Play the guitar, play the beginning
Crónica de la segunda jornada de la 67ª edición del Festival de Berlín.
Pocos eventos cinematográficos tienen la relevancia de la Berlinale. Un calificativo que corrobora su potente mercado, marcado en rojo por productoras y distribuidoras paras las primeras ventas/cazas del curso. Por la capital teutona desfila el catálogo 2017, con todo lo ya exhibido en Sundance y un anticipo de lo que lucirá en Cannes. El Palast, centro neurálgico del certamen, bombea sin parar a acreditados por industria y prensa, que aguardan un rápido instante para una aseveración que ratifique o niegue sus sospechas. Y rápido, decimos, porque el frío en Berlín es un asunto casi físico; un invitado más, y de auténtica excepción. El contraste en las arterias de la ciudad llega intramuros, con una temperatura más propia del estío. Por suerte, toda la muchedumbre que acude a ese abrazo calorífico está bien regulado por una organización intachable. Esta, junto a un ambiente acogedor y unas instalaciones enmarcadas en el centro cultural capitalino, es la gran baza. Y, gracias a ello, ser considerado uno de los grandes festivales del mundo sin tener demasiado en cuenta el nivel de su cine –al menos en los últimos años. Redundar en la minimización de celebraciones como esta con respecto a su rival gala sería un subrayado innecesario. Mientras el mentado market vive una ebullición continua, el cine programado pasa de puntillas en cuanto a acogida. Es el precio de ser el primero en la fila. Los pesos pesados se reservan para el final del semestre o la segunda parte del año. Ya avisaba su line up: una competición con varios atractivos pero sin el gancho como para que el universo cinéfilo ponga el freno de mano. La apertura, Django, debut de Étienne Comar, confirmó las sospechas; esta segunda jornada no ha hecho más que recalcar que las sorpresas serán mínimas. En el máximo apartado, dos propuestas: una húngara, On body and soul, un romántico con elementos cuasi mágicos que recuerda a la reciente Langosta de Yorgos Lanthimos; y una estadounidense, The dinner, nueva representación (casi dramatúrgica) de la incomunicación social occidental articulada sobre la excelente interpretación de John Coogan. Dejando a un lado la lucha por el Oso de Oro, pasaron por nuestras retinas tres filmes de diferente pelaje: fuera de concurso, un acto de nostalgia: Trainspotting 2; repetición de fórmula y una paramnesia reconfortante por un lado; la constatación de la parálisis del cine de Boyle por otro. En Forum, un excelente observacional, El mar, la mar, retrato simbólico del drama de la migración mexicana hacia ese paraíso profetizado; y la vuelta de Alex Ross Perry con Golden exists, que no aporta nada nuevo a su filmografía pero deja un buen sabor de boca gracias a diálogos inspirados para auditar, de nuevo, a la clase media neoyorquina. Como pueden apreciar, un poco de todo y un poco de nada. La excusa perfecta para disfrutar del Berlín disoluto… si la versión febril de Celsius lo permite. (EL)
ON BODY AND SOUL
Testről és lélekről, Ildikó Enyedi, Hungría / COMPETICIÓN.
por Luis Enrique Forero Varela.
