de la oportunidad, el alimento favorito del marketing promocional primero y de la taquilla después. La película de Proyas se benefició de varias circunstancias que la convirtieron en un éxito. Las más importantes, en orden decreciente, fueron: la vigencia del cómic –Kitchen Sink lo reeditó como novela gráfica en 1993, con gran éxito de ventas–; la estética y la música de la película –de estilo gótico postpunk, que conectó con la juventud “maldita” y deprimida de la época; Kurt Cobain se suicidó pocos meses antes del estreno, en abril de 1994–; y la inesperada muerte durante el rodaje de Brandon Lee, su protagonista, que iba camino de convertirse en una estrella tan rutilante como lo fuera su padre, el mítico Bruce Lee. Inciso: asistimos a la misma y triste operación de marketing cuando Heath Ledger falleció durante la postproducción de El caballero oscuro (The Dark Knight, Christopher Nolan, 2008).

    El cuervo de Sanders no ha tenido ninguna de estas cartas a su favor –por fortuna en el aspecto luctuoso–, y eso se ha traducido en una campaña de comunicación que no sabía bien lo que debía vender; hasta se extendió el bulo de que sus creadores renegaban del resultado final. Todas las señales eran negativas, y esa atmósfera perniciosa ha terminado afectando a la recepción crítica y en la taquilla de un film que no será una obra maestra pero tampoco el desastre que se ha proclamado. Ahora seamos malos y señalemos con el dedo índice al elefante en la habitación: ¿qué acogida habría tenido el Cuervo de Proyas de no haber muerto Lee? Los más veteranos recordarán el mar de dudas que envolvía la producción antes de la tragedia, empezando por la elección de los propios Proyas, etiquetado entonces como un director de videoclips, y Lee, a quien se acusaba de ser un intérprete limitado. También hubo más de un tortazo en la dirección artística y en la elección de los temas de la banda sonora.

    En lo que reflexionamos sobre estas cuestiones, digamos que las decisiones inteligentes del nuevo Cuervo destacan por encima de sus torpezas convirtiéndola en uno de los ejercicios de cine fantástico comercial más aseados de este curso. Sanders, un tipo más de ideas que de imágenes, como pudo comprobarse en su adaptación del manga Ghost in the Shell, añade al Cuervo original una interesante lectura en clave de lucha social. Las clases pudientes –representadas por Roeg (enésimo papel mefistofélico para Danny Huston) y su cohorte de inmortales– son tratadas como vampiros que exprimen hasta la última gota de sangre (literalmente) de los estratos más desfavorecidos. La opulencia y la prosperidad de unos pocos dependen de la miseria de muchos. Que en esa asociación medie también una consideración disímil de la cultura –los ricos escuchan clásica y los pobres, rock, punk y techno industrial–, invita además al público a pensar si realmente existe una alta y una baja cultura, o esta apreciación es, como tantas otras cuestiones, fruto del clasismo.

    El mundo de este Cuervo les dice más cosas a sus espectadores que el de Proyas a los de hace tres décadas. Me quedo con dos: el dibujo de una juventud ansiosa y desesperada, que elige libremente arrojarse al vacío porque es consciente de la tiranía de las élites que dirigen el sistema; y la revelación de un concepto cristiano del amor humano –ya presente en las páginas de O`Barr, de quien a menudo se olvida la intensa fe que volcó en su obra–, que transita del placer al dolor negando el fruto último: la eternidad. Eric (Bill Skarsgard) y Shelly (FKA twigs) se encuentran por azar y se pierden por el libre albedrío. Pocas historias de amor hieren tanto como esta. Sabedor de ello, Sanders la retrata con elegancia a través de finos juegos visuales con agua y espejos. Los dos amantes nunca podrán disfrutar de tenerse mutuamente, tal es la imposibilidad de tocar nuestros reflejos. ♦


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