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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Loveable

    || Críticas | Karlovy Vary 2024 | ★★★★★ |
    Loveable
    Lilja Ingolfsdottir
    Simplemente, la verdad


    Aarón Rodríguez Serrano
    Karlovy Vary |

    ficha técnica:
    Título original: Elskling. Noruega, 2024. Dirección y guión: Lilja Ingolfsdottir. Dirección de fotografía: Øystein Mamen. Sonido: Bror Kristiansen. Montaje: Lilja Ingolfsdottir. Dirección de arte: Lilja Ingolfsdottir. Producción: Thomas Robsahm. Intérpretes: Cast Helga Guren, Oddgeir Thune, Heidi Gjermundsen Broch, Marte Solem.

    Por mucho que discutamos cuál es el elemento fundamental, esencial, de la expresión cinematográfica —quizá el tiempo interno de cada plano, quizá la capacidad dialéctica del montaje, quizá la sutura concreta de los espacios, o quizá ninguna de estas cosas—, podemos convenir que si algo es absolutamente irrenunciable para el cine narrativo es la gestión del punto de vista. Si quieren analizar correctamente una escena nada mejor que comenzar preguntándose cómo se construye la narración según la gestión del saber y la relación que ese saber tiene con los personajes.

    En este Festival de Karlovy Vary hemos visto dos películas que manejan magistralmente esta cuestión. La primera es la extraordinaria Volveréis (Jonás Trueba, 2024), de la que me gustaría ocuparme con más calma en otra ocasión. La segunda es esta Loveable, cinta noruega e inesperada que me permito el lujo de reivindicar con la disparatada esperanza de que alguna vez llegue a nuestras pantallas. Porque el público español merece esta película, merece que llegue a las minisalas, merece que abra un debate y que usted y yo y cualquier otro individuo pueda sentarse a discutir sobre lo que Ingolfsdottir plantea a lo largo de cien apasionantes minutos. Para eso debería servir la crítica de festivales, supongo, para que una película pequeña rodada con apenas un puñado de personajes en un puñado de localizaciones pueda aparecer misteriosamente en una vida lejana y, quizá, sanarla.

    Y es que esa es otra idea —nada ingenua, muy ilusa— que comparten la cinta de Trueba y la de Ingolfsdottir: que el cine tiene una cierta capacidad sanadora, la posibilidad de suturar, acompañar, explicar. Digo todavía más: el cine tiene la capacidad para mostrarnos los ángulos de las historias que no hemos vivido, o que hemos vivido sin ser capaces apenas de tomar aire para escapar de nuestra subjetividad, o que han vivido nuestros seres queridos y a veces hablan de ellas, y a veces no, y a menudo nos preguntamos cómo han sobrevivido, cómo hemos sobrevivido, a cierto incidente vital. En el caso de Loveable, un divorcio.

    Y es inevitable que la película arrastre algo de la gélida desesperación de las tragedias matrimoniales de Bergman y de Ullmann, pero mucho más meritorio es que la directora haya encontrado aquí una voz propia, fuerte y amable, nada tendenciosa, nada forzada, dotada de una magnífica fortaleza y una apuesta por el amor (y el desamor) que espeluzna y desarma. La vida es punto de vista, el cine es punto de vista, y quizá por eso hay algo en el séptimo arte que lo hermana indefectiblemente con los afectos con más fuerza, con más precisión, que en otras modificaciones artísticas. O quizá sea simplemente mi mirada de crítico chovinista, que espero que ustedes me perdonen.

    Pero a lo que iba: que Ingolfsdottir se filtra entre dos personas —más que dos personajes— y se asoma a sus habitaciones para ver cómo se aman, cómo se traicionan, cómo se despiden, cómo se reconstruyen. Sin histrionismos. Y la cosa tiene mérito, porque los diez primeros minutos de metraje parecen conjurar todos los males del cine contemporáneo: secuencia de escenas acelerada con voz en off, morritos y look de Instagram, una protagonista femenina que amenaza con caer en todos los tópicos del empoderamiento de marca, la autoayuda chic y el «porque yo lo valgo» que aúllan los perfiles de moda en las redes sociales. Luego hay un corte, y la película se cae al suelo y se rompe y nos mata del susto: esa mujer estomagante empuja un carrito de la compra y sufre ataques de rabia y ha envejecido mal y se siente extrañamente sentenciada por una vida que no sabee reconquistar y, en fin, se acabó lo que se daba y a otra cosa mariposa porque la vida se ha marchado corriendo en dirección contraria. Dirección de arte grisácea, doblar la ropa —qué poco vemos en las películas cómo dobla la ropa la gente, por cierto—, terapia de pareja, piso gélido, cómo separarse, qué hacer ahora.

    Qué hacer ahora con el amor, o con la falta de amor, y hasta dónde podemos decir que estamos vivos o es casi mejor pegarse un tiro y acabar con cuarenta años de mierda que vienen a toda velocidad. Hasta dónde vivir sin amor o qué hacer con el amor cuando no hay vida, preguntas mucho más esenciales y mucho más urgentes que, yo que sé, cuáles son los elementos constitutivos de lo específicamente cinematográfico. Pero por eso Ingolfsdottir es una genia y yo soy un simple idiota: porque ella ha sido capaz de escuchar a toda una generación y encontrar una voz muy precisa para que hombres y mujeres, mujeres y hombres, podamos mirarnos con miedo y con fragilidad en el espejo de su cine.

    Y es, cuidado, su ópera prima. Una ópera prima que rueda —según leo en entrevistas— de milagro, pasados los cuarenta y después de años intentando levantar un proyecto. A ver a cuántas mujeres españolas les dejan dirigir su primer largometraje después de los cuarenta años, me pregunto y les pregunto, casi sin venir a cuento.

    El cuento de Ingolfsdottir es el cuento del cine, es decir, de nuestra vida, y por eso su película será necesariamente imperecedera, aunque la veamos cuatro gatos que seremos un poco más sabios y estaremos un poco menos heridos. De camino a la muerte, será una película que nos agarrará con cuidado de la mano y nos recordará que todavía, en este momento, casi de milagro, hemos sobrevivido a nosotros mismos. Y que apenas estamos empezando el imposible proceso de curarnos.

    Luego dicen, decimos, que el cine cada vez tiene menos relevancia en nuestra vida cotidiana. Será al revés, digo yo. Será que nuestra vida cada vez es menos relevante. Pero no culpemos al cine. Mejor tomemos el espejo más cercano y veamos qué podemos decirnos con la forma de estos frames, de este montaje, de esta cámara, de estos cuerpos. ♦

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