Chocolatinas amargas
Crítica ★★★★☆ de «Echo», de Rúnar Rúnarsson.
Islandia, Francia, Suiza, 2019. Título original: Bergmal. Dirección y Guión: Rúnar Rúnarsson. Coproductores: Sarah Chazelle, Etienne Ollagnier, Live Hide, Lilja Ósk Snorrardóttir, Rúnar Rúnarsson, Dan Wechsler, Jamal Zeinal Zade, Jim Stark. Sonido: Gunnar Óskarsson.Montaje: Jacob Secher Schulsinger. Música: Kjartan Sveinsson. Vestuario: Júlíanna Lára Steingrímsdóttir. Directora de fotografía: Sophia Olsson. Escenógrafo: Gus Olafsson. Compañías productoras: Nimbus Iceland, Pegasus Pictures, Bord Cadre films, Jour 2 fête. 78 minutos. Puede verse en Mubi.
Hay una costumbre en los países nórdicos y centroeuropeos, generalmente de mayoría protestante, que es la de regalar a los niños un calendario de adviento, ese que establece una cuenta atrás desde primeros de diciembre hasta el 24 y que permite levantar cada día que pasa una tapa de cartón y sacar la chocolatina que tiene dentro para comérsela. Costumbre religiosa que, ahora, se intenta implantar a golpe de supermercado en culturas distintas para fechas diferentes, porque la navidad española en tiempos precovid era algo que empezaba en noviembre y se extendía hasta las rebajas de enero. Echo, tercer largometraje del director islandés, tras su multipremiada Sparrows, funciona como ese calendario de adviento nórdico en el que detrás de cada casilla diaria se encuentra una chocolatina, unas son con leche, otras de chocolate amargo, negro, blanco. Unas gustan mucho y otras no gustan nada, unas dejan indiferente y otras te obligan a vencer la tentación de esperar al día siguiente para volver a levantar una tapa y encontrar la sorpresa. Habrá quien hable de «tableaux vivants», o de planos secuencia, pero funciona como un excelente ejercicio de un calendario vivo que representa las miserias, sobre todo, de las sociedades occidentales; el mimetismo de comportamientos absurdos que se copian desde una isla remota a una megalópolis a diez mil kilómetros de distancia. Rúnarsson levanta las tapas de sus días y sus horas prenavideñas en la Islandia que transita de 2018 a 2019, y nos dejamos llevar por el amargo sabor de lo insustancial y las pequeñas alegrías del día a día, porque en Echo hay un gran ciclo donde la muerte y la vida se unen desde el principio al fin, con la infancia como protagonista.
En 2015 el cine islandés vivió su particular año «mirabilis», encumbrado por cualquier película que se presentaba a festivales y, ni aquello era para tanto, ni tampoco merece ser tenido como flor de un día. Resulta admirable que un país de poco más de un cuarto de millón de habitantes sea capaz de producir con regularidad cine a base de nombres como los del propio Rúnarsson, Hákonarson, Erlingsson, Kári, Pálmason o Kormákur por mentar a los más recientes, prácticamente todos ellos, salvo Kormákur, hijos cinematográficos de la década de los 10 de este siglo. Lo difícil es encontrar notas distintivas entre ellos, salvo el último citado, cada vez más escorado a la parte más comercial del cine y habiendo buscado acogida en la industria de otros países, los esquemas con los que funcionan los directores islandeses utilizan la familia, el territorio y la defensa de la tradición y el medio ambiente como clichés demasiado habituales en su cine como para permitir la diferenciación. Por eso al final entre tres historias muy dispares como Rams o Sparrows hay tantas fórmulas utilizadas por todas ellas que terminan pareciendo la misma película. El plano general del paisaje nevado y el frío extremo, la granja como señal de identidad, la familia como inagotable fuente de conflictos, la pérdida como carga sentimental y culpabilística imposible de borrar, el alcohol como calentador natural y antídoto contra el dolor íntimo. De ahí que ante una cinematografía catalogable como monótona por su uniformidad, Echo destaque por su marcada diferenciación estilística sin abandonar todos esos temas, que están en la película, pero ampliados hasta el infinito del estrato social islandés.
