El absurdo del raciocinio
crítica de Green Room (Jeremy Saulnier, Estados Unidos, 2015).
Yo sólo estaba siguiendo órdenes. Con esta afirmación muchos de los burócratas y oficiales del Tercer Reich pretendieron justificarse ante la incredulidad de sus acusadores y jueces, en los procesos que se desarrollaron a partir de 1945 en Núremberg y otras ciudades al acabar la Segunda Guerra Mundial. Y es que nada podía justificar el genocidio que habían cometido. Era además paradójico recurrir a una argumentación enraizada en los principios del Estado de Derecho, cuando el régimen hitleriano se caracterizó desde sus comienzos por totalizar el aparato estatal pero también por quebrar la legalidad vigente. Su líder llegó al poder tras ser llamado por el presidente Hindenburg y ganar las elecciones legislativas, pero enseguida dejó sin vigor la Constitución e hizo caso omiso de la división de poderes o de la seguridad jurídica. Expresión esta última que está en el origen de la concepción de un Estado que, desde los tiempos de Hobbes, quería superar el conocido como estado de naturaleza. Ahora en cambio, en la Alemania del Führer, se volvía a tal estado en la medida en que volvían a faltar todos esos elementos (no sólo la seguridad sino también la paz o la tolerancia) que sus teorizadores originarios habían querido establecer mediante su estatalización y legalización. Pues bien, no está de más recoger esta reflexión para intentar entender el marco en el que se desarrolla la tercera película del norteamericano Jeremy Saulnier, tras su ópera prima Murder Party (2007) y la interesante y premiada Blue Ruin (2013). Hablamos de Green Room, presentada en la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, que parte de la premisa de un grupo de rock punk que se enfrenta a una banda rústica de neonazis.
Pero lo cierto es que los citados músicos, de nombres o apodos Pat (Anton Yelchin), Reece (Joe Cole), Sam (Alia Shawkat) y Tiger (Callum Turner), caen muy por casualidad en esta improbable y sangrienta pelea. El metraje se inicia con su camioneta desviada de la carretera, en medio de un campo de trigo, ilustrando la precariedad errante y bucólica que va unida a su profesión. Viajan en efecto de una localidad a otra para dar conciertos improvisados ante un público escaso, donde sea que les paguen una cantidad que se acerque a cierta dignidad. Al ver que en su próximo destino, al que llegan tarde y fatigados, este requisito no se cumple, exigen a su último promotor que les indique otro bolo algo más provechoso, y es éste el que les dirige hacia una casa de madera y hierro alejada de toda civilización donde se han congregado los susodichos neonazis. Tras tocar algunas de sus canciones más provocadoras ante unos espectadores enfebrecidos y de muy mala leche, vuelven a la habitación que da nombre al título de la cinta, para recoger sus instrumentos y su paga y marcharse cuanto antes de este lugar inhóspito. Pero una vez ahí se topan con un recién cometido asesinato (término que a diferencia del homicidio suele implicar ya para todos los presentes una sospechosa intencionalidad), impidiendo sus responsables solidarios que abandonen el lugar de los hechos so temor de que propaguen la noticia. En pocas palabras, se trata de un caso prototípico de estar en el lugar erróneo en el momento más inoportuno. Es éste un acontecimiento que ocurre tras el apuntado prólogo, a manera de introducción del contexto y de los personajes principales, aproximadamente cuando según las reglas clásicas del guion debe situarse el primer punto de giro.
«Si en su anterior filme el poderío visual quedaba ya apuntado, aún le faltaban la elegancia y eficacia en la ejecución que en Green Room permite una técnica más refinada, explotando y a la vez contrastando con su temática propia de la serie B. Empero, cuando se trata de rascar por debajo de todo este envoltorio, la narrativa queda un tanto hueca, no tanto por falta de factores sustanciales como por su errática mezcla».
