Deber de la mirada, deber del pensamiento
«Un lugar en el mundo. El cine latinoamericano del siglo XXI en 50 películas».
Libro coordinado por Eduardo Guillot. Barcelona: UOC, 2020. ISBN: 97891807056.
▲ Fotograma de «Viaje», de la directora costarricense Paz Fábrega.
▲ Fotograma de «Viaje», de la directora costarricense Paz Fábrega.
Los buenos libros, como es sabido, llegan cuando deben. Por ejemplo, ahora, que una vez se han calmado ya las tormentas en la tetera de los debates críticos de la Nueva Cinefilia (resultado final del partido: no ha ganado nadie), empezamos a intuir que el problema estaba en otro lado y que hubiéramos detectado los verdaderos retos y problema de la crítica, de no ser por una astronómica miopía, en otros lados. Y de esos lados, qué duda cabe, uno de los más urgentes es el problema de Latinoamérica.
Problema, en primer lugar, por una serie de contextos históricos y educativos que han permitido que centenares de alumnos de escuelas de cine, facultades de comunicación y otras ramas de la Academia terminaran sus estudios sin haber visto ni una secuencia de Latinoamericano. Literalmente. En segundo lugar, por una fascinación desmesurada por las escenas francófona y anglosajona del pensamiento cinematográfico: hagan la prueba, cojan un libro o un paper de cine al azar y cuenten cuántas veces se citan a autores franceses o angloparlantes frente a las citas que reciben los autores de habla hispana. Y, entre ellos, cuántos pertenecen al cono sur. Citar a Bazin o a Deleuze sigue siendo garantía de calidad en el pensamiento, mientras que con nuestro o nuestra colega de lengua que habita tres comarcas más allá o al otro lado del charco, dejamos caer un cómodo manto de silencio.
Eduardo Guillot, en el prólogo inicial, realiza una especie de topografía de la vergüenza que el que esto suscribe conoce bien en tanto participó en una de las encuestas citadas —la de Cine Divergente, en 2019 (p. 8). No lo digo para entonar un mea culpa, sino para aceptar que, cotejando mis propias notas —o mirando el índice del libro, va de suyo—, las propias carencias de lo que uno ha visto, lo que uno conoce levemente y lo que uno desconoce por completo no se escapan de ese desconocimiento general hacia la esfera latinoamericana, sazonada por inevitables prejuicios heredados y por la inevitable tiranía de lo que trae la distribución oficial —que es poco y siempre tarde: véase la intolerable mala exhibición de Ema (Pablo Larraín, 2019) en nuestra piel de toro.
De ahí que el libro tenga algo de productivo ajuste de cuentas, de tirón de orejas, pero también de elemento de seducción para que en lugar de lamentar nuestra mala suerte y nuestro desafortunado desconocimiento de la cuestión —algo, por lo demás, muy español— hagamos el puñetero ejercicio de sentarnos a ver las películas. Y ahí el libro funciona como un reloj de precisión por varias razones. La primera es que la propia identidad coral de los escritores y escritoras que participan (diez, de estilos, nacionalidades y tendencias diferentes) genera una alegre algarabía de ideas, palabras, recomendaciones y referencias. Uno nota en cada epígrafe esa fascinante exuberancia de nuestra lengua, ese contraste entre el dato enciclopédico, la anécdota rescatada o el análisis de alta precisión. De todo hay, y todo resulta necesario para entender cómo funcionan esas películas —y, no menos importante, cómo han funcionado en su contexto y cómo puede un espectador situarse con cierto rigor sociológico ante ellas. En segundo lugar, la selección de títulos es justa pero es, si se nos permite la expresión, singularmente atópica. Por supuesto, están Claudia Alonso, Amat Escalante, Patricio Guzmán, Mariano Llinás o Lucrecia Martel. Sin embargo, el verdadero valor del volumen pasa, a nuestro juicio, por el placer del descubrimiento, la convivencia entre los grandes nombres y auténticos descubrimientos —por lo menos para el que esto escribe— como Alexandra Latishev, William Vega o Paz Fábrega. Con poco que uno haga el esfuerzo de darse cuenta de lo mucho que no sabe, comienza a constituirse delante de nosotros toda una nueva dimensión de la experiencia cinematográfica que, gracias a los textos que acompañan cada referencia, nos permiten aprehender aquello que, por puro vicio de la mirada, acabaría convertido en anecdótico, folclórico o simplemente constituyente de esa “postal latinoamericana” contra la que siempre estamos peleando. Permítasenos decir todavía algo más: incluso en aquellos títulos más conocidos o que uno cree haber transitado con mayor precisión —estoy pensando en la reseña de Tony Manero— siempre hay algo nuevo que emerge, una nueva rugosidad en el discurso que se había pasado por alto, un dato local que otorga más luz sobre el filme.
¿Estamos dispuestos a asumir urgentemente que Latinoamérica es un interlocutor privilegiado, cercano, inteligente y muy superior a los benditos europudding o a las fórmulas de producción y exhibición salvajes de la major de turno? ¿O por el contrario, seguiremos soltando los mismos suspiros desafinados sobre la muerte del cine? La respuesta, 210 páginas después, no podría ser más obvia ni más esperanzadora.
Ciertamente si una de las funciones del libro de cine —no abriremos hoy el debate, pero conviene apuntarlo— es la de ayudarnos a transitar con mayor seguridad aquellos territorios que se supone forman parte de nuestra profesión o nuestros afectos (la temible cine-filia), no cabe duda de que Un lugar en el mundo cumple con creces su objetivo. Ahora le devuelve la pelota a la comunidad hispánica y nos pregunta, por enésima vez: ¿Estamos dispuestos a asumir urgentemente que Latinoamérica es un interlocutor privilegiado, cercano, inteligente y muy superior a los benditos europudding o a las fórmulas de producción y exhibición salvajes de la major de turno? ¿O por el contrario, seguiremos soltando los mismos suspiros desafinados sobre la muerte del cine? La respuesta, 210 páginas después, no podría ser más obvia ni más esperanzadora.
Aarón Rodríguez Serrano |
© Revista EAM / Castellón
▼ Fotograma de Sal, del director colombiano William Vega.