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    Cine Alemán Siglo XXI

    El cine de Jessica Hausner

    El cine de Jessica Hausner

    Un recorrido a través de la filmografía de la cineasta de Viena.

    Para presentar a Jessica Hausner (Viena, 1972) habría que marcar un antes y un después de Lourdes, no tanto por romper con su línea anterior, que quizás no sea tan aparente como las imágenes pudieran hacer pensar, sino porque fue la obra que facilitó su acceso al público español al ganar premio en el Festival de Sevilla y ser estrenada comercialmente, algo que sus dos largometrajes anteriores no consiguieron. Tras Lourdes su cine ha seguido llegando a la cartelera, circunstancia difícil de mantener en un mercado como el español, muy propio para las fidelidades menguantes. No es Hausner una directora prolífica, ni es una directora de temáticas constantemente mantenidas y reiteradas. Su cine es mutante y progresivamente mucho más interesante conforme lo técnico y visual se complementan mejor con lo argumental. La evolución visual desde Lovely Rita a la última Little Joe no es que sea evidente, es que demuestra un cambio de rumbo y de orientación muy marcado hasta conseguir que el color y las formas entren a formar parte, como si de un personaje más se tratara, del contenido del relato propuesto; una evolución que denota madurez y seguridad en el rumbo tomado para hablar de la sociedad occidental.

    Estudiante de la Filmakademie de Viena, su trabajo de fín de carrera ya apuntaba que se colocaría en el punto de mira de la cinefilia y de la crítica de lo que se conoce como “cine de autor” (no entremos en más detalles sobre lo confuso e interesado de la etiqueta) ganando el premio al mejor cortometraje en la sección Cineastas del futuro en Locarno en 1996 con Flora, material éste de los cortometrajes, como el de su mediometraje Toast de 2006, de imposible visionado, al revés que sus largometrajes, cuyo ritmo de realización de una media de cuatro-cinco años entre película y película. Desde aquella Lovely Rita de 2001 a su última Little Joe de 2019, entre las que se sitúan Hotel de 2004, Lourdes de 2009 y Amour fou de 2014, que hace de su obra un “corpus” asequible con cinco largometrajes tan diferentes entre sí que permiten valorar ese riesgo de la evolución constante, pero que dificultan eso tan interesante, en ocasiones, de conseguir que las obras de un creador puedan dialogar entre sí de manera evidente.

    Si en Lovely Rita, plagada de lugares comunes propios de una primera película con vacación de festival, el ritmo y la imagen se acercan más a Haneke y los Dardenne, su siguiente Hotel comienza a marcar su seña de identidad más característica, la de su puesta en escena utilizando los espacios y el color como señales para el espectador, en este caso en una película que se acerca al drama psicológico de personajes solitarios y taciturnos propios de un Antonioni a los que les acechara un entorno hostil y amenazante como si el Weir de Picnic en Hanging Rock hubiera aterrizado en Austria, o como si aquí Hausner, mezclando elementos del giallo sin necesidad de utilizar la sangre y el asesinato expreso, se anticipara a las atmósferas del cine de Peter Strickland. La propia Hausner define su uso del espacio como un «seelenraum» (soul-room), el uso de una habitación que, de alguna manera, «refleja las emociones y pensamientos invisibles en los que consiste la historia. Los actores, sus ropas, las habitaciones, la luz, el sonido y el momento; todos ellos crean el cuerpo de la película, que es la psicología», esto incipientemente mostrado en su primera película con los condicionantes de presupuesto evidentes, se hace más palpable a partir de Hotel cuando espacio y personajes se confunden como partes propias de la misma historia.

    Little Joe, Jessica Hausner.
    Presentada en la sección oficial del Festival de Cannes.


