El hombre a la sombra del genio
crítica ★★ de El editor de libros (Genius, Michael Grandage, Reino Unido, 2016).
Mucho se ha hablado de la capacidad de la figura del productor cinematográfico para interferir en el resultado final de una obra, pasando, en muchas ocasiones por encima de las decisiones del propio director. En estos casos, la autoría no queda del todo clara, creando serias dudas sobre hasta qué punto los aciertos o errores de una película son producto del (buen o mal) hacer del realizador o, por el contrario, deberían ser considerados fruto de los retoques de un productor más involucrado en el proyecto de lo que debería. Nunca sabremos a ciencia cierta si la maravillosa La jungla del asfalto (Arthur Penn, 1966) hubiese llegado a ser aún más redonda si Sam Spiegel no la hubiese montado a su manera, después de descartar algunas escenas rodadas en contra de la opinión del director. O si Poltergeist (Tobe Hooper, 1982) hubiera alcanzado su enorme éxito de taquilla y su categoría de (pequeño) clásico del terror si la mano de Steven Spielberg no hubiese priorizado su impronta sobre la del creador de La matanza de Texas (1974) para aportar su especial magia familiar en detrimento de un tono que, de lo contrario, podría haber acabado siendo demasiado oscuro para el gran público. En el campo de la literatura, el papel del editor de libros vendría a representar un papel homólogo al del productor para la gestación de un libro, aunque nunca alcance su misma visibilidad, limitándose a ser un colaborador en la sombra, que corrige, pule y ayuda a dar forma a las creaciones de sus autores. A priori, resulta, cuando menos, interesante que una cinta se haya decidido, al fin, a mostrar los entresijos de una profesión tan fundamental en el proceso creativo de un libro como poco reconocida, acercándose a la biografía de uno de los profesionales que más (y mejor) desempeñaron este trabajo: Max Perkins, el hombre que descubrió y contribuyó al éxito de algunas de las celebridades de las letras más famosas del siglo XX, como Ernest Hemingway, F. Scott Fitzgerald o Thomas Wolfe. Su título: El editor de libros.
Un prestigioso director teatral como Michael Grandage, que ha llevado con éxito a las tablas obras como el musical Ellos y ellas o las shakesperianas Othello y La tempestad, debuta como realizador de largometrajes con este filme que se centra en la estrechísima relación profesional y de amistad que se estableció entre Perkins y un joven Thomas Wolfe. La historia comienza en 1929, cuando el editor comete el acierto de confiar en esa montaña de hojas que llega a su despacho después de que todas las demás editoriales de Nueva York la hayan desechado, y que acabaría tomando la forma de la aclamada El cielo que nos mira, la novela que hizo de Wolfe una estrella superventas (en una época en que la sociedad americana pasaba por una terrible crisis económica) encumbrada por los críticos como el Dostoiveski estadounidense. El editor de libros acierta a la hora de mostrarnos el complicado camino que debe recorrer una historia plasmada en letras para terminar convirtiéndose en una obra equilibrada y relevante, a través de los continuos tiras y aflojas entre un Thomas Wolfe excesivo, de verborrea incontrolable y con una capacidad casi enfermiza para alargar cada frase a base de descripciones e interminables metáforas –se autoproclamaba un poeta maldito e incomprendido; una anomalía fea e incómoda en su tiempo–, y un Max Perkins que, aun teniendo claro el talento incontestable de su escritor, no cejó en su lucha por reducir sus kilométricos manuscritos y darles una textura idónea para ayudarles a alcanzar el éxito. Esta colaboración –a la que ambos hombres dedicaron muchísimas horas que robaban de sus vidas personales y familiares– se vio truncada cuando, después del triunfo de Del tiempo y el río, su segunda gran novela, las envidias y los reproches hicieron mella en su amistad. Al endiosado Wolfe se le metió en la cabeza la idea de que Perkins coartaba su creatividad censurando sus ideas y que solo se aprovechaba de él, algo que hizo que el propio editor llegara a plantearse si de verdad estaba domesticando en exceso algo que podría llegar a ser mucho más grande. Todo lo que concierne al entorno estrictamente profesional, así como la amistad entre Wolfe y Perkins, está plasmado en el filme de manera sobria y eficaz, algo que no se puede decir de las diferentes subtramas (sobre todo sentimentales) por las que el guion de John Logan pasa de modo superficial.