La exploración más allá de las fronteras de lo ortodoxo es un acto provocador. Muy a pesar del valor que requiere crear una obra como imitación de la vida cotidiana, lo cierto es que la introducción de un elemento anómalo en el sistema siempre resulta más satisfactorio para el conjunto general. Será acaso por la fascinación inconfesable que provoca la locura, en cuyos retratos suelen percibirse tanto las motivaciones más triviales —principalmente la curiosidad, el morbo— como una serie de inquietudes casi de carácter mesiánico. El límite es tan ambiguo como la voluntad de interpretación. De cualquier forma, la excentricidad genera una transgresión implícita. Es debido a esto que el amour fou del cine no funciona sin un elemento ajeno, un comportamiento que cause cierta aversión o desconfianza. On body and soul, particular interpretación de este concepto, adquiere forma progresivamente a partir irrupción de Mária como analista de calidad de la carne producida en un matadero, lo cual remueve una cotidianidad preestablecida. La tensión generada en un espacio de brutalidad mecanizada se presenta mediante el comportamiento del personaje interpretado de manera sobresaliente por Alexandra Borbély, incapaz de establecer contacto físico alguno, desconocedora de los más básicos principios del lenguaje no verbal y, empero, poseedora de una capacidad analítica ajena al factor humano. Sus carencias para la comunicación básica son interpretadas como proféticas por parte del director Endre (Géza Morcsányi), anacoreta exiliado lejos de la normativa de las relaciones sociales e interpersonales. La directora húngara Ildikó Enyedi ejecuta un acercamiento logrado a la psicopatología de Mária, partiendo de un suceso tangencial que inmediatamente pierde importancia. Los personajes que rodean a los protagonistas, a pesar de su densidad estructural, no ocultan la función de atrezo para la línea argumental, lo cual resta un resultado más afinado a la totalidad del filme. La simbología, eso sí, está construida con atención desde el primer plano, como parte de un entorno onírico de simbología simple pero útil, en el que ambos outsiders proyectan dos sensibilidades sincronizadas. Los sentidos de la vista y especialmente del tacto juegan un papel esencial en On body and soul, pues a través de estos se traza el paralelismo entre una violencia normalizada —entendida esta como el conjunto de operadores en las relaciones interpersonales— y una enorme dificultad psicológica para comprenderla, para difuminar los límites individuales y aceptar la afectividad como el abandono o la reconfiguración de la rutina. Este filme, no exento de puntuales y efectistas momentos de una hilaridad desconcertante, no esconde una profunda preocupación por la soledad como enfermedad. La torpeza en la actitud de ambos protagonistas revela el sentimiento amoroso como una necesidad gregaria, una pequeña resistencia a ese mal endémico tan popularizado en los tiempos que corren. (77/100)
THE DINNER
Oren Moverman, Estados Unidos / COMPETICIÓN.
por Víctor Blanes Picó.
Oren Moverman no es un recién llegado al Berlinale Palast. En 2009, con su ópera prima The Messenger, consiguió llevarse el Oso de Plata al mejor guion. Ahora vuelve a competir con una adaptación de la novela homónima de Herman Koch (que, curiosamente, ya ha tenido dos traslaciones recientes: Het Diner, del director holandés Menno Meyjes se pudo ver en 2013 en el Festival de Toronto y un año después el director italiano Ivano de Mateo presentó en el festival de Venecia I nostri ragazzi). La trama gira en torno a los hermanos Lohman (en este caso interpretados por Richard Gere y Steve Coogan), quienes se reúnen una noche con sus respectivas parejas (Rebecca Hall y Laura Linney) para tratar de solucionar un desgraciado incidente protagonizado por sus hijos. La película, sin embargo, empieza jugando al gato y al ratón. Durante sus primeros instantes no se sabe muy bien sí estamos ante una comedia un tanto oscura liderada por el personaje de Coogan o ante un drama familiar con un regusto a telefilme. La narración va avanzando en forma de flashbacks para explicar la tensa relación entre ambas familias (totalmente fallido el intento de relacionar las creencias de sus personajes con la historia americana y el retrato que propone de la enfermedad mental, así como las totalmente anticlimáticas escenas en las que los camareros interrumpen la cena) hasta poner todas las cartas sobre la mesa y convertirse inesperadamente en una revisión de Un Dios salvaje, de Yasmine Reza. Este ir y venir de registros se nota, sobre todo, en la irregular interpretación del elenco protagonista. En sus filmes, Moverman dibuja personajes a punto de rendirse, al borde de su propio abandono. En esa desesperación por encontrar un relato que sorprenda y ponga a los protagonistas contra las cuerdas, el director israelí acaba perdiendo el sentido de unidad narrativa en pos de un hermetismo que sustente los giros, cambios y sorpresas que se empeña en incluir. Bien es cierto que no se le puede objetar un esfuerzo por proponer un planteamiento distinto y variado, buscando distintas causas, relaciones y efectos, indagando, sobre todo en la parte final, en los valores y los intereses de cada uno de los involucrados una vez que logran quitarse las máscaras. Empero, al final el resultado es el que es. Si The Dinner no se sostiene ni siquiera aislando sus partes, imagínense cuando se ponen todas en conjunto. (40/100)
TRAINSPOTTING 2
Danny Boyle, Reino Unido / FUERA DE COMPETICIÓN.