    Si como decía antes Lourdes es el antes y después del reconocimiento internacional de Hausner, la estilización formal y visual parece difícil que pueda progresar más que lo que ya ha hecho con Amour fou, donde el uso del historicismo y el academicismo pictórico romántico se utiliza por Hausner para ironizar sobre el amor eterno y el suicidio conjunto de dos personas que mueren por separado pese a estar en el mismo espacio, y con la incursión palpable en la maternidad enfermiza de Little Joe, juego perverso que utiliza las reglas del cine de ciencia ficción que amenaza a la raza humana para hablar de la imposibilidad manifiesta de que los hijos maduren a la imagen y semejanza que diseñan los padres. Pero en el cine de Hausner no sólo hay forma, hay un fondo que señala unas marcas de identidad en su cine, desde el absoluto protagonismo femenino de sus películas; al conflicto familiar, fundamentalmente entre padres e hijos, terminando por explorar los límites del individuo como ser incapaz de desarrollarse en soledad, aislado de un cuerpo social con el que no puede identificarse o sentirse reconocido.

    Junto con el director de fotografía Martin Gschlacht, colaborador en todas sus películas, y la presencia casi constante de la montadora Karina Resler, el productor Philippe Bober o la diseñadora de producción Katherina Wöppermann, Hausner ha creado un equipo de personas que apuesta profundamente por la forma como parte del entramado argumental, dotando a sus protagonistas de la libertad de elección propia de seres iguales en mundos hostiles, ya por tratar de imponer comportamientos reglados que coartan el libre desarrollo de la personalidad o por ansiar comportamientos que se salen de la norma. Mundos hostiles pero tan reconocibles como que forman parte de nuestro entorno cotidiano. El hogar, el trabajo, la familia son los ejes centrales sobre los que se construye la armazón de su cine, elementos muy comunes en muchas filmografías, pero que en el construido de silencios y composiciones pictóricas de Hausner cobran una significación diferente porque la crítica no está exenta del ácido corrosivo de la ironía, apenas perceptible entre la contundencia del entorno, algo que permite tanto reírse de uno mismo como de lo hipócrita de nuestro comportamiento, obsesionado por una felicidad que no existe, ni en la juventud, ni en el trabajo, ni en el amor ni, como en Little Joe en los modernos sustitutivos a nuestro alcance, que hacen que nuestra sociedad esté más pendiente del nuevo gadget a la venta que de mirar a los ojos a quien está más cerca.

    LOVELY RITA (2001)


    El primer largometraje de Hausner se acerca al realismo hierático de comportamientos silenciosos, hipocresías burguesas, represión sexual y acoso escolar-familiar que hace, de la Rita del título, un ejemplo de un cine que, posteriormente la directora no ha ahondado con la misma rigidez y sequedad formal. Rita es una adolescente normal con los problemas normales de su edad que, consecuencia de su voluntad de desmarcarse del sendero identitario común, entra en un sendero de repulsa social exagerado por unos conceptos de disciplina, castigo, incomprensión y rechazo provocados más por el comportamiento de los adultos que por la rebeldía del personaje. Colegio y familia funcionan en la película de Hausner como instituciones castradoras, uniformadoras, ultraconservadoras en la imposición de unos cánones de conducta que impiden la libre manifestación de la personalidad. Aceptando el camino común, todo el conjunto se mantiene armónicamente estable, sin diferencias de comportamiento ni de pensamiento. La natural atracción sexual provocada por la edad, Rita la va a canalizar, excluidos los jóvenes de su edad, con los que nada en común tiene, hacia un chico menor que ella, hijo de unos amigos de sus padres, y hacia el arquetipo de icono sexual en un joven conductor de autobús urbano, experiencias que le sirven a Rita para aprender cómo funciona la sociedad de los adultos y lo fácil que resulta ser engañada.

