La ceniza oculta entre las uñas
crítica ★★★★ de Mánchester frente al mar (Manchester by the Sea, Kenneth Lonergan, Estados Unidos, 2016).
No hay nada más reconfortante para el espíritu que contemplar a un hombre hecho pedazos. Casi como observar el crepitar del fuego en la chimenea desde la comodidad de nuestro sofá, la tragedia ajena es, sin miedo a equivocarnos, probablemente el recurso, el tema más socorrido en toda la producción artística de la Historia Universal. La presencia del conflicto, de la tensión, es absolutamente indispensable en una composición pictórica, literaria, musical o de cualquier otra disciplina, y otorga al espectador/receptor la doble posibilidad de dejarse sorprender ante resolución quizás inesperada, ya en el límite de la catarsis —efectividad demostrada, por ejemplo, en las novelas bizantinas del siglo XVI—, o bien la siempre agradable opción de erigirse juez de los hechos perpetrados por los personajes, parapetado, eso sí, entre la tranquilidad de hallarse ante una mera representación de un evento traumático o violento, desde donde saborear esa confusa mezcla de empatía, morbo y curiosidad antropológica. Todos estos procesos, claro, pasan prácticamente desapercibidos cuando nos enfrentamos por vez primera a la Obra. Las dos o tres horas de duración de un filme nos ofrecen la inmersión suficiente para postergar algún tiempo prudencial las metarreflexiones pertinentes que, todo sea dicho, no llegan a ocurrírsele a todo el mundo. Y, en un entorno como el actual, saturado hasta el límite de contenidos snuff disfrazado de periodismo, pornografía informativa y cataclismos sociopolíticos de proporciones bíblicas, ¿dónde pueden tanto el espectador como el artista encontrar los elementos, la inspiración para la obra? Por muy obvio que quizás pudiese sonar, el camino más corto entre dos puntos no es en este caso una línea recta, sino más bien el trazado curvilíneo de las narrativas minúsculas: la cotidianidad. ¿Es acaso tan revelador afirmar que el secreto, de entre todas las herramientas de algunas de las mejores películas de la década —L’avenir (Mia Hansen-Løve), o Paterson (Jim Jarmusch)— radica en recorrer el camino inverso al de la espectacularidad operística? La maquinaria cinematográfica estadounidense arrastra la difícil ambigüedad ética de preocuparse con una mano por firmar hiperbólicos excesos superheróicos, mientras con la otra ofrece lo que a priori parecería una ristra de modestos caprichos más bien alejados de la búsqueda del espectador medio, donde los mismos actores cobran una fracción ridícula honorarios, casi a modo simbólico, para dotar al producto final de un halo artesanal. Lo curioso es que, muy al contrario de estas vagas estimaciones, el cine de dramas intimistas ha cobrado un protagonismo progresivo.
En este paisaje de búsqueda de la sorpresa mínima, sin un golpe de efecto copernicano, sin revelación final ni arquitectura macro, se inscribe el trabajo del estadounidense Kenneth Lonergan (Nueva York, 1962). Proveniente del exigente mundo del Teatro —trayectoria que optimizó su especial atención al aparato narrativo y le permitió escribir para Martin Scorsese (Gangs of New York, 2001)—, presentó a principios del presente siglo su debut cinematográfico You can count on me (2000), filme que no ocultaba una cierta proximidad a los mecanismos dramáticos de los telefilmes, aquellos diseñados para un entretenimiento fugaz. Sin embargo, ofrecía una apreciable diferencia: la atención por el factor humano; la habilidad de un guión propio para transmitir la emoción de una historia contigua, con la que cualquier espectador, independientemente de su formación intelectual, podría llegar a empatizar. Y es precisamente esta cercanía, este afán de conexión con el héroe y el mártir cotidiano, el elemento más reconocible en su más reciente obra, Mánchester frente al mar (2016). Aclamada en los cuatro puntos cardinales de la geografía norteamericana (el National Board of Review, el New York Film Critics Circle, Toronto Film Critics Association), dentro de una larga lista en la que destaca, ante el gran público, el Globo de Oro al Mejor Actor, se encuentra sobre esa ambigua línea que divide los proyectos personales y los productos con un target específico. Desde luego, es una película de autor, del mismo modo que lo era la ópera prima de Derek Cianfrance Blue valentine (2011), en cuanto a su capacidad de ofrecer una expresión de la sentimentalidad menos evidente, explorando el impacto de la tragedia y la rutina en la vida en un entorno de certezas y ambiciones modestas. Sin embargo, también está presente, sin renunciar a la propia ética, una ambición particular en alcanzar, mediante esta economía de espectacularidad, a un público más generalista, del mismo modo que opera el cine de Christopher Nolan. El objetivo aquí no es una selecta minoría, y esta franqueza de intencionalidad es un elemento más a favor del contenido discursivo.
«Un sobresaliente ejercicio narrativo que muestra sus credenciales sin ninguna falsa modestia; una lenta —en el mejor de los sentidos— y conmovedora descripción de entornos emocionales rabiosamente humanos, muy alejados del maniqueismo autocompasivo de un drama edulcorado».