▼ Bergmal, Rúnar Rúnarsson.
Sección oficial del Festival de Locarno.
Sección oficial del Festival de Locarno.
«Rúnarsson salta de la modernidad a la tradición, de la vejez a la infancia, del incipiente amor a la rutina de pareja y no pretende crear un ambiente uniformador de derrota, hay un margen a la esperanza en forma de diferenciación personal de cada uno de nosotros. Sus pequeños lienzos impresionistas buscan la vida diaria y allá cada espectador con el resultado o interpretación final que obtiene de todos ellos. Rúnarsson permite pensar en un cambio de estilo en el cine islandés, y se agradece tanto como ese cine lo necesita».
Sus 56 planos fijos, de entre un minuto y dos de duración (la concisión es un mérito de la película), milimétricamente diseñados y de puesta en escena muy estudiada, cuentan microhistorias de la vida cotidiana a modo de viñetas que recorren todo el país en los días inmediatamente anteriores a las fiestas navideñas y la celebración de fin de año. Establecer una línea argumental común a todas las escenas se antoja imposible, no existe un hilo conductor más que el condicionante impuesto al espectador de saber pronto la época del año en que se desarrollan todas ellas. Pueden establecerse categorías que hermanan unas escenas entre sí, pero no hay realmente una línea narrativa buscada para que todas ellas formen parte de una misma historia con saltos de tiempo y espacio. Según avanza la película y se acerca la noche previa a la navidad o fin de año resulta mucho más evidente el enorme peso que la familia va alcanzando en el relato, y como es lógico, no para muy bien, pero Rúnarsson no olvida incorporar las escenas suficientes para que no se pierda de vista la sociedad en la que se vive, sus problemas financieros, las desigualdades lacerantes, el discriminatorio trato prestado a los inmigrantes según su profesión o su falta de ella, el ahogamiento progresivo de las grandes corporaciones a los pequeños ganaderos, la adopción de costumbres foráneas para olvidar las propias, el desprecio a los ancianos, el hablar sin decir nada, el apoteosis del consumo fugaz en forma de basureros que recogen los restos de la noche anterior, y todo ello sin olvidar que la fuerza de Islandia, su rasgo distintivo, lo aporta la soledad, el clima y la naturaleza, de ahí que su plano final tenga la fuerza que sólo la proa de un barco en medio de un mar embravecido puede transmitir.
Mientras se ve la película el espectador buscará referencias en el cine contemporáneo, la más reconocible por la forma será la de Roy Andersson, inevitable porque el sueco utiliza desde hace muchos años la acumulación de pequeñas escenas sueltas para armar sus relatos, pero también es cierto que las diferencias son enormes porque no es sólo que Andersson suela utilizar a sus personajes en varias ocasiones a lo largo de sus películas, o que unas escenas puedan tener continuación en otras; es que en Andersson la tristeza melancólica de la derrota se adueña del espectador desde el primer momento, sin apenas más respiro que el de la mueca sardónica de humor negro que atraviesa no pocas de sus situaciones, mientras que para Rúnarsson el humor o la tristeza o el dolor son parte de la minihistoria misma sin cortapisas para saltar de uno a otro sin solución de continuidad, sin alterar el color de nuestros días para que todo parezca más viejo, más alejado de nuestra realidad. Rúnarsson salta de la modernidad a la tradición, de la vejez a la infancia, del incipiente amor a la rutina de pareja y no pretende crear un ambiente uniformador de derrota, hay un margen a la esperanza en forma de diferenciación personal de cada uno de nosotros. Sus pequeños lienzos impresionistas buscan la vida diaria y allá cada espectador con el resultado o interpretación final que obtiene de todos ellos. Rúnarsson permite pensar en un cambio de estilo en el cine islandés, y se agradece tanto como ese cine lo necesita | ★★★★☆
© Revista EAM / Valladolid