    Formalmente Hausner opta por el feísmo en su relato, nada que ver con la progresiva depuración de su puesta en escena, con el virtuosismo del color y las formas expuesto más tarde en su cine, la directora se acerca al estilo hanekiano de las primeras obras como El vídeo de Benny o El séptimo continente y comparte la sordidez argumental y de diseño de personajes de Ulrich Seidl, que casi por las mismas fechas abandona el documental para pasar a realizar ficciones con Models y Días perros. Parecería que con esta primera película Hausner se decanta por no buscar una voz propia en la formación de imágenes. Quién sabe si aún encorsetada por los estudios de formación, por la carencia de medios, o por una apuesta decidida por esta forma de rodaje, las imágenes se llenan de grano, de impurezas. El relato se llena de angustia vital y aburrimiento existencial siguiendo las ausencias a clase de Rita para coincidir con las rutas de autobús de ese amor platónico con perspectivas de dejar de serlo, las mentiras en casa para camuflar ese comportamiento y los enfrentamientos con las compañeras y compañeros de clase que aparecen como modelos a seguir cuando, realmente, la insolidaridad, la maldad y la falsedad inspiran los actos de la mayoría.

    Introduciendo la sexualidad en la historia, Hausner aprovecha para iniciar uno de sus motivos argumentales quizás más reconocible, el de la confrontación entre novedad y tradición, entre individuo y grupo, choque donde la religión, sin constatarse como una presencia constante y apabullante, termina por imponerse como norma de conducta imperante sin necesidad de hacerse presente de manera expresa. La religión condiciona el día a día del colegio, como la religión funciona de modelo moral familiar, lo que no impide el castigo severo e irracional hacia la hija, o el alarde armamentístico de los padres de familia, que recuerdan a lo que posteriormente utilizaría el propio Seidl para acercarse a esa doblez moral de la sociedad austríaca en sus películas In the basement y Safari. En todo caso estamos ante una primera película sin desaciertos, pero sin deslumbrantes descubrimientos. Sin balbuceos narrativos pero sin identidad propia que la haga reconocible como novedosa en el uso del lenguaje cinematográfico. Una película de las que abundan en los festivales; seria, asfixiante, sin proporcionar salida a su protagonista y de final que conduce a la protagonista hacia la desconexión con la realidad.

    Austria, 2001. Título original: Lovely Rita. Dirección y guion: Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Edición: Karin Hartusch. Productora: Barbara Albert. Intérpretes: Barbara Osika, Cristoph Bauer, Peter Fiala, Wolfgang Kostal, Karina Brandlmayer. Presentación en el Festival de Cannes, Un certain regard. Duración: 79 minutos.

    HOTEL (2004)


    Si el cine de Hausner se caracteriza, en el presente, por su dominio pictórico de las escenas, su malsano sentido del humor, sus corrosivas corrientes freáticas que arrastran la podredumbre familiar y social de un país cuyo cine proyecta una imagen nada envidiable, todo empezó a partir de Hotel, aunque también todo concluye con ella en cuanto a cine cercano al género de terror se trata. El cine austríaco con Haneke, Seidl, Glawogger, Tcherkasky, Ruth Beckermann y también Hausner, ayuda a desmontar la paradisíaca imagen montañosa de la nación centroeuropea destinada al turismo de dinero; la realidad del país ha de ser muy otra cuando hay tanta represión, tanta infelicidad, tanta sospecha, tanto prejuicio. La sombra del nazismo sobrevoló siempre con fuerza sobre Austria, una sombra pretendidamente eliminada por decreto cuando las potencias ocupantes lo decidieron, pero de aquellos modos sobreviven muchos lodos.

    El bosque que rodea el hotel en el que Irene (Franziska Weisz) comienza a trabajar ejerce un poder magnético sobre el personaje, ampliando la sospecha y amenaza que ésta siente desde un principio pero sin poder abstraerse de esa llamada hacia lo desconocido. Lo que inicialmente se ha buscado como un refugio económico para no depender de sus padres y para, al mismo tiempo, independizarse, se transforma en una cárcel donde la vida está en juego, incrementando la necesidad de retornar al hogar salvador, a la guarida de la que nunca debió huir, ese camino de independencia lleva a Irene a una especie de Hotel Overlord alpino donde la única persona cuerda parece ser la nueva recepcionista. El color rojo destaca en la rubia protagonista, el color de la sangre va haciéndose más presente conforme avanza esta breve historia de desubicación y misterio. Un color, desde el uniforme hasta unas gafas, que hace presentir la anormalidad en los comportamientos visibles y los intuidos. Cuando las amenazas cobran vida bajo la apariencia de sucesos paranormales, Irene intenta informarse sobre qué le pasó a su predecesora, de quien hereda el puesto de trabajo, la habitación y unas gafas de montura roja que las circunstancias, no casuales, le obligan a utilizar. Esta compañera desapareció de la noche a la mañana sin explicación alguna, en el hotel nadie se extraña, nadie se inquieta, pese a que la policía busca, draga el lago, encuentra evidencias de una desaparición violenta, pero nadie se inquieta salvo Irene, que, poco a poco, siente la influencia maléfica de una leyenda medieval que secuestra y hace desaparecer jóvenes mujeres en los alrededores del bosque.

