El tren de la bruja más triste del mundo
Crítica ✷ de La monja (The nun, Corin Hardy, 2018).
USA. 2018. Título original: The nun. Director: Corin Hardy. Guion: Gary Dauberman. Productor: Peter Safran y James Wan. Música: Abel Korzeniowski. Dirección de foto: Maxime Alexandre. Montaje: Michael Aller y Ken Blackwell. Dirección de arte: Adrian Curelea y Vraciu Eduard Daniel. Vestuario: Sharon Gilham. Reparto: Demián Birch, Taissa Farmiga, Jonas Blanquet, Bonnie Aarons, Ingrid Bisu, Charlotte Hope, Sandra Teles.
Permítanme que no pierda su tiempo y diga, con toda crudeza, lo que hay que decir. Esta película tiene únicamente un recurso compositivo: encuadrar un rostro, girar la cámara a su alrededor desenfocando el fondo y detenerse en el momento previsible para sugerir la amenaza inminente. Para no ser injusto, quizá hay dos planos nadir más o menos inspirados y tres o cuatro planos en los que una criatura, no demasiado bien diseñada, grita directamente a la cámara para transmitir no se sabe muy bien qué tipo de horror. Y ya. Se lo aseguro: no encontrarán otra cosa por mucho que se esfuercen. Entrando ahora en detalle, digamos que La monja (The nun, Corin Hardy, 2018) tiene un primer problema de peso derivado del guion: no hay historia alguna, no hay personajes y no hay curvas de transformación o puntos de giro que signifiquen nada en absoluto. Y no es, ciertamente, que se trate de un ejercicio de abstracción cinematográfica: al contrario, ocurren ciertas cosas cuya relación se nos escapa o cuya construcción causal es, en el mejor de los casos improbable. Se supone que las fuerzas de acción se despliegan en torno a tres personajes que deberían representar tres polos simbólicos más o menos claros (una novicia inspirada, un viejo sacerdote atormentado, un galán de cartón piedra), pero que sin embargo, están completamente desencajados. Narrativamente, esto es, visualmente. La cámara, literalmente, no sabe qué hacer con ellos, así que los deposita de cualquier manera en el encuadre y les obliga a impostar los gestos menos creíbles que imaginarse pueda: un mohín de impostado rubor, una mirada picaresca por allá, una confesión etílica de refilón. Ocurre algo tan terrible como que los personajes no se miran entre ellos –el director, repito, no parece saber encuadrar ni planificar nada más allá del travelling circular- y, cuando lo hacen, no ocurre absolutamente nada dentro del encuadre.
A partir de esta distancia gélida de los tres –por cierto, ¿cuáles son sus motivaciones? ¿cuáles son sus deseos conscientes o inconscientes?- se introduce una suerte de reflexión que se pretende de hondo calado sobre las relaciones entre mal y religión. Con lo que, de pronto, emerge el segundo problema: el desconocimiento por parte de los realizadores de la noción más básica de teología católica es tan bochornoso que casi hace bueno a aquel John Woo que nos quemó las procesiones patrias en Mission: Impossible II (2000). En lugar de explorar aquellos rincones más complejos de la creencia, la demonología, construir un discurso alrededor de la clausura, los rituales, los meandros de la fe o sus abismos, lo que aquí emerge es una postalita de terror descolorida con mucho crucifijo invertido y poco estremecimiento. Y, con su permiso, no aceptaré aquí la posible objeción de que La monja es simplemente un divertimento que bebe de las cintas de Serie B del post-Giallo –estoy pensando, concretamente, en algunas escenas de El engendro del diablo (La Chiesa, Michele Soavi, 1989). Y no lo haré porque resulta lamentable que toda una tradición profundamente imbuida de lo sobrenatural, lo siniestro y lo malévolo quede aquí convertida en una excusa liviana para vender nachos con queso a la chavalada de las minisalas. Lo que funcionaba como un reloj de precisión –cinematográfico, político, pero también espiritual- en las dos películas mayores de la saga The Conjuring ha sido brutalmente aplanado por lo que no sabemos si adjudicar a la pereza o a la pura ineptitud de sus creadores.
«Toda la película deviene escenario, espacio de obviedades: los objetos no nos sorprenderán, no habrá más que un pasillo, dos capillas, dos habitaciones. Los saltos temporales se arrojarán contra el espectador, casi como si el montador quisiera que el tiempo avanzara torpemente, a trompicones, desganadamente».
Esto nos devuelve, de nuevo, al problema de la estructura. Si bien el arranque parece trazar unas estimulantes líneas básicas escenográficas y dramáticas, según se despliega el relato nos damos cuenta de que no hay nada detrás de esas primeras imágenes. Pondré algunos ejemplos: un plano detalle que abisma la cámara sobre una radio que se enciende misteriosamente en mitad de la noche. Otro ejemplo, esta vez de la dirección de arte: las fotografías amarillentas de las antiguas monjas que amarillean en las paredes de las habitaciones. Un tercer ejemplo: las campanillas anexas a las tumbas del cementerio. Al final del primer acto el espectador puede intuir que nada sirve realmente, que nada de eso tendrá importancia alguna en el relato ni se anudará en ningún acontecimiento escalofriante. Toda la película deviene escenario, espacio de obviedades: los objetos no nos sorprenderán, no habrá más que un pasillo, dos capillas, dos habitaciones. Los saltos temporales –el comienzo de las jornadas nocturnas y de “el gran silencio”, esa maravillosa metáfora que ninguna de las monjas parece demasiado interesada en respetar- se arrojarán contra el espectador, casi como si el montador quisiera que el tiempo avanzara torpemente, a trompicones, desganadamente. Los problemas en la edición de la película son tan graves que pasado el segundo tercio uno ya no sabe si lo que está viendo son distintos planos espaciotemporales o, simple y llanamente, una vergonzosa colección de fallos de continuidad. Modestamente, me permitirán apostar por lo segundo.
Con lo que, finalmente, llegamos a la idea con la que iniciaba la crítica. Verán, en una película como La monja uno detecta que la película se despliega únicamente en torno a tres o cuatro escenas que merece la pena filmar. El problema es que entre ellas hay que hacer algo, llenar huecos, contar cosas. De lo contrario, ¿cómo llenar los noventa minutos de rigor? Y Corin Hardy no sabe hacerlo. Categóricamente. No tiene imaginación para hacer nada que no sea tirar un plano después de otro. Así que se conforma con tomar un rostro como elemento compositivo y hacer girar la cámara. Una y otra vez. Una y otra vez. Cámaras y cámaras girando para ir llenando los abismos narrativos. Llegados al tercer acto de la película uno ya no sabe si reír o si llorar. Los chistes se han gastado, los personajes se han difuminado, la cámara sigue girando y aquello parece ya el tren de la bruja más triste del mundo, un tren de la bruja con forma de steadycam dando vueltas por los escenarios. La mitad del presupuesto se habrá ido en biodraminas para los pobres operadores y para los pobres foquistas.
Qué pena ver cómo descarrila un tren de la bruja que, en nuestros sueños cinéfilos, había sido tan hermoso. | ✷✷✷✷✷ |
Aarón Rodríguez Serrano
© Revista EAM / Madrid