Shit just got real
crítica ★★★★ de Hunt for the Wilderpeople (Taika Waititi, Nueva Zelanda, 2016).
Dos años después de sacudir los cimientos de la cinematografía neozelandesa y lograr que los aficionados al cine de autor derribaran, a golpe de carcajada, la mediocre obviedad donde se sustentaba, hasta entonces, el formulismo del humor absurdo con su inteligentemente disparatada Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, 2014), Taika Waititi regresa, ya asentado en su rol de influyente director de cine independiente, a la cartelera mundial con su trabajo: Hunt for the Wilderpeople. En esta ocasión, el realizador se aparta de la paródica caricaturización vampírica de la sociedad que con tanto acierto llevó a cabo en su falso documental y, en su lugar, se abona a la comedia familiar de aventuras que, siguiendo con un estilo muy personal fundamentado en la hiperbolización de las relaciones y las acciones entre personajes, demuestra que la comedia disparatada todavía está viva y, lo que es más sorprendente, consigue ampliar sus fronteras conceptuales hasta un nivel de romanticismo y sentimentalismo único que viene avalado por la fabulosa conexión entre la pareja protagonista. Hec y Ricky se convierten, por una serie de catastróficas coincidencias, en dos fugitivos que tratan de vivir en la selvática Nueva Zelanda hasta que las autoridades desistan de seguir con su búsqueda y puedan regresar a la “civilización” o, al menos, a ese cobertizo de campo que la representa, rodeados de sus cerdos, sus vacas y sus gallinas.
Parece que la soledad y la incomunicación rural que provee el inmenso paisaje bucólico neozelandés no es el escenario más adecuado para la educación de un adolescente que pronto tendrá que enfrentarse a la voracidad del mundo adulto. Entonces aparece el extraordinario Ricky Baker, convertido de manera inmediata en toda una leyenda de la cultura “meme” y la iconoclastia posmoderna, y comprendemos que esa incomunicación es precisamente lo único que puede salvar a una figura tan controvertida y contradictoria como la del joven. Ricky es la viva imagen del pícaro lazarillesco, con la inevitable evolución idiosincrática propia de la exposición a la revolución tecnológica del siglo XXI. Obsesionado con Tupac, a quien venera con devota fidelidad por considerarlo su consejero espiritual, su mejor amigo y casi su único modelo de referencia, Baker busca la construcción de su identidad en función de los mismos principios que hicieron inmortal la leyenda del notorio rapero californiano “I didn’t choose the Thug Life, the Thug Life chose me”. Con una personalidad tan corrompida y deficientemente corregida mediante la brutalidad burocrática asumible de los correccionales para menores, nuestro héroe encuentra por fin un refugio en el que protegerse frente a esa perniciosa sociedad prejuiciosa, que le ha dado la espalda una y otra vez, en Bella, la mujer de Hec, que con total convicción y denodada ilusión ha decidido adoptar al muchacho y ofrecerle un porvenir lleno de cariño y comprensión en un entorno que no podría representar mejor aquello que más ansía el protagonista: la libertad.
«Ricky Baker, el héroe, nos atrapa sin remedio y nos convierte en marionetas empáticas seducidas por el embrujo de los haikus capaces de recoger toda la sabiduría y la imperturbable perspectiva de un niño en 17 sílabas de pura comicidad y emoción contenida».
Por desgracia, en el preciso momento que Ricky comenzaba a acostumbrarse y a aceptar con esperanza su reciente cambio residencial, rodeado de la acogedora y rústica comodidad, con sus pequeñas fugas nocturnas y su “hottie” (bolsa de agua caliente para las frías noches agrestes), los acontecimientos que mencionábamos al comienzo le obligarán a iniciar una temeraria etapa de supervivencia a la intemperie con un compañero que nunca había mostrado mucho afecto hacia él: Hec. La fase de persecución de la pareja protagonista es abordada, siempre desde el humor más histriónico, como un viaje iniciático de descubrimiento personal y semifraternal que obligará a ambos prófugos a entenderse mutuamente hasta que consigan apreciar la belleza interior de su camarada. En ese momento Ricky, entusiasmado de poder aceptar por fin el espíritu de su adorado Tupac, y contagiado de su nueva y fantástica vida de gángster, completa su etapa de compromiso y confianza hacia su tío sustitutivo por medio de la metafórica visión que compone en su mente donde ambos forman parte del entramado criminal de su ídolo, en el que tendrán que luchar por salir adelante sin más ayuda de la que puedan encontrar entre la vastedad de recursos que la sabia naturaleza ha puesto a su disposición. Pero no sólo Ricky abrazará esta inédita disposición de camaradería, el propio Héctor, pese a sus reticencias y a la aspereza de su personalidad, incapaz de verbalizar su afinidad hacia el adolescente, evidenciará claros síntomas de crecimiento espiritual y de cariño familiar. Esto será, como era de esperar, ridiculizado y llevado hasta un escenario de malinterpretación y pederastia para seguir añadiendo más cargos e hilaridad a la frenética persecución comandada por una indolente agente del servicio de menores, caracterizada por una frialdad temperamental propia de una auténtica villana de novela, infalible por su meticulosidad y asombrosa capacidad de rastreo. Hunt for the Wilderpeople habla de romanticismo, de respeto, de aceptación y de lealtad, sin embargo, la película de Waititi se vuelve excelente, no ya por el acertadísimo humor inherente a su narración, sino por la construcción de uno de los personajes más maravillosos que nos ha regalado el cine moderno: Ricky Baker. Sobre su figura se recorta el pesimismo, el desencanto y la frustración de la infancia interrumpida a consecuencia de una familia desestructurada y de una sociedad que se desentiende del perjudicado. Sin embargo, el carismático personaje no permite que el dramatismo de su situación nos afecte hasta el punto del abatimiento emocional, sino que con sus bailes, con su ingenua interpretación de la vida, con sus adorables ademanes y su incontrolable oratoria políticamente incorrecta pero siempre estructurada con esmero en esos tercerillos con los que dispara sentimientos de manera improvisada, el héroe nos atrapa sin remedio y nos convierte en marionetas empáticas seducidas por el embrujo de los haikus capaces de recoger toda la sabiduría y la imperturbable perspectiva de un niño en 17 sílabas de pura comicidad y emoción contenida. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Nueva Zelanda, 2016. Título original: Hunt for the Wilderpeople. Director: Taika Waititi. Guion: Barry Crump, Taika Waititi. Duración: 93 minutos. Fotografía: Lachlan Milne. Música: Lukasz Pawel Buda, Samuel Scott, Conrad Wedde. Productora: Piki Films / Defender Films / Curious Film. Edición: Tom Eagles, Yana Gorskaya, Luke Haigh. Diseño de vestuario: Kristin Seth. Diseño de producción: Neville Stevenson. Intérpretes: Sam Neill, Julian Dennison, Rachel House, Rima Te Wiata, Oscar Kightley, Rhys Darby, Cohen Holloway, Mike Minogue, Stan Walker. Presentación oficial: Festival de cine de Sundance, 2016. PÓSTER.