Crónica Número II del 66SSIFF
Día 2 en el Donostia Zinemaldia.
Un abarrotado Teatro Victoria Eugenia acogió la primera de las películas españolas que competirán por la Concha de Oro, El reino; dirigida por un Rodrigo Sorogoyen que ya logró conciliar a crítica y público con su anterior trabajo, Que dios nos perdone, que también formó parte de la sección oficial del certamen. Un ejercicio de estilo que volcaba los estilemas estéticos y narrativos de la última corriente del género, el thriller policial, que refundaron David Fincher y Cary Fukunaga, especialmente este último con el serial True Detective. Como hiciera Alberto Rodríguez tras rodar La isla mínima, paradigma de los patrones anteriormente citados, con la creación de un filme menor pero meritorio sobre un pequeño episodio de la crónica criminal española reciente, El hombre de las mil caras, Sorogoyen apuesta por trasladar a la pantalla una mixtura de todos los casos de corruptelas, con la Gürtel como motor, llevados al juzgado y a la opinión pública que ratifican la degradación política de nuestro país. Una cinta, por tanto, valiente por su fondo y cuyas formas nos dejan instantes de gran nivel cinematográfico y narrativo, en especial en el último tercio, donde la tensión se apodera de la imagen pese a que conocemos cuál es el final del camino. Hay que resaltar, por otra parte, la excelente labor de Antonio de la Torre. Su personaje, Manuel, vicesecretario económico de un gobierno imperante en una Autonomía –no hay lugar a dudas a quién apunta el director madrileño—, es un antihéroe plenamente consciente de que su objetivo es la supervivencia personal, que no hay un fin mayor. Así, no hay asidero emocional alguno para el espectador, que presencia cómo unos tipos cualquiera, muy alejados del concepto político de excelencia que articulaba las polis en la Grecia Clásica, madre de las Ciencias Políticas, en un momento de sus vidas decidieron vivir a cuerpo de rey con el amparo de la Justicia, las Autoridades y, también, los medios de comunicación.
Unos medios que en la jornada de hoy se vieron damnificados por el modelo de programación del festival. Ya en la primera jornada se solapaban proyecciones de sección oficial y Nuevos Directores, una circunstancia que genera un claro perjuicio al segundo apartado, evidentemente más necesitado del mimo mediático. Hoy, el problema ha llegado con el escaso tiempo entre pases, concretamente entre la citada El reino y Rojo, de Benjamín Naishtat, y, quizá lo más punible, la elección de una de las salas más pequeñas del certamen: Trueba. La escasa organización extramuros hizo el resto. El resultado ya se lo imaginan: una cola interminable que no logró alcanzar su destino. Por suerte, Rojo y Alpha, the right to kill siguieron la buena línea con la se inició una jornada con tramas exigentes pero que en las postrimerías tuvo un final dulce gracias a las propuestas de Mamoru Hosoda y Hirokazu Koreeda, que presentaron en Perlas Mirai y Un asunto de familia, respectivamente. Alimentos para el ánimo entre tanta cafeína y drama descarnado.
Prólogo: Emilio M. Luna.
Críticas de El reino: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Alpha, the right to kill: José Luis Forte.
Crítica de Apuntes para una película de atracos: Juan Roures.
Críticas de El reino: Miguel Muñoz Garnica.
Crítica de Alpha, the right to kill: José Luis Forte.
Crítica de Apuntes para una película de atracos: Juan Roures.
EL REINO
Rodrigo Sorogoyen, España | COMPETICIÓN.
El reino comienza dejando caer una cuestión de lo más sugerente: ¿cómo construir una película alrededor de un protagonista —que, para más inri, focaliza nuestro punto de vista en todo momento— cuya antipatía de cara al espectador es más que evidente? Téngase en cuenta que hablamos de un filme que, fuera de las fronteras nacionales y su presente político, establece una relación muy distinta con su platea. Pero rodar en España ya solo la escena de apertura apela a un contexto muy inmediato. Extrapolen: un grupito de políticos autonómicos se da un homenaje a base de quisquillas y vino blanco en un restaurante indeterminado de la costa mediterránea, y entre risotada y risotada uno de ellos extrae un cuaderno de contabilidad de gastos en B del partido. Ya con esta secuencia Sorogoyen establece las dos limitaciones fundamentales que su propuesta se autoimpone: en el plano de apertura, el protagonista, Manuel (Antonio de la Torre), camina desde la orilla del mar atravesando los pasillos y cocinas del restaurante mientras la cámara se pega a su espalda. Esto es, punto de vista unívoco y una ambientación que incide en los escenarios de las bambalinas políticas: pasillos, despachos, salas de reuniones, puertas que se abren y se cierran —aunque, si la memoria no nos falla, no hay ninguna giratoria—, garajes lúgubres. El problema, decíamos, es que esta aproximación supone convertir en protagonista de la historia a Manuel, un vicesecretario autonómico cuya involucración en las corruptelas del partido conocemos desde el principio sin lugar a equívocos. ¿Cómo posicionarse, pues, ante el monstruo?... Pueden seguir leyendo, en el siguiente enlace, la Crítica de Miguel Muñoz Garnica. 70|100.