    El relato va evolucionando de la sospecha al fantástico sin querer perder su asidero con una realidad que poco a poco va diluyéndose hacia lo onírico y fantasmal. Una realidad oscura como los pasillos por los que transita la recepcionista, unos pasillos que conducen a un mundo subterráneo, a un inframundo demoniaco que desemboca en un bosque en el que la visión no alcanza a penetrar. La primera fila de árboles es la única silueta perceptible en las sombras de la noche llenas de ruidos y susurros, porque el diseño sonoro de la película es especialmente importante; tanto como las imágenes recurrentes, esas espinas, esas ramas secas que sobresalen de los troncos desnudos de los árboles, esas rocas con aristas que parecen advertir del peligro que se corre si se penetra en el bosque, como una alerta destinada al paseante para que no transite por terrenos desconocidos. Un sendero invisible, una marca enigmática en un árbol indica el comienzo de un camino, una señal que utiliza los colores de la bandera de Austria, como si introducirse en Austria fuera un peligro, más aún cuando Irene empieza a visualizar su futuro en un sueño aterrador.

    Transformada poco a poco en un elemento más del mobiliario del hotel, quien pretende estar alegre en ese entorno no tiene perspectivas de permanecer. Una fotografía, como aquéllas que adornaban el hotel de El resplandor, mantiene vivo el recuerdo de una ausencia mientras el resto del personal parecen espectros encadenados a la instalación. Todos los elementos de la narración son enigmáticos y amenazantes, desde una serie de puertas hasta un olor, desde una piscina hasta un vestuario, la violencia se palpa en todas las escenas, desde la recepción y visita al centro de trabajo hasta una noche de fiesta en una discoteca que recuerda, anticipadamente, la discoteca a la que acudía una de las protagonistas de la trilogía Paraíso de Seidl. Con Hotel, Hausner comienza a experimentar el uso acertado de la composición estética y simétrica del plano donde el color trata de transmitir sensaciones y sentimientos. Un drama existencialista que utiliza las convenciones del género de terror sin olvidar que lo importante es seguir la evolución psicológica del personaje principal.

    Austria, 2004. Título original: Hotel. Dirección y guion: Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Edición: Karina Ressler. Productor. Philippe Bober. Intérpretes: Franziska Weisz, Birgit Minichmayr, Marlene Streeruwitz. Presentación en Cannes 2004. Duración: 83 minutos.

    LOURDES (2009)


    Con Lourdes el cine de Hausner alcanza su madurez. El tono y maneras se afinan, la frialdad se va transformando en un elemento significativamente dinámico ajustado a las sensaciones de los personajes, la ironía, cuando no la mala baba, empieza a compensar lo solemne para marcar distancia con las instituciones y creencias. Película rodada fundamentalmente en francés (puede que, como consecuencia de la coproducción, pero también como ejemplo de que el cine de la directora tiene un alcance geográfico más amplio que el de su país), utiliza la excusa de uno de los lugares míticos del catolicismo para diseccionar agudamente las reacciones humanas plagadas de cinismo y creencias interesadas. El retrato que deja las imágenes de Hausner es el de un parque temático donde la fe se mantiene gracias a la mentalidad humana incapaz de aceptar un dictamen médico irreversible. Un auténtico negocio del turismo milagrero que funciona con los mismos patrones que el turismo de playa o el turismo sexual, el objetivo del viajero se superpone a la esencia del viaje. Eliminado cualquier vestigio de aventura o de conocimiento propio a partir de las experiencias compartidas, el viaje de Catherine se transforma en algo individual e individualista en el que el grupo de discapacitados no comparte, sino que ansía ser el beneficiado exclusivo de la “gracia”.