por Luis Enrique Forero Varela.
La vida era esto: comprobar cómo la experiencia de la vejez, parafraseando —mal— a Oscar Wilde, no es más que la simple suma de los errores cometidos, la acumulación de un tropiezo tras otro, tras otro, tras otro. Y así sucesivamente, hasta el momento en el que nos encontramos arrinconados por la angustia en el pecho y el ataque de ansiedad nocturno. Todo encaja en el peor de los futuros posibles que un Yo más joven habría podido prever, aun en semejantes condiciones. ¿Qué es lo restante, llegados a este punto? La línea recta, unidireccional. La búsqueda de un consuelo senil, una meta discretísima con las pocas expectativas que flotan aún en el entorno de lo real. El devenir de las últimas década del XX, la caída del Telón de Acero y la posibilidad de superar a las privaciones de la generación precedente —y confirmar las esperanzas en mayo del 68— provocaron euforia hedonista en una juventud ansiosa de llegar al librepensamiento ajeno a los estragos de la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría y sus entresijos, la Guerra de las Malvinas, el fin de las utopías. Aquel entorno de experimentación límite, como evento sociológico y cultural, produjo, de entre muchos otros y variados ejemplos, el punk, el realismo sucio, el tecno, las drogas de diseño. Como buen aglutinante social, la Literatura aportó al filo del cambio de siglo una novela rabiosamente contemporánea, extremadamente pop; descrita como “obscena” y “soez” por la crítica ortodoxa, probablemente ajena a la devastación del VIH y la heroína a lo largo y ancho del Globo. La consolidación de Trainspotting (1993) como fenómeno masivo vino de la mano de la rápida transferencia a la imagen en movimiento. Danny Boyle filmó en 1996 un clásico moderno —a pesar del oxímoron—, gracias a la mano original de Irvine Welsh y la estupenda adaptación a guión de John Hodge, que cautivó por completo a la denominada Generación X, al nihilismo finisecular, a los enemigos de la clase media, a los estudiantes de Cine y los lectores de Historias del Kronen por igual. Debido a esto, la decisión de rodar una secuela veinte años después, basada en una secuela literaria hecha diez años después, resulta, como mínimo, provocadora. ¿Qué intención se ocultaba bajo la manga el director? ¿Acaso puede repetirse un evento semejante? La respuesta se encuentra precisamente dentro de T2: Trainspotting y sus profundas y deliberadas diferencias con la materia en la que se inspira. Veinte años de distancia significan un salto abismal, teniendo en cuenta la velocidad con que muta el estado de las cosas. Lo es de igual manera en las vidas de los cuatro antológicos personajes: Simon Sick Boy, Renton Spud y Francis. Jonny Lee Miller, Ewan McGregor, Ewen Bremner y Robert Carlyle retoman las que probablemente hayan sido sus mejores interpretaciones. Y su aparición en pantalla lleva al espectador a pensar directamente en una propuesta tan alejada de esta como la trilogía Before… del maestro Linklater. Ambos ejercicios presentan una película con imágenes en movimiento y otra, más sutil, fabricada a partir de la ausencia, del vacío transcurrido entre una y otra. El retorno de un prófugo Renton a su hogar no esconde la terrible constatación del fracaso personal y colectivo. La vida era esto; y