España-Francia, 2018. Director: Rodrigo Sorogoyen. Guion: Isabel Peña, Rodrigo Sorogoyen. Productoras: Tornasol Films, Trianera, Atresmedia Cine, Bowfinger International, Le Pacte, Mondex & CIE. Música: Olivier Arson. Fotografía: Álex de Pablo. Montaje: Alberto del Campo. Reparto: Antonio de la Torre, Bárbara Lennie, Mónica López, José María Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Luis Zahera. Duración: 131 minutos.
ALPHA, THE RIGHT TO KILL
Brillante Mendoza, Filipinas | COMPETICIÓN.
Inspirado en la decisión de las fuerzas policiales filipinas de acabar con el tráfico de drogas en la ciudad de Manila a puro tiro limpio, el director Brillante Mendoza construye en Alpha, the Right to Kill (2018), apoyado en su guionista Troy Espiritu, una obra que nos retrotrae a series como Corrupción en Miami (Miami Vice, 1984-1989) e incluso a las películas que dirigiera posteriormente su productor Michael Mann. Sin el glamour hollywoodiense de estas, por descontado, pues Mendoza centra la acción en las calles más pobres de la capital filipina, los barrios de chabolas que conviven junto a la parte más moderna de la ciudad enquistados a su alrededor como una tela de araña circundando los altos rascacielos. Un par de elegantes planos aéreos nos mostrarán en todo su esplendor y decadencia la gran metrópoli, elegancia que, digámoslo ya, no volveremos a ver en el resto del metraje. Porque aquí lo cotidiano es lo sórdido, callejuelas sucias y estrechas que forman un laberinto infernal por el que los traficantes se mueven a sus anchas y la policía solo puede penetrar haciendo escupir sus armas de fuego. A ritmo de música bailonga repetitiva con la pretensión de provocar tensión, con una cámara al hombro que intenta captar casi en tono documental el desarrollo de thriller de la historia y una evidente falta de capacidad de saber cómo planificar el caos, el primer tercio del filme nos hace olvidar sus notables deficiencias logrando el retrato nervioso y algo agobiante de una redada policial. Debido en parte a la misma construcción del escenario urbano en el que se desarrolla y a lo expeditivo de los métodos policiales, Mendoza salva la situación consiguiendo resultar cuando menos entretenido si bien nunca excelente.
Quizá los mayores problemas tienen lugar cuando la película abandona su condición de cinta de acción para comenzar a contar una trama de corrupción. Y es que uno de los policías pertenecientes a la sección de inteligencia, con apoyo de su chivato de confianza, deciden apropiarse de parte de la droga del traficante al que acaban de acribillar en un tejado. Ambos personajes y su entorno son mostrados con detenimiento pero con una falta de profundidad grave, pues nos resulta imposible sentir interés por ellos al no pasar de ser meros actores disfrazados de los tópicos más manidos del género. Aunque hay un claro intento de mantener el tono documental con el que ha comenzado, al acercarse a sus protagonistas los deja vacíos y perdidos en un mar de desenfoques, planos lejanos, frases que podríamos citar de memoria antes de incluso haberlas escuchado y un argumento desnudo del más mínimo interés. Hay momentos en los que la cámara de Mendoza parece apuntar y atinar con su objetivo de puro milagro. Sin embargo, pese a estas carencias que de forma definitiva hacen imposible que nos hallemos ante un gran filme, a veces ni tan siquiera un filme, este se redime por su falta absoluta de pretensiones y ese escenario de calles sinuosas y retorcidas como una trampa mortal que dotan de vida a un espectáculo por encima quizá del alcance mismo de su planteamiento. 40|100
Filipinas, 2018. Director: Brillante Mendoza. Guion: Troy Espiritu. Productora: Center Stage Productions. Música: Diwa de Leon. Fotografía: Joshua Reyles. Montaje: Diego Marx Dobles. Reparto: Allen Dizon, Elijah Filamor, Baron Geisler. Duración: 94 minutos.