    Confinada en un cuerpo inmóvil afectado por la esclerosis múltiple, Catherine (Sylvie Testud) participa, sin posibilidad de renunciar, en todas las actividades del programa, conducida como un ser sin opinión por los voluntarios masculinos y femeninos que arrastran las sillas de ruedas de la basílica a los baños, de las fuentes a la gruta. Observa con los ojos del turista cualquier acontecimiento, cualquier paisaje. Indiferencia, apatía, deseo de ser el escogido o la escogida para el nuevo milagro, cada componente del grupo se mantiene expectante durante los días de la estancia, con un fervor impostado que intenta agarrarse a algo para poder seguir aguantando la existencia. El choque visual entre enfermos y voluntarios se agranda cuando contemplamos los comportamientos. La distancia, el silencio, la mirada ausente de los visitantes contrasta con la alegría, juventud, ganas de fiesta de los voluntarios. Una sola excursión y dos formas de vivirla, la del que sufre y la del que no duda en olvidar cualquier empatía con los que le rodean pensando en sí mismo.

    El milagro llega, primero en forma de amago, el segundo en la persona de la protagonista. Primero tímidamente, una mano que, por fín, es capaz de tocar la roca por su propia voluntad, después levantándose de la silla. Ciencia y religión parecerían, como ocurre en más cine de Hausner, chocar frontalmente, aunque la directora sabe utilizar el tono preciso para que nunca corramos el riesgo de pensar que nos encontramos ante una película proselitista. Al revés, su mirada a ese espacio más digno de un campamento u hospital de campaña bélico, siempre denota crítica, reflejo de un absurdo, con una pretendida equidistancia que, sin embargo, resulta más ácida y reveladora que cualquier crítica expresa. El sinsentido del lugar, del espacio, de la romería propia de un cuadro de El Bosco y la dualidad entre voluntarios y discapacitados se hace más evidente cuando llega la recuperación de Catherine. La fe y la ciencia dan sus razones, el espectador sabrá determinar cuál le convence más, pero quien cambia es la propia Catherine, quien, de ser silente, amordazada voluntad dependiente del esfuerzo ajeno, pasa a comportarse como los mismos voluntarios, recupera las ganas de vivir, de hacer, de divertirse, como si hubiera dejado de formar parte de la caravana de cuerpos dolientes empujada hacia una virgen de escayola. A cambio, qué ironías, la única persona de fuertes convicciones religiosas de todo ese grupo, más cercana a una monja que a una civil entregada a los demás, cae agotada víctima de una enfermedad terminal. Hausner es así, su ironía, su humor negro, su crítica, nunca explícita, se encuentra en los resquicios de la presunta trama principal.

    Austria, Francia, Alemania, 2009. Título original: Lourdes. Dirección y guion: Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Directores de producción: Bruno Wagner, Laurence Farenc. Sonido: Uve Haussig. Montaje: Karina Ressler. Escenografía: Katharina Woppermann.Compañía productora: Coop99 filmproduktion. Intérpretes: Sylvie Testud, Lea Seydoux, Bruno Todeschini, Elina Löwenshon, Gilette Barbier. Presentación oficial: Mostra de Venecia, sección oficial. Duración: 99 minutos.

    AMOUR FOU (2014)


    «El término decorado está aquí perfectamente justificado. Así como mi anterior película tenía como decorado el santuario de Lourdes, ésta debía tener un decorado histórico. Sabía que situar la historia en un contexto de época dotaría automáticamente al filme de la ironía inherente a la perspectiva histórica, es decir, la perspectiva crítica que aprecio en el cine. Mi ambición no era dar naturalismo sino más bien realismo, para ello me inspiré en las bellas artes donde es fácil apreciar esta distinción mientras que en el cine siempre aparece de forma más tenue. Estudiamos detalladamente grabados de la época en los cuales inspirarnos para crear los decorados. La película fue filmada en estudio casi enteramente para reforzar deliberadamente esta característica» | Declaraciones de Jessica Hausner.

