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    Cine Alemán Siglo XXI

    D'A 2017 (I) | Críticas: Días color naranja, Hermia & Helena, Europa y Goran

    Goran

    El triunfo de la sencillez

    Crónica número I del D'A 2017 por VÍCTOR BLANES PICÓ.

    Primer fin de semana de D’A y primeras joyas inesperadas. Tras dar el pistoletazo de salida con Lady Macbeth, una película que nos sorprendió en San Sebastián y que por fin ha llegado a las salas españolas, el festival de la capital catalana nos ofrecía, especialmente en su sección Direccions, un buen puñado de títulos a los que acudir sobre seguro, ya que venían con el sello de distintos festivales internacionales. Hablamos de Personal shopper, de Olivier Assayas, Rester vertical, de Alain Guiraude, La larga noche de Francisco Sanctis, de Andrea Testa y Francisco Márquez, o O ornitólogo, de Joao Pedro Rodrigues. Películas que hacían que las colas a las puertas de los Aribau Club en plena Gran Vía barcelonesa tuvieran que girar la esquina hacia la calle Muntaner. A primera vista, parece que la asistencia a esta edición del festival está repuntando, y no solo por películas con premios en festivales, sino por otras que, inexplicablemente, aún no se han prodigado demasiado. Es el caso de Free fire, de Ben Wheatley, un crowd pleaser con muy mala lecha y buenas dosis de tiros que ayer llenó la Sala 1. Todo ello nos viene a demostrar que hay un público ávido de estas propuestas, que se agolpa a los pases por la incertidumbre de saber si llegarán a tener un estreno comercial. Y ahí es donde el D’A se mueve como pez en el agua.

    Goran | ★
    Nevio Marasovic, Croacia 2016 | Sección Talents.

    El tercer largometraje del director croata Nevio Marasovic gira alrededor de un hombre tranquilo, puede que demasiado. Goran, que da nombre a la película, lleva una vida sin sobresaltos en un frío pueblo de montaña: conduce un desvalijado taxi, se ha construido una pequeña cabaña donde pasa los fines de semana con su mejor amigo, es atento y cariñoso con su novia, que es ciega... La cinta arranca con un tono de comedia que explota la idiosincrasia de los personajes y de un entorno rural con sus tradiciones y estructuras familiares. Apoyándose en una música naif, envolviéndolo todo con una pátina de levedad y comicidad exagerada, en ocasiones parece que estemos ante el piloto de una sitcom. Marasovic arranca de este modo para que el viaje hacia el thriller sea todavía más impactante. Porque lo que retrata Goran es ese momento en el que hasta al más santo se le termina la paciencia cuando una serie de acontecimientos se unen para arruinarle a uno la existencia. Sin necesidad de enumerarlos, lo cierto es que los recursos narrativos utilizados para provocar el caos son de una casposidad sonrojante. Pero puede que ahí no esté el principal problema de la propuesta: bien llevado, esta histriónica representación podría funcionar como una cara B de la realidad que acaba por acechar a Goran. Es un juego de contrastes. Sin embargo, hay varios elementos que arrastran esta idea al desastre. El primero de ellos, y el más palmario, es que la mezcla de géneros no funciona. El toque rancio de comedia se arrastra durante toda la película y nunca deja que la naturaleza absurda que intenta plasmar aflore conforme se va volviendo más oscura. El resultado narrativo es un tanto irregular, siempre a trompicones, buscando un tono que nunca acaba de funcionar. En segundo lugar, Goran carece de un planteamiento visual atractivo que se ajuste al tránsito que intenta retratar. Por último, y puede que sea el más molesto y el culpable de que ni siquiera cuadre para un espectador centrado en el entretenimiento, Marasovic juega todas sus cartas expresivas a la mezcla de sonido. En su intento por dotar de profundidad psicológica a los sucesos y al personaje, el tratamiento sonoro acaba resultando irritante y desajustado, por no saber, de nuevo, conjugar distintos estilos y técnicas. Por todo ello, no resulta extraño afirmar que estamos ante una película fallida, clara en sus intenciones y en lo que quiere sugerir, pero que hace aguas a la hora de llevarlo a cabo.

