Todo lo que tengo lo llevo conmigo
crítica ★★★★ de El otro lado de la esperanza (Toivon tuolla puolen, Aki Kaurismäki, Finlandia, 2017).
El talentosísimo Italo Svevo presentaba La conciencia de Zeno (1923) —una de aquellas denominadas obras “de culto”, que es lo mismo que decir “obras elogiadas en el momento equivocado y en el lugar equivocado”— como una suerte de slapstick literario; ficción autobiográfica de gran efectismo que se burlaba del psicoanálisis y la vida burguesa para ocultar una introspección en la soledad del Hombre Moderno, capaz de industrializarlo todo, incluida la ultraviolencia de la Gran Guerra. De entre las distintas situaciones de gracioso patetismo vividas por el payaso triste Zeno Cosini, el mejor ejemplo de este ejercicio de doble registro quizás sea —por detrás, claro está, la célebre pedida de mano a cuatro hermanas de la misma familia, siendo aceptado in extremis por la última— el episodio en que, compungido, dirige el carruaje hacia el funeral de su amigo Guido, pero yerra el destino al equivocarse de cementerio, fracturando así la solemnidad con la carcajada; una hilaridad culpable que deja un poso de melancolía. Ya hemos hablado con anterioridad sobre la cualidad reflectante del humor, prodigado en exceso en la cinematografía en sus diversas vertientes: el chiste como reclamo fácil; el chiste como fast food; el chiste como coartada estética; el chiste como consecuencia ética. Podemos afirmar que el cineasta Aki Kaurismäki conoce muy bien esta herramienta, que recoge el testigo de obras como la del mencionado Svevo, entre muchas otras, artísticas, en general, para construir una personalísima identidad, definida en ocasiones, y con cierto desatino, como …ese tan humor nórdico, cuando no se tiene interés en observar más detenidamente.
El maestro finlandés ha consolidado a lo largo de los años la instrumentalización de un cinismo disfrazado de inocencia con la única intención de otorgar algo de gloria a los oprimidos, a los habitantes de la periferia institucional y socioeconómica. Vale la pena recordar que su ópera prima, nada más y nada menos que una adaptación libre de Crimen y castigo, de Dostoievski, suponía la lectura a viva voz de un manifiesto implícito, pues, en términos generales, aquella justicia social perseguida por el atribulado Raskólnikov es la misma que le es negada sistemáticamente a todos y cada uno de los outsiders de su filmografía. Por lo tanto, aquel pequeño sector de la prensa especializada que recibió con tedio —“otra más sobre refugiados”— la proyección de El otro lado de la esperanza (2017) en la pasada Berlinale, culpando al propio festival por una temática a su juicio poco interesante, olvida por completo o no conoce el leitmotiv del director. Hace más de un lustro, Kaurismäki posaba en la croisette con la frente bien alta, gracias al justo reconocimiento hacia su Le Havre (2011), filme que levantó un inusitado entusiasmo, encabezando varias listas de lo más destacable de la década. Quien suscribe estas letras quiere sospechar que, más allá de una mera coincidencia, esto responde menos a un refinamiento técnico del director que a una progresión de su status dentro del panorama internacional. Conviene no olvidar que esta coherencia artística está indisolublemente asociada al concepto en sí mismo de su trabajo como ejercicio de continuidad. Si, con respecto al aspecto formal nos encontramos con el curioso fenómeno de su horizontalidad temporal —en términos menos alambicados: cada una parece haber sido rodada en el mismo año o en un periodo cercano—, en la parte ética el proceso es indudablemente el mismo: una constante aproximación, como afirmamos un poco más arriba, hacia los seres más débiles de la cadena de voracidad capitalista, no como modelo económico per se, sino como Zeitgeist —que dirían los alemanes—; un entorno en el que conviven dos categorías de ser humano, una subyugada en pos del provecho y beneficio de la otra. ¿Dónde encaja entonces su nueva propuesta? La respuesta ya la sabrá el lector.
«El otro lado de la esperanza es una contienda asimétrica entre la doble moral de un sistema y la acción individual del heroísmo anónimo; una historia donde la ínfima dosis de comedia enmascara el drama de la indefensión del exilio».
