Un thriller como Dios (no) manda
crítica ★★★★ de Que Dios nos perdone (Rodrigo Sorogoyen, España, 2016).
En los últimos años el cine español está progresando hacia un mayor entendimiento de cómo debe funcionar una industria, que por definición debe seguir una organización y unos modelos. Y es que en este periodo, frente a las ofertas más marginales que solían acaparar nuestro mayor talento, han tomado la delantera las propuestas de género, que se ajustan a esa visión más industrial ya que siguen unas pautas reconocibles, facilitando la previa venta del proyecto y enfocándose a un público fiel, aun sin perder su sello autoral. En particular están triunfando tres géneros, en ocasiones exportables fuera de nuestras fronteras: la comedia romántica, el terror y el thriller. Y este último está siendo el indudable protagonista del año, desde sus primeros meses cuando llegaron a nuestra cartelera las intensas y entretenidas Cien años de perdón (Daniel Carparsoro) y Al final del túnel (Rodrigo Grande), ambas coproducciones con Argentina, confirmando que la senda del éxito también pasa por la plurinacionalidad. Se trata de buscar la equiparación con otros filmes de nuestros vecinos europeos y sobre todo de Estados Unidos, que por lo general han estado por encima a nivel técnico y a veces también narrativo. Ahora bien, ello no debe llevarnos a renunciar a nuestras raíces. Este compromiso se observa con mayor claridad en otros tres thrillers estrenados después del verano: Tarde para la ira (Raúl Arévalo), con un tono más castizo y menos internacional; El hombre de las mil caras (Alberto Rodríguez), con la balanza contraria pese a su premisa basada en ese personaje tan español que ha sido Francisco Paesa; y finalmente la que nos ocupa, Que Dios nos perdone, donde ambos extremos encuentran el mejor equilibrio.
Nos situamos en el Madrid del verano de 2011, coincidiendo con la Jornada Mundial de la Juventud, poco después del surgir el movimiento 15M y poco antes de celebrarse las elecciones de noviembre: en suma, en pleno centro geográfico y cronológico de la crisis socioeconómica y política que aún sufrimos. Este contexto sirve para entender la dinámica de unos personajes, divididos entre el cuerpo de policía y los conciudadanos que participan en sus pesquisas, tan fastidiados como resignados con el mundo que les ha tocado vivir. Son individuos traumados o a la deriva que se cuidan de no revelar sus heridas, y que apenas descargan su contenida mala leche en hechos en apariencia anodinos, pero significativos si tenemos en cuenta cuándo y dónde nos movemos: la basura que se amontona en las aceras, el aire acondicionado del coche que no funciona, el compañero que se niega a prestar unos céntimos para la máquina expendedora, la vecina que se centra en los detalles nimios de su comunidad y olvida con ello la soledad y futilidad de su existencia… Destacar estos detalles adelanta la riqueza de una trama que se cuida de construir con verosimilitud y relevancia el mundo que rodea a los personajes principales, con lo que más que desviar el foco de sus propias motivaciones, se las alienta con los ingredientes ajenos que las nutren. Son los dos policías (inmensos Antonio de la Torre y Roberto Álamo, operando desde registros interpretativos opuestos) que investigan los asesinatos de una serie de ancianas en el centro de la capital, crímenes cruentos de los que nadie fuera del departamento debe enterarse, dados los tiempos ya de por sí conflictivos que corren, pero que nosotros presenciamos sin filtros ni miramientos, como atestiguan las visiones de la morgue.
«Gracias a una cuidadísima conjunción de elementos técnicos y estéticos desarrolla como no se había visto antes una trama policial arquetípica».