    Hermia & Helena | ★★★
    Matías Piñeiro, Argentina, EE.UU. 2016 | Sección Direccions.

    Matías Piñeiro es un asiduo al festival. Hace dos años presentó en la sección Talents La princesa de Francia y el año pasado fue parte del jurado, realizando también el spot oficial del D’A (que se esconde, por cierto, en una escena de la cinta que nos ocupa). En Hermia & Helena, el director argentino vuelve a echar mano de referentes shakesperianos para construir una película juguetona, ligera y refrescante. Centrada en el personaje de Camila, quien se muda a Nueva York para cursar una beca justo después de que su amiga Carmen regrese a Buenos Aires tras realizar la misma, vuelva a reincidir sobre muchas de las premisas narrativas y visuales de Piñeiro: casualmente, la película se abre con un largo plano muy parecido al de su anterior película, observando un partido de fútbol desde un edificio. Pero más allá de estos pequeños detalles, lo que encontramos es un paso más en la complejidad de su narrativa y el refinamiento de sus formas. Y puede que esto último haga que, pese a contener un engranaje mucho más enrevesado (la cinta está construida a base de saltos temporales entre las dos ciudades), no pierda ni un ápice de sencillez y se disfrute de un modo tan orgánico como toda su anterior filmografía. Piñeiro hace fácil lo que se antoja difícil y utiliza esta estructura para imprimir un ritmo acompasado y siempre en movimiento a su historia.

    El cine de Piñeiro es un juego constante. Al director le gusta entretenerse con una situación, divagar con un personaje, detenerse en un instante… su mirada curiosa nos presenta un espacio donde cualquier dirección es posible, donde la vida puede cambiar de manera liviana con una pequeña decisión. En este caso, nos presenta al personaje de Camila (brillante y fresca Agustina Muñoz) para acompañarla en su tránsito por cosas que en otros ojos podrían parecer importantes, pero que en su piel se convierten en ligeros pasatiempos, en parte de la experiencia de vivir con una libertad y felicidad contagiosa. Es la misma libertad que se toma Piñeiro como director para decorar su estilo de pequeños divertimentos (extractos de Sueño de una noche de verano, una película que se cuela a medio metraje, una manera de dirigir los diálogos teatral y casi recitada…) que redondean una puesta en escena donde lo importante es disfrutar, relajarse y convertir cualquier brizna de drama en una excusa para librarse de toda atadura y seguir volando, seguir jugando.

    Días color naranja | ★★★★★
    Pablo Llorca, España 2016 | Sección Direccions.

    14 de abril de 2010. El volcán islandés Eyjafjallajökull entra en erupción. Una enorme nube de ceniza cubre el cielo europeo, lo que provoca el cierre del espacio aéreo y la cancelación de miles de vuelos durante los días siguientes. Europa se paraliza. Durante toda la semana las noticias no hablan de otra cosa: pérdidas millonarias para las aerolíneas, pasajeros sin poder llegar a sus destinos, cancelación de vacaciones… Pero, ¿realmente todo se detiene? ¿Realmente la vida no se abre paso entre toda esta falsa tragedia? Con ecos de Linklater y cierta semejanza temática y estilística al cine de Jonás Trueba, Pablo Llorca, un cineasta que lleva años proponiendo nuevas miradas desde los márgenes de nuestra cinematografía, construye una road movie sencilla de redescubrimiento a través de los paisajes del viejo continente.