Debido a esto, no resulta extraña la elección para el rol protagónico del hermano pequeño de los Affleck, Casey, quien no duda un segundo en llevar a cabo el siempre efectista —y provechoso— ejercicio que es renunciar al glamour y mancharse las botas, convertirse en hombre humilde, en working class hero. Nada que reprocharle, porque lo cierto es que el director ha elegido muy acertadamente a quién darle el papel de su vida. El silencioso Lee Chandler malvive como conserje entre dos edificios de clase media de Quincy, Massachusets. Limpia las vergüenzas de los baños de los propietarios sin esconder un sosegado desprecio bastante democrático hacia todo ser humano a su alrededor. Busca el encuentro violento en los bares con un evidente afán autodestructivo, sin aparente preocupación. He aquí el primer gran acierto del filme: la estructura, con un argumento in media res, utiliza el recurso de la analepsis no tanto por el deseo de ocultar la raíz del trauma hasta una conveniente catarsis narrativa, sino más bien buscando exhibir una virtud tan poco frecuente en el Cine como es la paciencia. No incita a complejas conjeturas; la noticia de la muerte de su hermano mayor Joe (un breve pero correcto Kyle Chandler) supone la presentación del conflicto, el mecanismo que lleva a cuestionar el porqué de la sospechosa vida mediocre de Lee, y el descubrimiento de algo un poco más dignificante, más mitológico, como es un tête à tête con un pasado tormentoso, con la pesada carga de la culpa. El regreso a la pequeña comunidad de Mánchester supone no solamente el (nuestro) descubrimiento progresivo y bien medido del origen de este destructivo comportamiento posterior; el proceso de transformación mediante la penitencia se observa en los designios del difunto Joe, quien ha orquestado cada detalle para que su hermano se encargue del cuidado del hijo adolescente Patrick (Lucas Hedges). Con la sutileza de un guion brillante, basado en un lenguaje orgánico y conversacional, las decisiones erráticas de Lee pronto demuestran la herida tan profunda que han dejado sus imperdonables errores. El reencuentro con su (ex) esposa —una excelente Michelle Williams— teje un ventanuco por el que observar mejor ese tiempo pasado de un cariz completamente distinto, las viejas dinámicas, el amor extinto. ¿Cómo? Cada diminuta revelación informativa permite construir una línea temporal mediante el flashback o el diálogo del protagonista con los personajes, cada uno de los cuales exhibe una corporeidad propia, lejos de funcionar como vectores. Tal calidad literaria es el elemento sobre el que todo el andamiaje reposa con gran equilibrio, sin el cual, la obra de Lonergan no destacaría por encima de cualquier otra propuesta cinematográfica basada en elementos argumentales similares. Mánchester frente al mar podrá ser tachada despectivamente como un drama; como un dramón, si se quiere. Y, en cierta medida, tal apreciación no estaría lejos de la realidad. La cuestión no es el Qué, sino el Cómo. La encomiable sutileza del relato difumina la cuarta pared, genera una instantánea identificación emocional con los sucesos que se observan. Lo que encontramos en estos personajes es la contradicción, el fracaso, la duda y la dificultad para establecer una clara pirámide de prioridades cuando nos hallamos frente al abismo de lo inesperado en nuestra más sencilla y predecible vida diaria. El proceso psicológico del duelo se presenta en el filme como todo un camino de transformación, de búsqueda de una suerte de sosiego empañado por la niebla de la propia fragilidad, de la incapacidad para mirar a la cara y actuar con la madurez que se espera de un adulto, evitar negar lo ocurrido y sepultarlo todo bajo una tonelada de masoquismo esperando un suicidio accidental. Un sobresaliente ejercicio narrativo que muestra sus credenciales sin ninguna falsa modestia; una lenta —en el mejor de los sentidos— y conmovedora descripción de entornos emocionales rabiosamente humanos, muy alejados del maniqueismo autocompasivo de un drama edulcorado cualquiera. | ★★★★ |
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 54ª edición del Festival de Gijón
Ficha técnica
Estados Unidos, 2016. Título original: Manchester By The Sea. Dirección: Kenneth Lonergan. Guión: Kenneth Lonergan. Fotografía: Jody Lee Lipes. Música: Leslie Barber. Duración: 137 minutos. Productora: The Affleck Middleton Project / B Story / Big Indie Pictures / CMP / K Period Media / Pearl Street Films. Montaje: Jennifer Lame. Diseño de producción: Ruth De Jong. Diseño de vestuario: Melissa Toth. Dirección artística: Jourdan Henderson. Intérpretes: Casey Affleck, Ben O’Brien, Kyle Chandler, Richard Donelly, Virginia Loring Cooke, Quincy Tyler Bernstine, Missy Yager, Stephen Henderson, Ben Hanson, Mary Mallen, Lewis D. Wheeler, C.J. Wilson, Gretchen Mol, Tom Kemp, Michelle Williams, Chloe Dixon, Ruibo Qian, Lucas Hedges, Tate Donovan. Presentación Oficial: Sundance Film Festival, 2016. PÓSTER OFICIAL.