    Amour fou es la consolidación de un estilo de depuración visual en la directora, el triunfo de la ironía incisiva y cruel en lo argumental y un uso del drama historicista para referirse a situaciones muy permanentes en la especie humana. Amour fou mantiene su pulso narrativo con una apuesta muy arriesgada, muy manierista, muy preciosista, encajada entre cuatro paredes y con personajes estáticos, como capturados por un pincel o un objetivo fotográfico mientras las emociones parecen desbocadas. Este retrato de una época a caballo de dos mundos; uno que se derrumba sin que sus artífices sean conscientes, el de las monarquías absolutas, y otro que surge poderoso desde la derrota como es el espíritu revolucionario francés; sobrevuela autónomo y vibrante por encima del consabido esquematismo y simpleza que suele afectar a las biografías históricas o los dramas de época en el cine, y para ello, tomando como eje un personaje y una anécdota de su vida reales, desplaza la visión de la historia a un personaje de último momento en la vida del poeta romántico Heinrich von Kleist, y lo que pudiera haber sido un retrato de las últimas semanas del escritor, en manos de Hausner, se transforma en la vida de Kleist a través de Henriette Vogel, diluyendo la figura histórica en la personalidad de la mujer casi anónima y transformando el drama romántico en una disección del comportamiento humano atemporal.

    Termina siendo indiferente si la anécdota que Hausner utiliza es real o no, incluso si lo que se cuenta pertenece a un personaje histórico, pues lo trascendente es el contenido de lo que se cuenta, un contenido para el que el continente se vuelve esencial. El imperio napoléonico está feneciendo, Prusia va a recuperar su esplendor territorial y belicista, el Imperio Austro-Húngaro saldrá fortalecido, como el Reino Unido, de la lucha europea, y sin embargo, la victoria de la Revolución Francesa provendrá de la infiltración de las ideas que dieron sustento ideológico a la república. A través de escenas que se podrían decir extraidas de cuadros, con personajes plantados como en el interior de un marco, sin apenas movimiento, dialogando en pareja, en grupo o en fiestas, hieráticos y rígidos; un viejo mundo desfila ante nuestros ojos, una administración y una nobleza que se tambalea sin darse cuenta, sin percibir que, tarde o temprano, serán sustituidos en el ejercicio del poder por personas venidas del pueblo. En ese ambiente decadente y clasista, Kleist es un «bicho raro», un creyente fervoroso de la igualdad y la libertad, inspirado por las ideas revolucionarias y consentido en esos ambientes por el toque snob de contar con un disidente al que poder criticar o escuchar, porque Kleist, a pesar de todo, es un poeta, un poeta admirado pero en cuarentena.


    Amour Fou, Jessica Hausner.
    La gran película de la realizadora austríaca.


    En el transcurso de los días Kleist y Henriette colocarán, frente a frente, sus incertidumbres, la del primero por su miedo a la vida, la de la segunda por su miedo a la muerte tras un confuso diagnóstico médico. Entre Kleist y Henriette no existe amor ni sentimiento parecido, es una simbiosis necesaria entre dos seres desesperados, melancólicos, con diferentes valores y esperanzas, pero para quienes la liberación sólo procede de la muerte rápida e instantánea, hay más admiración artística que sentimiento amoroso. La anécdota es real, Kleist, obsesionado por no soportar más una vida que no le ofrece esperanza alguna, toma la determinación del suicidio, un suicidio no provocado por un desengaño tan en boga en los inicios del XIX que, como acto voluntario y unilateral, no es suficiente para Kleist, para quien la sublimación de su ideal es suicidarse junto a una mujer que le quiera, no es necesario que le ame, sino que exista un sentimiento y una comunión en la idea del suicidio como acto escogido libremente y liberador de una vida que nada aporta. Kleist, sin llegar a ser nunca el motor de la historia, queda siempre en un segundo plano por cuanto el eje se sitúa siempre, desde el principio, en Henrietta, prototipo de la mujer burguesa dedicada al hogar, a la moda, a deleitar a sus invitados con veladas musicales en las que ella misma interpreta a Beethoven y Mozart mientras su hija toca el piano.