De hecho, si analizamos a partir de entonces la estructura narrativa, la misma aparece diseñada con una ortodoxia que en cierto modo traiciona su voluntad rupturista. Otros elementos comunes al respecto son los plantings y payoffs, empleados aquí con abundancia en tanto que los verdaderos planes de toda esta gente tan violenta son bastante opacos. Ello no lo aclara sino que lo enturbia todavía más la llegada de su veterano jefe Darcy (Patrick Stewart), un hombre de palabras calculadas, andares pausados y mirada ceñuda al que todos sus seguidores profesan un curioso culto, ya que las citadas cualidades están lejos de las que Weber predicaba del líder carismático. Es más, a la vez que en el desarrollo de la historia, que se inclina progresivamente hacia el género del terror gore y aleja del thriller atmosférico, son rastreables unas señas de identidad que le dan poso y sentido, Saulnier también juega al despiste, quizás en demasía dadas las motivaciones con frecuencia impenetrables de sus personajes. Y aquí es donde resulta oportuno el pequeño repaso histórico con el que arrancábamos esta reseña, para arrojar algo de luz sobre lo que realmente está pasando. Hemos adelantado que la acción se ha desplazado, y ahí se mantiene durante el resto de la trama, a una localización aislada y campestre. Y hemos añadido que la acción ha cobrado un tono opresor y temeroso, como no puede ser de otra manera cuando la propia vida está en peligro. Teniendo en cuenta además que los causantes de este incordio son de ideología de extrema derecha, es patente un paralelismo con ese estado de naturaleza del que el nazismo pretendía huir para caer en él sin remedio.
Por tanto, el que las conductas, pautas y reglas que siguen estos individuos carezcan de aparente sentido es algo natural en el fondo, y a la vez artificial en la forma, pues deriva de imposiciones extrañas, del servicio a un fin superior que casi todos ignoran. Nosotros también lo desconocemos, aunque entonces surge un problema propiamente cinematográfico: el vacío existencial sustituido por una jerarquía insensata proporciona una buena base para un ensayo filosófico, pero no encaja demasiado con una película de hora y media que ante todo se caracteriza por sus pretensiones de género y entretenimiento. Esto último lo logra con una ambientación portentosa, y en ella se hace notar la madurez que está adquiriendo el joven Saulnier como cineasta, demostrando un gran dominio de la puesta en escena en decorados peliagudos, como son las citadas camioneta y habitación. Si en su anterior filme el poderío visual quedaba ya apuntado, aún le faltaban la elegancia y eficacia en la ejecución que en Green Room permite una técnica más refinada, explotando y a la vez contrastando con su temática propia de la serie B. Empero, cuando se trata de rascar por debajo de todo este envoltorio, la narrativa queda un tanto hueca, no tanto por falta de factores sustanciales como por su errática mezcla. Los cambios de ritmo y acciones no son tan afilados como debieran, y sobre todo la lógica implacable que debería explicar por qué permanecen tanto tiempo encerrados los protagonistas en un cuarto no está suficientemente desarrollada. Ello resulta en un desenlace donde la irracionalidad se extiende a estas víctimas, que en lugar de huir de sus verdugos deciden voluntariamente caer en su trampa. Ello daría auténtico miedo si no fuera por el comentario irónico final de una superviviente, el cual quizás explicaría la película mejor que su analogía con el nazismo, aun a costa de acercarla todavía más a la parodia y la frivolidad. | ★★★ |
Ignacio Navarro Mejía
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2015. Dirección: Jeremy Saulnier. Guion: Jeremy Saulnier. Productoras: Broad Green Pictures / Film Science. Fotografía: Sean Porter. Montaje: Julia Bloch. Música: Brooke Blair & Will Blair. Diseño de producción: Ryan Warren Smith. Dirección artística: Benjamin Hayden. Vestuario: Amanda Needham. Reparto: Anton Yelchin, Imogen Poots, Joe Cole, Alia Shawkat, Callum Turner, Patrick Stewart. Duración: 95 minutos.