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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | La flor

    Sublimar el relato

    Crítica ★★★★★★ de «La flor», de Mariano Llinás.

    Argentina, 2018. Título original: La flor. Dirección: Mariano Llinás. Imágenes: Agustín Mendilaharzu.Montaje: Agustín Rolandelli y Alejo Moguillansky. Sonido: Rodrigo Sánchez Mariño.Música: Gabriel Chwojnik. Arte: Laura Caligiuri. Vestuario: Carolina Sosa Loyola y Flora Caligiuri.Asistentes de Dirección: Agustín Gagliardi y Felicitas Soldi. Producción: Laura Citarella.Intérpretes: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes. Producida por El Pampero Cine, Piel de Lava. Con el apoyo de Hubert Bals Fund, Visions Sud Est,Turner International, Universidad del Cine, Mecenazgo Cultural. Alianza con Florencia Juri, Argentina Cine, Proa. 815 minutos. Presentada en BAFICI 2018.

    A mitad de uno de los relatos que componen la tercera historia de La flor, que constituye lo que el director llama su segunda parte (al menos en el mercado europeo), cuando una de las espías va a cruzar la frontera entre el Berlín Occidental y el Oriental, la cámara enfoca el rótulo de una calle: Fritz Lang Straße, probablemente la referencia más explícita a las conexiones de una película que desborda por su magnitud, por su inventiva, por su inagotable filón de historias inacabadas (y que no lo necesitan) que enlazan con los referentes más clásicos del cine, los intocables que pertenecen al Olimpo fílmico mundial. El Fritz Lang al que homenajeaba Godard en Le Mépris ya no puede aparecer en pantalla como tan bien pensó el director suizo, pero, a cambio, el homenaje puede conseguirse con un simple rótulo callejero, o con las evidentes resonancias de Spione, el ciclo Mabuse, Die Spinnen (traducido Las arañas, tan presentes en el cuarto episodio de la película). Y no sólo estos títulos, tan sintácticamente cercanos a los sucesos de La flor, se asoman a nuestra memoria, sino que en una obra poderosísima en la que la intriga, la sospecha, el peligro se ciernen sobre los protagonistas de manera constante, construyendo este río cinematográfico que ha ocupado a Llinás durante 10 años, también hay más alusiones. Si Lang pudiera ser el centro de la referencia; el serial, el cine como sucesión de episodios sería el otro gran guiño cinéfilo presente en el constructo de la película. Y el serial entendido como los orígenes del cine, desde su inicio con Edison filmando What happened with Mary?, al summum de las películas inagotables de Feuillade con Fantômas, Les vampires o Judex, incorporando ese relato sin fin a una película que se retroalimenta constantemente y abre caminos inconclusos una y otra vez, derramando su narrativa de manera incesante e incontenible.

    Pero si el cine, y su historia, se justifican en las formas (y fondos) de La flor hay otra herencia mucho más notable, más tangible, incluso que no desaparece en ningún momento de los centenares de minutos que componen la película. Es la palabra, pero la palabra no como narración interior de los personajes, ni como molesta voz en off que representa la incapacidad del creador para transmitir sus ideas con imágenes. Lo digo ya, La flor es una enorme novela narrada por su director para acompañar sus imágenes. Apenas hay diálogos reseñables, salvo, quizás, aquellos de la segunda historia o la verborrea incesante de muchos minutos de la cuarta, un ejemplo claro del desenfoque de un creador que no sabe qué hacer llevado al paroxismo por un director real que sí sabe hacia dónde se dirige. El tercer episodio, el más largo, el que supera las cinco horas de película, apenas muestra diálogos de importancia, breves frases de situación, un «vamos yendo», como dirían los mexicanos. Y sin embargo, si uno piensa en la película hay algo que vuelve una y otra vez. Es esa voz enfática y ajustada con la que el director va contando sus historias. Un relato que se cuenta como al niño que quiere una historia antes de acostarse y que se dormirá antes de que el padre o la madre puedan dar un final que el oyente no quiere en ninguno de los casos, y que, cuando al día siguiente pueda retomarse esa historia, podrá ser la misma u otra muy diferente, porque lo importante es que alguien cuente, que alguien nos haga vivir una aventura interminable, en el verdadero sentido literal de la palabra, que nunca acabe. Y esa voz, magnética, profunda, constante, hace las veces de hipnosis, la hipnosis de Mabuse transformada en palabra que nos envuelve y que no queremos que termine.