el único lugar de confort es la nostalgia. “Eres un turista en tu propia juventud”, le espeta el cínico Sick Boy. Y es precisamente aquí donde reside lo maravilloso de T2: su considerable alejamiento del hilo narrativo previsto por Welsh —quien, por cierto, aprueba y bendice el filme, implícitamente, mediante una breve aparición— en favor de conectar directamente con cada uno de los elementos de la obra del 96. De este modo, la progresión es perfectamente natural hacia un tono más reflexivo y melancólico, sin perder un ápice de interreferencialidad ni aquel humor escatológico. Son estos vasos comunicantes los que inyectan inclusive más nostalgia, directamente hacia el espectador. Aquella película-interregno entre 1996 y 2017 la protagonizamos también cada uno de nosotros. Y tras la decepción de comprobar lo que ocurrió desde la fuga de Renton, se confirman nuestros peores temores, pues aquí está también nuestra propia incertidumbre, la gentrificación, la proyección adulterada de la imagen pública, el desempleo pasados los 40, el miedo a las previsiones distópicas de Asimov y la desconfianza en la Posmodernidad, aquello de lo que todos hablan y nadie entiende. La única salida ante la adicción no es su suprimirla —imposible—, sino sustituir el objeto por uno menos destructivo, mejor aceptado socialmente, más popular. Detrás del aplauso ante este gran ejercicio audiovisual que, todo hay que decirlo, es un homenaje de Danny Boyle a sí mismo —y esto lo podrá interpretar el lector según su nivel de afinidad hacia el director británico—, se encuentra un abismo de profunda incertidumbre existencial. “Choose life”. (85/100)
EL MAR, LA MAR
Joshua Bonnetta, J.P. Sniadecki, Estados Unidos / FORUM.
por Víctor Blanes Picó.
Resulta paradójico, así de entrada, que una película centrada en el desierto de Sonora, frontera geográfica y política entre México y Estados Unidos, recurra en su título a la ambivalencia de género lingüístico de la palabra mar. Cierto, hay poca agua en el trecho de tierra que une ambos países, pero su extensión se parece a la de un mar; un mar cuyas olas de inmigrantes han ido dejando atrás ropa, huellas, zapatos… y cuerpos. Un mar de muerte plagado de restos de vida esparcidos y olvidados. Joshua Bonnetta y J. P. Sniadecki trazan un mapa visual y sonoro de esta tierra de paso que tanta gente quiere atravesar, pero en la que nadie se quiere quedar. Los dos directores norteamericanos buscan las imágenes y las historias casi como un ejercicio de resistencia. Al igual que el viento borra rápidamente las huellas de los caminantes, haciendo imposible seguir su camino a los que vienen detrás, la memoria y la mirada parecen perderse ante la vastedad del paisaje. De este modo, en la corta primera parte de la cinta titulada Río, a modo de prólogo, la frontera aparece difusa, se nos escapa entre los árboles, es difícil intuirla por el trajín incesante del tren. La segunda, de título Costas y que abarca la mayor parte del metraje, compone una triste polifonía de imágenes e historias cuya melodía es un canto seco del que se desprenden pequeñas notas de lirismo. A modo de epílogo, Tormenta, la tercera, cierra la película con un poema mientras las nubes y la lluvia se ciernen sobre un paisaje gris en el que, a estas alturas, ya no queda esperanza alguna.