APUNTES PARA UNA PELÍCULA DE ATRACOS
León Siminiani, España | NUEVOS DIRECTORES.
Corría 2012 cuando León Siminiani sorprendió al mundo (o, al menos, a España) con el insólito documental Mapa, donde, tras perder tanto su trabajo como a su novia, hizo un viaje de ida y vuelta a la India para regalarnos un diario íntimo en el que, mientras reflexionaba sobre una cultura tan lejana a la nuestra, se descubría a sí mismo. Contemplar al propio Siminiani replantearse la existencia con plena sinceridad sin dejar nunca de grabar (dado el bajísimo presupuesto y el personalísimo carácter del proyecto, él era al tiempo protagonista, guionista, productor, director, montador y todo lo que hiciera falta, fundiéndose todos estos títulos en uno solo: narrador de la propia historia) fue harto emocionante. En Apuntes para una película de atracos, su siguiente arrebato, el aún joven creador retoma aquel rompedor estilo para seguir plasmando su vida (impulsada por toda una efeméride: el nacimiento de su primera hija) mientras ofrece a su vez a otro la posibilidad de explicar la suya. Para esto último, ha elegido nada más y nada menos que al en su día famoso y hoy casi olvidado (como casi todo lo que es noticia, a fin de cuentas) “Robin Hood de Vallecas”, líder de “la banda de las alcantarillas”, un grupo que, como respuesta a la crisis, se dedicó a robar bancos aprovechando el arcaico sistema de alcantarillado de Madrid. Apodado “el Flako”, el objeto de estudio de la película nunca llega a revelar su identidad (ni el nombre, ni el rostro), quizá asustado por dos mujeres: su abogada, que afirma que dejará de representarle si sigue colaborando con el documental, recordándonos así el peso de la ley, y su mujer, quien, preocupada como está por su hijo, suplica a Siminiani que los deje en paz. Sí oímos, no obstante, su voz en forma de una conmovedora sinceridad que vuelve fácil empatizar con él aun cuando robar bancos es algo que, por encumbrado que haya sido por el cine, evidentemente está mal. Y es que no vemos a un criminal, siquiera a un ladrón: sólo a un hombre con virtudes, defectos… y una ternura que jamás imaginaríamos pese a rara vez mostrar arrepentimiento.
Poético, emotivo y reflexivo, el segundo largometraje de Siminiani es un nido de disyuntivas. Para empezar, como en todo documental, no siempre sabemos qué es real y qué no, si bien es cierto que los dos protagonistas (tres, si sumamos a la pareja del director, quien ofrece tanto un punto de vista diferente como sus dotes interpretativas a la hora de escenificar determinadas situaciones a las que la cámara no tuvo acceso en la realidad) parecen hablar en todo momento con el corazón en la mano (el propio “Flako” afirma una y otra vez que prefiere callar a no decir la verdad). Para seguir, hay que reflexionar sobre el propósito del documental, que, dejando de lado la vida del director, no parece ser otro que ganar al ladrón la identificación del público, la cual, en cualquier caso, parece tener ganada de antemano todo aquel que se opone al para muchos corrupto e inhumano sistema bancario: ¿a quién beneficia esta obra? ¿A quién daña? ¿Se cuentan el “Flako” y su familia entre los primeros o, como teme su esposa, entre los segundos? En relación a esto último, tenemos también la cuestión del enfrentamiento entre el sistema y el pueblo, representando los bancos anónimos al primero y, como su nombre indica, el “Robin Hood de Vallecas” al segundo, aun siendo este último alguien que no dudó en ejercer la violencia contra ahora traumados trabajadores que, como él, se enmarcan dentro de la oprimida población anónima. De ello se deriva el derecho a la redención y la superación del propio pasado, ejemplificado en las distintas técnicas con que la obra oculta la identidad tanto del “Flako” como de su hijo (al que él no pudo ver nacer por culpa de la cárcel), en contraposición a la naturalidad con que es retratada la propia hija del cineasta (que prácticamente nace ante la cámara). Siempre meditabundo, Siminiani menciona y estudia todas estas cuestiones, haciendo hincapié una y otra vez en el carácter por fuerza irreal del documental, planteándose cuán correcto es seguir adelante con el proyecto y preguntándose si es realmente merecedor el “Flako” de recibir un tratamiento de estrella mientras sus víctimas pasan al olvido. 80/100.
España, 2017. Título original: Apuntes para una película de atracos. Dirección: León Siminiani. Guion: León Siminiani. Producción: Avalon PC. Dirección de fotografía: Javier Barbero, Giusseppe Truppi. Montaje: Cristóbal Fernández. Duración 85 minutos.
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