    Con Europa paralizada, el joven artista Álvaro debe buscar rutas alternativas para volver a Madrid desde Atenas. Sin poder recurrir al avión, sus opciones pasan por medios de transporte mucho más «humanos». Es decir, formas de desplazamiento donde somos más conscientes del movimiento y del desplazamiento espacial. Trayectos que permiten el encuentro fortuito con otras personas donde afloran diálogos y emociones, donde se puede volver a sentir. Así, Álvaro conoce a un grupo de estudiantes en pleno Interrail. Con una de ellas, una joven sueca que habla perfectamente español, establece una relación especial: ambos comparten lectura, Los papeles póstumos del Club Pickwick, y poco a poco van descubriéndose a sí mismos mientras recorren los lugares de una Europa en descomposición; una Europa de fábricas abandonadas, de teatros cerrados y en el olvido; una Europa que parece haber querido volar tan alto y tan rápido que se ha olvidado de lo verdaderamente importante. La sombra de la crisis y de la vorágine de nuestros tiempos se hace evidente en todo lo que les rodea, mientras ellos están dispuestos a exprimir cada segundo del viaje que emprenden juntos. Días color naranja es un viaje hacia la sencillez a diversos niveles. En primer lugar, hacia la conciencia humana del espacio y del tiempo, evidenciado, como apuntábamos, en el uso de cierto tipo de medios transporte (primero viajan en tren, luego en bus y, finalmente, Álvaro deberá aprender a montar en bicicleta para realizar una parte del camino). Pero también encontramos un viaje de crecimiento, del paso a la madurez a través del encuentro de un amor alejado de sentimentalismos y clichés románticos, donde los roles impuestos por la sociedad se desvanecen para encontrar a dos personas que aprenden la una de la otra. En último lugar, Llorca se desprende de cualquier prerrequisito técnico para rodar en libertad, porque al fin y al cabo lo que importa es que la imagen sirva como testigo del encuentro, no como un artefacto de representación más preocupado por su propia existencia. Y es ese compromiso con la simplicidad el que explica la manera de concluir el viaje. Al final, la nube se diluye, el camino llega a su fin, y hay que regresar a la realidad. Así, tomando como referente las palabras de Dickens, los jóvenes amantes se despiden con la certeza de que lo vivido es ya un recuerdo: «Despidámonos de nuestro viejo amigo en uno de esos momentos de pura felicidad, que, buscándolos bien, siempre habremos de hallar para que vengan a alegrar nuestro vivir transitorio.» Una película preciosa, llena de matices, de miradas, de vida. Una película a la que regresar una y otra vez y que, en su humildad, nos debería hacer reflexionar sobre el estado actual de cierto cine obsesionado por las formas.

    Europa | ★★
    Miguel Ángel Pérez Blanco, España 2017 | Sección Talents.

    Una fiesta que termina y otra que empieza. El fin de la celebración de la entrada en el año 2018 y la búsqueda de una rave para celebrar el inminente estreno del milenio, a pocos minutos de que empiece el año 2000. Dos parejas que se buscan y se tocan. Dos espacios, dos momentos… ¿o uno solo? Miguel Ángel Pérez Blanco nos propone en su primer largometraje un trance alucinado e hipnótico a través de dos realidades temporales separadas por 18 años pero que en imágenes se convierten en un continuum. Esta especie de fiesta distópica que parece haberse alargado durante todo ese tiempo sin que apenas haya cambiado o variado nada se establece como una potente metáfora de nuestro continente. No hay otra referencia a Europa más allá del título. Blanco construye una experiencia fílmica donde el presente se entiende a través de la extensión sin límites de un pasado y un futuro no demasiado lejano. Y en esa construcción, la pareja protagonista vive asediada por un continuo fuera de campo donde parece habitar una realidad paralela. La atmósfera, creada a partir de un sonido incesante (como la lejana reverberación de la música electrónica de una fiesta), las luces de neón en medio del bosque y la inevitable oscuridad de la noche subrayan esa concepción de un espacio hostil que parece haber entrado en bucle.

    Europa pertenece a ese tipo de cine que apela al espectador de manera directa. Blanco necesita de la predisposición del público a abrirse y adentrarse en el viaje que propone. Se trata de una película que debe sugerir en el momento del visionado y que su reflexión posterior debe apuntar siempre al estado de ánimo en ese instante, al choque emocional y sensorial que nos provocan sus imágenes. Blanco pone a dialogar atmósferas, diálogos, ideas y conceptos que deben traspasar la pantalla y llegar hasta cada butaca. Pero el ejercicio como espectadores debe ser activo. Y ahí surge la paradoja en la que se encuentra el que escribe estas líneas. Desde un análisis frío y distante, Europa es una propuesta interesante y calculada, muy trabajada para lograr poner en imágenes una potente metáfora. Sin embargo, pensada in situ, puede que por ese exceso de cálculo tan evidente, resulte una película críptica, hermética hasta el punto de rechazarte como espectador.
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