El mar la mar pertenece a ese tipo de documentales de observación cuyo visionado se debe vivir como una experiencia para el espectador. Su cuidado y certero uso del sonido, la imagen en 16 milímetros llena de imperfecciones, las historias contadas sobre fondo negro como si de imágenes en sí mismas se tratasen… pequeñas decisiones y detalles que consolidan una narrativa visual que no necesita apoyarse en ningún relato para conseguir trascender. Y entre imagen e imagen, se cuelan los que viven día a día la aridez de este paraje. De sus testimonios sin rostro se deduce, en ocasiones, una visión romántica del desierto («En el desierto, la noche es como el día. El cielo es un techo de luz, como un cuarto iluminado»); en otras, se adivina la peligrosidad de la travesía («Aquí todo intenta hacerte daño: los bichos, las serpientes, las plantas… todos han desarrollado su propio mecanismo de defensa); o la inmensa soledad como única compañera de viaje («El único sonido son tus pisadas y el ruido de tus cosas cuando te mueves»). Y, pese a todo, aunque cueste trabajo encontrarlo, también hay un pequeño espacio para la esperanza («¡Podrán cortar las flores, pero no detendrán la primavera!»). (82/100)
GOLDEN EXITS
Alex Ross Perry, Estados Unidos / FORUM.
por Luis Enrique Forero Varela.
El cine actual es reflejo de los tiempos en los que corremos, de preocupaciones y cosmogonías que parecen nuevas, recién descubiertas —o acaso ¿quién es capaz de desestimar su profundidad?—. Si observamos en tan repetidamente la soledad como fenómeno sociológico, el desencanto de la madurez, esto nos lleva a pensar en una retroalimentación entre el cineasta y el público, ambos ansiosos por explorar de la mano los peligros contemporáneos del estado del bienestar. El joven Alex Ross Perry (Queen of Earth) parece además muy interesado en centrarse en la familia como estructura básica sobre la que construir sus propuestas narrativas. Y en este caso, su regreso a la Berlinale revela una línea creativa establecida y consolidada. Golden exits es, pues, una obra continuista, en cierto sentido —sin ser esto un elemento nocivo—, e incluye una serie de marcas estéticas muy reconocibles por aquel sector de la crítica que la tachará como una “película Sundance”, un producto premeditado para su consumo por cierto sector de la población con un nivel sociocultural determinado. Estaríamos muy equivocados si cometiésemos el error de referirnos a ella como frívola. La pluralidad del cine como espejo de nosotros incluye también la posibilidad de realizar un retrato intimista de la clase media, blanca, culta y ligeramente frívola de Nueva York, claro que sí; la estabilidad de la que gozamos en estos días nos permite también una enorme capacidad autoanalítica. La nueva obra de Ross Perry gira alrededor del duelo tras la ausencia del padre, como detonante de una fuerte crisis existencial que azota las vidas de Alyssa (Chloë Sevigny) y Gwen (Mary Louise Parker). Nick, marido de Naomi (correcto Adam Horovitz), contrata como becaria de su proyecto artístico de archivo visual —una acumulación sistemática y ordenada de fotos, postales, cartas, los vestigios gráficos de nuestro paso por La Tierra— a una joven australiana (Emily Browning) cuya presencia revela errores del pasado en la estructura marital y la dinámica interna de la familia de Nick. En un juego de vías cruzadas, la asistente de Gwen refleja en su jefa, mayor, una angustia a medio camino entre admirativa y desesperada, por un futuro incierto, en caso de prescindir del modelo básico de relacionamiento afectivo; recurso que su hermana Sam (Lily Rabe) decidió tomar, a pesar de su relativa juventud. Cada uno de estos personajes manifiesta, mediante comportamientos contradictorios y diálogos de una profundidad insólita, su profundo miedo hacia lo que podría denominarse la madurez. La pérdida progresiva de motivación en favor de una vida predecible —como garantía de evitar la terrible soledad— saca a relucir las miserias cotidianas de unos seres constantemente azotados por el peso de sus decisiones. Bien es cierto que el peso dramático de la crisis versa sobre todo en las figuras femeninas, que sufren en silencio, los protagonistas masculinos (entre las que además destaca un contenido Jason Schwartzman) realzan una reflexión verbal menor, y encajan en la previsibilidad de los roles de género —posible defecto del guion—. Sea como fuere, Golden exits no deja de ser una pequeña y modesta observación hacia temas universales en espacios controlados. (65/100)