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  • Cafarnaúm

    Ficciones de lo real

    Crítica ★★★ de «Cafarnaúm», de Nadine Labaki.

    Líbano, 2018. Título original: «Capharnaüm». Dirección: Nadine Labaki. Guion: Nadine Labaki (Historia: Labaki Jihad Hojeily). Productora: Les Films des Tournelles. Música: Khaled Mouzanar. Fotografía: Christopher Aoun. Reparto: Zain Al Rafeea, Yordanos Shiferaw, Boluwatife Treasure Bankole, Kawthar Al Haddad, Fadi Kamel Youssef, Cedra Izam, Alaa Chouchnieh, Nour el Husseini, Elias Khoury, Nadine Labaki. Presentación oficial: Sección Oficial del Festival de Cannes. Duración: 126 minutos.

    Cafarnaúm, como filme que retrata la vida en los barrios bajos urbanos, puede sumarse a una larga lista de películas que buscan concientizar al espectador sobre la situación social de los desposeídos. Si pensamos en la función política del cine, no hay dudas de que con su tercer largometraje, Labaki tuvo una clara idea de aportar un mensaje a la audiencia, en especial si se consideran los escenarios elegidos —las zonas marginadas de Beirut— y particularmente, la decisión de incluir a Zain Al Rafeea como protagonista, un niño que hasta la filmación no sabía leer ni escribir y, habiendo nacido en Siria en 2004, se trasladó finalmente al Líbano como refugiado. A pesar de que no resulta crucial tener esta información a la hora de seguir la historia, estos elementos le otorgan a la obra una faceta documental que se vuelve indisociable del nivel ficcional, el guion y los artilugios narrativos que la directora utiliza para dar forma al relato. Es indiscutible, entonces, que la ficción como tal se puede rastrear en ciertas decisiones estéticas o en una mirada que termina de conformar el filme en sí. Si bien es cierto que la película ha sido bien recibida tanto en Cannes (tuvo una ovación y obtuvo el Premio del Jurado) como en Hollywood (tiene una nominación al Oscar), no ha sido sin un debate ético sobre los límites de la representación de la pobreza. Por un lado, se encuentran los que creen necesario —y hasta obligatorio— evidenciar una situación que viven miles de personas a diario y que, reflejado de forma directa y cruda, puede alertar al espectador sobre eventos que desconocía —o evitaba. Por otro, hay quienes ven en ese retrato sin concesiones, una explotación innecesaria de miseria y bajezas. Personalmente, me ubico en el segundo grupo, ya que en general, cuando me enfrento a películas con escenas en las cuales los personajes transitan el límite de lo miserable, me pregunto si el hecho de mostrar una realidad tal como es, puede llegar a cambiar, de forma real y efectiva, una situación general de desprotección social. A su vez, me resulta paradójico el hecho de que desde la dirección y el guion se recree un universo de manera artificial, se hagan retomas de un niño hurgando en la basura con música de fondo o se corrija la luz en un plano en el cual un bebé llora de manera desconsolada por hambre.

    Dejando de lado esta sensación descripta, que no invalida los aciertos que sí valen destacar de Cafarnaúm, el filme funciona desde su manejo narrativo y Labaki demuestra un gran talento para trabajar sobre la caracterización del carismático Zain, un niño que debe crecer a los golpes en un contexto que es sumamente difícil ya para un adulto. El camino recorrido por el protagonista, a lo cual se suma su encuentro con una madre de origen etíope en situación de pobreza extrema, resulta el elemento distintivo de una obra que no es fácil de digerir pero en sus minutos finales nos deja un hálito de esperanza. Al seguir al niño e identificarnos con sus pesares y angustias, nos sumergimos también en un contexto en el cual el personaje debe, antes que todo, resistir, no sólo los embates de una sociedad en descomposición y carente de solidaridad, sino la violencia y maltrato de su propia familia. Por ende, dadas estas adversidades, a lo largo de la película somos arrastrados, junto con Zain, hacia la realidad bruta, logrando que la sensación de caer cada vez más bajo y de que no hay salida posible para el pequeño héroe se presente en todo momento. Ahora bien, a sabiendas de que no basta con una serie de infortunios para contar una historia, Labaki aporta, desde el guion y desde el montaje, un recurso que, en ocasiones funciona, pero en otros se diluye en la marea de acontecimientos. La película comienza con la imagen de Zain esposado y caminando dentro de un tribunal. De este modo, nos enteramos de que hizo algo malo, aunque no terminamos de comprender qué es lo que lo llevó a prisión. Es, entonces, a través de largos flashbacks que vamos conociendo más sobre este niño y lentamente podemos armar el rompecabezas que nos permite adentrarnos en su historia personal, en su atormentada infancia y en los eventos que determinaron su situación presente. Así, el desdoblamiento en dos líneas temporales es un recurso interesante desde lo conceptual pero no del todo logrado en cuanto a la dinámica de la narración: el juicio (en el presente), es el intelecto, la mirada distanciada y fría de un tribunal que solo accederá a la realidad de manera indirecta, a través de un testimonio que puede ser debatible o tergiversado —que es exactamente lo que termina sucediendo. Sin embargo, desde el punto de vista del guion, esta división en dos tiempos y espacios disímiles, nunca termina de integrarse en un todo y, sobre el final, sentimos que las respuestas llegan de manera arbitraria y forzada, intentando que la historia tenga un cierre esperanzador, aunque poco verosímil.

    ¿Qué es lo que persiste en el recuerdo tras asistir a la proyección de un filme como Cafarnaúm? Probablemente sea una sensación, una molestia por hechos que sabemos que existen pero son de tal magnitud y extensión, que resultan imposibles de abordar en su conjunto —tal y como lo expresa el título, el término Capernaum, en una de sus acepciones, significa caos. La falta de un horizonte para millones de personas que habitan en el mundo, y, que, por causas y contextos diversos, se enfrentan a las peores condiciones de vida, es un hecho que para muchos está naturalizado —especialmente en Occidente. Pero la paradoja está a la orden del día y permanece, latente, para cualquier persona que intente ir más allá de las apariencias: si con su cámara precisa y directa, Labaki se encarga de evidenciar y denunciar un hecho real y cotidiano; volviéndonos conscientes de que “mirar para otro lado” no resolverá nada, una ovación en un festival de cine o una estatuilla tampoco compensan la situación, y puede leerse más como un acto de compasión vacua que como un llamado a la acción concreta y real. En todo caso, si de consecuencias directas hablamos, la relocalización del niño protagonista en Noruega y su asistencia a la escuela por primera vez en su vida, son ejemplos de una directora comprometida con su trabajo, que ha podido ofrecer ayuda a alguien que la necesitaba, y además, lo ha hecho entregándonos una obra que, pese a cierto sentimentalismo, merece ser vista y apreciada | ★★★


    Hernán Touzón
    © Revista EAM / Barcelona


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