«Una cinta correcta, más valiosa por la historia que cuenta y su atractivo trasfondo cultural, que por sus (irregulares) resultados artísticos, que debe sus momentos más emocionantes al gran hacer de un Colin Firth de premio».
De este modo, la efectividad de El editor de libros reposa sobre la química que se establece entre sus dos actores principales, un Colin Firth imponente, cuyo porte señorial y facilidad para otorgar de humanidad y dignidad a sus personajes, le vienen como un guante a la hora de meterse en la piel de Perkins, y un Jude Law que representa a la otra cara de la moneda en su representación de Wolfe, con una sobreactuación gritona y repleta de aspavientos. Tal vez tengamos que buscar la respuesta a semejante despliegue histriónico de Law en la intensidad de un personaje que no supo asimilar bien el éxito, con serios problemas de conducta, alcohólico, juerguista y esposo infiel, que encontró esa ausencia de la figura paterna en un editor que, del mismo modo, le acogió bajo su protección como ese deseado hijo varón que nunca pudo tener –había sido “bendecido” con cinco hijas en su matrimonio–. En roles secundarios, Nicole Kidman está espléndida como la inestable esposa del escritor, celosa de la relación que este mantiene con su colega, mientras que Laura Linney sobrelleva su desdibujado rol de la mujer de Perkins con el aplomo de las grandes actrices. De manera más anecdótica, personajes tan apasionantes como el aventurero Hemingway (Dominc West) o un Fitzgerald (Guy Pearce) en horas bajas, malgastando su talento en guiones de películas, incapaz de escribir una sola frase memorable a pesar de haber dado una obra maestra en el pasado como El gran Gatsby, y muy crítico con la extensión de los libros del nuevo protegido de su editor, están trazados a grandes brochazos, quedando reducidos a meros arquetipos sin alma. Poco se le puede reprochar a Grandage en lo concerniente al trabajo de ambientación de época de una película que, estando rodada en Reino Unido, recrea con esmero el Nueva York de los años 30. También la labor fotográfica de Ben Davis, de elegantes tonalidades grisáceas, confiere al producto un clasicismo formal típico en este tipo de biopics británicos de gran empaque y con brillantes actores, esos que tanto agradan a los académicos de Hollywood a la hora de tenerlos en cuenta para las nominaciones –ahí están El discurso del rey (Tom Hooper, 2010), The Imitation Game (Morten Tyldum, 2014) o La teoría del todo (James Marsch, 2014) para atestiguarlo. El editor de libros está a la altura de la mayoría de ellos. Es una cinta correcta –tal vez demasiado, lo que se traduce en frialdad–, más valiosa por la historia que cuenta y su atractivo trasfondo cultural, que por sus (irregulares) resultados artísticos, que debe sus momentos más emocionantes al gran hacer de un Colin Firth de premio. | ★★ |
José Martín León
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Reino Unido. 2016. Título original: Genius. Director: Michael Grandage. Guion: John Logan (Libro: A. Scott Berg). Productores: James Bierman, Michael Grandage, John Logan. Productoras: Riverstone Pictures / Michael Grandage Company / Desert Wolf Productions. Fotografía: Ben Davis. Música: Adam Cork. Montaje: Chris Dickens. Dirección artística: Alex Baily, Gareth Cousins. Reparto: Colin Firth, Jude Law, Nicole Kidman, Laura Linney, Guy Pearce, Dominic West, Vanessa Kirby. PÓSTER OFICIAL.