Como sucede a menudo en las demás expresiones artísticas, la intencionalidad del autor tiende hacia la inmortalidad; en otras palabras, hacia generar a partir de la obra un sistema que le sobreviva, un conjunto que perdure por los siglos de los siglos. El Cine es demasiado joven como para ofrecer un ejemplo a la altura de la ambición de sus representantes. Quizás dentro de algún tiempo nuestros descendientes lleguen a escuchar o popularizar conceptos tales como “Color Kaurismäki”. Por lo pronto, no podemos pasar inadvertidos ante los ligeros cambios que se observan en El otro lado de la esperanza, entendidos como diminutas incorporaciones al universo del autor. Encontramos los decadentes paisajes urbanos, los interiores de tonos pastel y ese aire tan anacrónico. La mano del director de fotografía habitual Timo Salminen —a quien le debemos tanta admiración como al propio Kaurismäki— deliberadamente rueda, como en el pasado, en 35mm. La narrativa incide, sin embargo, en una fractura de esta atemporalidad. Si, por una parte, la apertura del filme muestra a Wikström (Sakari Kousmanen) un hombre, en lo que parece una crisis del crepúsculo vital, que abandona su profesión y a su mujer para comprarse un restaurante, el segundo protagonista resulta menos predecible. Khaled (Sherwan Haji) emerge con cierta torpeza del montón de carbón de un barco carguero que atraca en Helsinki. Ha huido de Siria tras un inenarrable tormento y busca desesperadamente a su hermana. Naturalmente, estos dos vectores convergen, pero con calma, sin atisbo de urgencia en el desarrollo de los acontecimientos. El cineasta se toma su tiempo para configurar a unos personajes muy humanos, renunciando parcialmente a su propio modus operandi. He aquí otra de las ligeras diferencias que potencian la intensidad de la propuesta: a pesar de la presencia del conocido y muy particular conjunto de rasgos interpretativos de los actores, elemento que generalmente ofrece graves complicaciones a un análisis canónico cualitativo —a saber: un maniqueísmo deliberado, una renuncia expresa a la emotividad, el histrionismo, así como una rigidez física y un mutismo apreciables—, el personaje de Khaled se desenvuelve con una conducta espontánea y rabiosamente real, causando, más que un contraste, una declaración de brutal honestidad; una pérdida de control ante la irrupción del puro Horror en una Finlandia racista y egocéntrica, acostumbrada a la indiferencia.
Porque lo que Kaurismäki demuestra en esta fábula es un deseo expreso de apuntar con el dedo hacia la hipocresía de un Estado del Bienestar con el mínimo compromiso social para aprobar la regulación europea y obtener una tranquilidad de conciencia colectiva. Este protagonista sufre injusticias similares a las del de Le havre e incluso al Jean-Pierre Léaud de Contraté a un asesino a sueldo (1990). Luego no existe, por lo tanto, modo alguno de desvincular El otro lado de la esperanza con las inquietudes ideológicas del director; pero tampoco de una preocupación actual por el estado de las cosas. El adusto Wikström tiende su mano a Khaled y abre las puertas de su restaurante, donde conviven tres estrambóticos personajes —los dos camareros y el cocinero—, dignos de haber sido paridos en La conjura de los necios, de Kennedy Toole, que propician una serie de situaciones de absurdo contraste con los elementos abyectos, el desgarrador testimonio, el centro de detención, la violencia racista. La culpa emerge bajo la inocente risa, dado que es imposible obviar el drama subrepticio. Un elegiaco plano final que apela a la épica de lo cotidiano completa este ejercicio de construcción de una cosmología paralela, de un universo persistente que se rige bajo sus propias normas y, sin embargo, reivindica sin impostada solemnidad una mirada urgente hacia el estado de las cosas en la geopolítica actual. El otro lado de la esperanza es una contienda asimétrica entre la doble moral de un sistema y la acción individual del heroísmo anónimo; una historia donde la ínfima dosis de comedia enmascara el drama de la indefensión del exilio. Quizás a un pequeño sector de la prensa especializada esta le parezca “otra más sobre refugiados”. Quien firma este artículo sospecha que no hay nada más universal, nada más ecuménico que el dolor. | ★★★★ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 67ª Berlinale
Ficha técnica
Finlandia, Alemania, 2017. Título original: Toivon tuolla puolen. Dirección: Aki Kaurismäki. Guión: Aki Kaurismäki. Fotografía: Timo Salminen. Música: Tero Malmberg. Duración: 98 minutos. Productora: Sputnik / ZDF / Oy Bufo Ab / Pandora Film Verleih / Suomen Elokuvasäätiö / Suomi 100 vuotta. Montaje: Samu Heikkilä. Diseño de producción: Markku Pätilä. Diseño de vestuario: Tiina Kaukanen. Intérpretes:Sherwan Haji, Sakari Kuosmanen, Tommi Korpela, Janne Hyytiäinen, Putti Valtonen, Nppu Koivu, Ilkka Koivula, Simon Al-Bazoon. Presentación Oficial: Berlin Film Festival, 2017.