Empero las escenas escabrosas son esporádicas, ya que Sorogoyen y su equipo apuestan por mantener una tensión casi constante, que para no desgastar el efecto buscado dosifican bien su impacto. Lo dicho hasta ahora revela la principal cualidad de esta cinta. Y es que la mayoría del cine patrio de acción y derivados hasta la fecha ha pecado de un déficit básico de puesta en escena, al querer contar con varios decorados pero sin darnos tiempo a asentarnos realmente en ninguno de ellos, o sólo en unos pocos, dando así la sensación de carencia presupuestaria cuando el problema es antes de economización mal entendida. No se trata de desplegar mayores medios, sino de hacer un uso eficiente de los mismos, y para ello aprovechar al máximo los escenarios naturales (aquí la Puerta del Sol entre otros) o con escaso acomodo (como los diversos apartamentos) al tiempo que se los presenta bajo una atmósfera propiamente cinematográfica, aquí gracias a una iluminación saturada o contrastada, una música ominosa que se oye a intervalos… Esto es lo que consigue de forma casi inédita entre nosotros Que Dios nos perdone, película que gracias a una cuidadísima conjunción de elementos técnicos y estéticos desarrolla como no se había visto antes una trama policial arquetípica, introduciendo en ella pocas novedades dramáticas. Y lo hace como decíamos profundizando en el marco social que mejor conocemos. Valga como primer ejemplo una de las secuencias iniciales, la del levantamiento del primer cadáver en las escaleras de un piso y posterior interrogación de los posibles testigos. Cuando lo habitual sería despachar estos trámites sin mayor interés, aquí se nos hace desde ya partícipes de una atmósfera malsana, compuesta con rigor y a la vez con desenvoltura, prolongando un puñado de escenas en las que ya es difícil asimilar toda la información visual y narrativa que se nos ofrece.
Lo primero se debe en parte al uso de angulares, al margen de los ya citados elementos, que definen una fotografía rica en su planificación y a la vez coherente en su intención, alargando la toma cuando el suspense lo requiere, como en la presentación y posterior huida del asesino, pero sin recrearse innecesariamente, para no romper con la brusquedad y tono improvisado de la historia. Véase al respecto otra escena inicial, cuando el personaje interpretado por Álamo les cuenta una anécdota a otros dos agentes, en un largo plano de acercamiento, que se interrumpe un par de veces para asistir a la reacción más lejos del policía a cargo de De la Torre. Lo normal habría sido aligerar el hecho o directamente prescindir del mismo, ya que al parecer no aporta nada relevante, pero en realidad muestra otra forma de suspense, aquella que late en la cotidianeidad de estos individuos cuando no piensan estar en peligro. Y a la vez va conformando las capas de la relación entre los dos protagonistas, a menudo desplegadas en un montaje en paralelo que compagina su problemática vida familiar, y confirma la voluntad de condensación de un metraje que nunca toma el camino rápido. Podría criticarse que el mismo se alarga demasiado y coge varios desvíos antes de llegar a un último acto algo precipitado. Pero entonces se habría perdido ese efecto acumulativo que permite que, una vez llegado el desenlace, impacte ahora sí el peso de una narración que ha ido sumando una fuerza y una energía casi siempre latentes. Un tercer y último ejemplo lo corrobora: el de la escena en que el detective tartamudo vuelve a una escena del crimen, en concreto un sótano apenas iluminado por una bombilla medio fundida. Ahí se encuentra con el hijo de la difunta que de repente parece ser el principal sospechoso, y entonces la habitación se queda a oscuras… Pero ha sido una falsa alarma. Es un momento que recuerda a uno parejo de Zodiac (David Fincher, 2007), apuntando la influencia del director norteamericano que es patente a lo largo de esta obra de Sorogoyen y que confirma lo logrado de su mentado equilibrio entre lo estilizado y lo ordinario. | ★★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
España, 2016. Presentación: Festival de San Sebastián 2016. Dirección: Rodrigo Sorogoyen. Guion: Isabel Peña & Rodrigo Sorogoyen. Productoras: Atresmedia Cine / Hernández y Fernández Producciones Cinematográficas / Mistery Producciones / Movistar+ / Tornasol Films. Fotografía: Alejandro de Pablo. Montaje: Alberto del Campo & Fernando Franco. Música: Olivier Arson. Dirección artística: Miguel Ángel Rebollo. Vestuario: Paola Torres. Reparto: Antonio de la Torre, Roberto Álamo, Javier Pereira, José Luis García Pérez, Luis Zahera, Raúl Prieto, María Ballesteros, Mónica López. Duración: 127 minutos. PÓSTER OFICIAL de QUE DIOS NOS PERDONE.