    En esa exaltación de la palabra contada, de la narración oral, del cuento interminable, vuelven las referencias, ahora literarias, y tan importantes como las fílmicas. Aparecen Stevenson, Machen, Poe, Derleth, Conan Doyle, Hogdson con intrincadas reverberaciones de historias llenas de misterio, incertidumbre, tensión, traición y hasta ciencia ficción; pero sobre todo resuena la tradición fabuladora argentina (El Pampero ya se ha ocupado de ello en dos películas precedentes de manera expresa). Cortázar en primera línea, las idas y venidas, los requiebros interminables y las composiciones crípticas que avanzan y, muchas veces, realmente no hacen sino quedarse en el mismo lugar, como ese grupo de cineastas que se dedican a filmar árboles en el comprometido, irónico y entusiasta cuarto episodio de la película. Pero están, sin estar, Borges y Bioy Casares, su dominio del lenguaje, la frase justa y la expresión instantánea, la fabulación extraordinaria y fantástica que se escapa de nuestro conocimiento racional, lo tangible, lo espiritual, lo ficcional. No faltan la poesía ni el mecenazgo cultural de la Pizzarnik y las hermanas Ocampo. La flor es un compendio cinematográfico que atraviesa todas las décadas de la historia del cine, pero también es un arrebatado homenaje a la literatura y a la música que hacen del buen cine un conjunto resumen del resto de artes que le precedieron. No todo han de ser referencias elevadas mucho más aprehensibles y reconocibles cuanto mayor sea el recorrido cultural de cada espectador, lo popular también tiene cabida en el relato. Casterman es el demiurgo que mueve los hilos de todos los personajes durante las más de esas cinco horas de espías. Casterman es el nombre de una editorial mítica de nuestra niñez, Casterman es la editorial de Tintín, y en los cómics de Tintín siempre había tramas ocultas, misterios por resolver, ayudas inesperadas y traidores anunciados, personajes episódicos de los que aparecían, desaparecían, reaparecían. Casterman, que vive en Bruselas, dirige una red de espionaje y de asesinas implacables que se mueve alrededor del mundo: Bulgaria, Hungría, Chile, Rusia, Argentina, Alemania, Reino Unido; igual que los personajes del cómic. Pero si Tintín es una velada referencia a los recuerdos de nuestra infancia, como el uso de los mapas que presuntamente conducen a un tesoro, Llinás no rehúye la telenovela melodramática en su segundo episodio y el uso de la música con claras referencias a dúos melódicos en permanente lucha sentimental. Lo más selecto y lo más popular se dan la mano en La flor y todo funciona como un perfecto mecanismo de relojería que no necesita cuerda ni llegar a un final aristotélico.

    La flor, Mariano Llinás.
    Un hito mayúsculo.

    «Una de las más maravillosas experiencias del cine reciente. Una propuesta que desearías no haber visto para mantener esa «primera vez», para dejarse atrapar poco a poco en esa red que te abstrae. Como las buenas novelas que, según compruebas cómo se acerca el final, desearías que eso no ocurriera. Ves La flor y sientes un capítulo dentro de una de las partes como la más bella historia de amor filmada en el cine reciente, homenaje a La Jetée incluido; acompañas a las cautivas y sientes que Mekas, Hammer, Strattman se asoman al experimento; lo que más te reconforta es sentir tan cerca Centauros del desierto de Ford, que el melodrama no es de Sirk y juguetonamente se acerca al grupo Pimpinela, pero en el fondo lo que hay es un eco de Rashomon de Kurosawa, lluvia mediante».