    La tragedia real de la anécdota, en este ambiente cerrado, de lujosas estancias en las que no existe contacto humano, cuenta con el contrapunto del sentido del humor, como una tragedia cómica, de un humor negro digno de un Azcona pasado por una temporada de convivencia con Haneke, humor negro llevado al máximo en el momento decisivo de culminar el plan suicida que envuelve toda la historia. Como la defensa que hace el marido de Henrietta del nuevo sistema de impuestos que Prusia va a trasladar del sistema francés, donde todos los ciudadanos van a terminar pagando, incluso los más desfavorecidos, que han dejado de ser siervos para ser ciudadanos, en el fondo, la película es un acto de defensa de la libertad y del contrasentido de estar junto a alguien sin estar realmente cercanos. Atención especial merece el aspecto de diseño de la película, progresión en la depuración de la directora para quien la puesta en escena juega un papel trascendente, fotografía y diseño de producción, reflejo de un estado de ánimo en cada momento producto del color y la luz, que pareciendo alegres y colores animados, no dejan de ser tristes y apagadas, como el estado de ánimo generalizado de los intervinientes. El bosque desnudo del suicidio, en un frío día invernal, marca el fin de la historia; grisura y melancolía en un decorado que evoca sensaciones propias de Vermeer, de Hammershoi, de Friedrich. Una notable película, un ejercicio de estilo con sentido, un inteligente uso de una biografía al servicio de una historia y no al revés.

    Austria, 2014. Título original: Amour fou. Guion y dirección: Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Diseño de producción: Katharina Wöppermann. Diseño de vestuario: Tanja Hausner. Productor ejecutivo: Sarah Nagel, Isabel Wiegand. Director artístico: André Fetzer, Ole Nicolaison. Productores: Martin Gschlacht, Antonin Svoboda, Bruno Wagner, Bady Minck, Alexander Dumreicher-Ivanceanu, Philippe Bober. Producción: Coop99 Filmproduktion, AMOUR FOU Luxemburgo, Essential Filmproduktion. Intérpretes: Christian Friedel, Birte Schnöink, Sandra Huller, Stephan Grossmann. Presentación en el Festival de Cannes de 2014. Duración: 96 minutos.

    Little Joe

    LITTLE JOE (2019)


    Asepsia, espacios inmaculados a temperatura constante, cálidos y acogedores, pero al tiempo potencialmente intrigantes. La última película de Hausner juega a crear desasosiego donde, con otro concepto visual y sonoro, ésta podría convertirse en un mero drama de soledad postdivorcio o en un futurista carrusel de sustos e identidades suplantadas, o en algo peor, en una impostada lucha de una madre por retener a un hijo cuyas fidelidades empiezan a cambiar con el paso de los años. Little Joe es una fábula, y como tal permite muchas interpretaciones y conclusiones, pero lo que seguro que la película no es una obra de terror científico, aunque lo parezca; no es un drama romántico sobre la imposibilidad de amar, ni sobre el síndrome del nido vacío que amenaza la solitaria vida de Alice (Emily Beecham). Aunque en el fondo también es un poco de todo ello, en manos de Hausner y su habitual equipo de colaboradores, la película avanza más allá de lo literal para mostrar una imagen cruel de la infelicidad humana, aumentada por la obligación social de parecer lo contrario conforme a los criterios impuestos por la sociedad de consumo.