    Porque, si en la película domina algo, por encima de todo lo demás; si algo está presente aunque se juegue al autodescrédito o a la sublimación de las actrices (obvio, porque son intérpretes espléndidas y están espléndidas en cada uno de sus múltiples papeles) es la función del director como creador y diseñador absoluto de lo que sucede en pantalla. Llinás lanza las cartas desde el primer momento y las levanta, no hay engaño en su propuesta, como cuentista omnisciente que es, va apareciendo puntualmente durante la filmación para darnos ánimos y anticiparnos lo que nos espera, avisarnos de que habrá descansos, decir lo que falta por delante. 14 horas, que dan para mucho, incluidos altibajos o desfallecimientos inevitables, divididas en seis historias (algo que no es verdad porque cada una encierra subhistorias autónomas tan interesantes como la principal y que abren ramificaciones nunca cerradas), de las que cuatro empezarán y no acabarán, la quinta que empieza y termina en sí misma y la sexta, que empieza por la mitad y sí termina. Incluso nos dirá sobre qué versa cada una, habrá una historia de serie B de terror, una historia amorosa rota atravesada por una conjura de un oscuro grupo criminal que busca la fórmula de la eterna juventud, una historia de espías, una historia que, según Llinás, «no sé muy bien de qué va», la quinta que es une partie á la campagne y la sexta la historia de las cautivas. A partir de ahí comienza la aventura y el circunloquio, la economía de medios y el exceso, el interminable carrusel de metalenguajes y autoparodias (las referencias al cine previo de El Pampero son constantes), como variaciones con repetición de un mismo elemento tomado de x en x, porque en la estructura de La flor están constantemente Historias extraordinarias y El escarabajo de oro, pero detrás de cada historia, de cada interpretación, de cada movimiento de cámara, por improvisado o carente de guion que se nos quiera hacer creer que han sido delineados, lo que hay es un director que controla todos los elementos de la imagen, la interpretación, el sonido, la puesta en escena y el espacio por el que transitan «las chicas» de la película.

    Es verdad que cuesta imaginar esta película sin «las chicas» como dice Llinás, pero detrás de ello hay un enorme mérito de escritura para hacer del viaje una constante reivindicación femenina en papeles ordinariamente reservados a los hombres, aunque, con certeza, lo que hay es una enorme broma del creador, porque tras cada impulso a sus actrices lo que existe es una preponderancia absoluta del director como autor. Un par de ejemplos: en una de las historias cae la red de espías internacional soviética, momento a partir del cual, la agente 50 (apabullante Elisa Carricajo) trata de localizar a ese topo que ha hecho explotar lo que parecía un mecanismo perfecto. Boris, el identificado agente doble, es interpretado por el propio director; el topo, el maquinador, el espía por definición no deja de ser el propio Llinás en una metáfora de lo que es su labor en esta película, que parezca controlada, sostenida, creída y querida a partir de lo que vemos como si fuera mérito de otros, pero que, si es así, lo es por la voluntad de quien está a la sombra; y el segundo ejemplo, cuando poco antes de que concluya el cuarto episodio, el que progresivamente va transformando a las «chicas» en «las brujas» y finalmente en «la araña», justo antes de que el director se despida de nosotros como diciéndonos que los episodios cinco y seis están ahí pero que para él la película acaba en el cuatro, nos demuestra lo que ya os enseñó previamente, que el espacio cambia si hay una figura humana en él y le da un significado completamente distinto. Filma a sus actrices, juega con ellas, flirtea, seduce, nos seducen; pero aparte de a las chicas la única silueta que las acompaña es la sombra del propio director, como diciendo, «todo esto está muy bien, pero no olviden que hay una cámara que yo manejo».

    Y escribiría sin fin de una de las más maravillosas experiencias del cine reciente. Una propuesta sin el control inherente y aparente de una construcción de más de 14 horas generada a lo largo de 10 años que desearías no haber visto para mantener esa «primera vez», para dejarse atrapar poco a poco en esa red que te abstrae. Como las buenas novelas que, según compruebas cómo se acerca el final, desearías que eso no ocurriera. Ves La flor y sientes un capítulo dentro de una de las partes como la más bella historia de amor filmada en el cine reciente, homenaje a La Jetée incluido; acompañas a las cautivas y sientes que Mekas, Hammer, Strattman se asoman al experimento; lo que más te reconforta es sentir tan cerca Centauros del desierto de Ford, que el melodrama no es de Sirk y juguetonamente se acerca al grupo Pimpinela, pero en el fondo lo que hay es un eco de Rashomon de Kurosawa, lluvia mediante. Y así continuaría divagando sobre una película interminable que la genialidad del director ha creado para poder ser vista por partes sin que se resienta el conjunto por esa parcelación. Un recorrido por la historia del cine, desde el mudo hasta el experimental, en el que brota un inmenso deseo de que hubiera un «continuará» | ★★★★★★


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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