    Hausner utiliza el futurismo (no la corriente artística de principios del siglo XX) para inventar una historia que pronto nos podría alcanzar. Una empresa de investigación botánica intenta encontrar la flor perfecta, aquélla que no sólo proporcione el placer de la belleza, del olor, del color; sino también el placer de la felicidad permanente consecuencia de mutaciones genéticas de laboratorio. En la sociedad del prozac, la cocaína y la exhibición pública de la intimidad como sustitutivo del reconocimiento social, la flor, el Little Joe del título, se configura como el nuevo gadget del milenio para eliminar la tristeza, la depresión, la fatiga de vivir, en definitiva. Una felicidad conseguida gracias a la anulación de la capacidad de pensar críticamente, en el fondo, un arma de control masivo por el que cualquier poder estaría dispuesto a todo. A partir de esta premisa Hausner mezcla la investigación y alteración genética (derivada medio ambiental de la película) con la historia personal de una científica exitosa en su parcela de trabajo, aunque de ética cuestionable para conseguir sus resultados, incapacitada para las relaciones personales y cuyo único contacto con la realidad es su hijo adolescente Joe, al que, sin haber concluido los programas de supervisión de la nueva especie modificada, le regala un ejemplar como si de una nueva mascota se tratara.

    Las dos líneas comentadas convergen en un progresivo aumento del suspense, utilizando la directora el referente de la película de Siegel, La invasión de los ladrones de cuerpos y sus remakes, para captar la atención de los espectadores con los progresivos cambios de comportamiento de quienes mantienen contacto con la planta sin medidas de protección. Las plantas se transforman en una presencia amenazante y viva pese a su inmovilidad. Como la anémona que atrae con sus colores a las presas desprevenidas, la flor alcanza su máximo esplendor cuando está lista para dispersar sus esporas. La experiencia genética que impide la reproducción natural de las flores para impedir la aparición de híbridos en libertad termina provocando una reacción autoinmune que conduce a las plantas a reproducirse metafóricamente en los humanos y, en definitiva, a controlar sus actos una vez que los transforma en seres involuntariamente felices para la eternidad.

    El relato de denuncia en épocas de concienciación ecologista es sutil y nada enfático, es producto del desarrollo de la acción que se sustenta en esa enfermiza relación madre-hijo que parece invadir todos los actos que ejecuta Alice, la científica, cuyos sentimientos, y los de las personas que más cerca de ella interactúan, quedan en cuestión permanente y se modifican desde la percepción alterada de una realidad cambiante y para la que no parece haber explicación. Para ello la puesta en escena juega un papel fundamental en el diseño de la película. Escaso movimiento, planos fijos que recuerdan, obviamente, a Amour fou por ese gusto evidente por el tableaux vivant, convirtiéndose en una estilización al máximo del diseño visual de la anterior película, como si los personajes habitaran en un permanente espacio obsesionado por la estética y la calidez de los colores en el hogar y la neutralidad cercana a la frialdad de los espacios científicos, donde sólo el azul o el rojo intenso de las plantas mutadas rompe la monotonía del blanco o el gris acerado, como los sentimientos, o falta de ellos, que funcionan en el ámbito profesional. Según Alice va quedando aislada, ahora ya no de manera voluntaria, sino por el cambio de comportamiento que se produce a su alrededor, la pregunta que surge es recurrente. ¿Creemos a Alice o todo es fruto de su subjetivo e injusto juicio sobre el comportamiento ajeno?

    Austria, Reino Unido, Alemania, 2019. Título original: Little Joe. Dirección: Jessica Hausner. Guion: Géraldine Bajard, Jessica Hausner. Fotografía: Martin Gschlacht. Montaje: Karina Ressler. Diseño de producción: Katharina Woppermann. Sonido: Erik Mischijew, Matz Muller, Tobias Fleig. Productores: Bruno Wagner, Martin Gschlacht, Jessica Hausner, Bertrand Faivre, Gerardine O'Flynn, Philippe Bober. Compañías productoras: Coop 99, The Bureau, Essential Filmproduktion. Intérpretes: Emily Beecham, Ben Whishaw, Leanne Best, Lindsay Duncan, Kerry Fox. Presentación en el Festival de Cannes, sección oficial 2019. Duración: 105 minutos.


    Miguel Martín Maestro |
    © Revista EAM / Valladolid


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