Que no haya lágrimas en tu rostro cuando encuentren tu cadáver
crítica de Amijima (Jorge Suárez-Quiñones Rivas, España, 2016).
¿Es capaz de imaginar el lector/a una película en la que uno de sus mayores valores se encuentra en el tratamiento del sonido? No hablo de su banda sonora musical, ni de la creación de efectos para crear atmósferas inquietantes, no, son sonidos comunes, de la naturaleza unos, otros hechos por las actividades de cada uno en un momento determinado; los ruidos del ambiente o de las máquinas que nos rodean o con las que interactuamos. El sonido colocado en un primer plano por delante de la imagen produce un conflicto inmediato entre lo que se nos enseña y lo que oímos, a veces discordante, o anticipado, o sobreposicionado. El sonido se sitúa como personaje principal de una película que deconstruye un clásico muy alejado de nuestra órbita cultural, un clásico literario que procede de una representación tradicional japonesa y que cuenta con un precedente cinematográfico de la mano de Masahiro Shinoda, quien en 1969 rodó Double suicide utilizando el referente literario de Chikamatsu Monzaemon, Los amantes suicidas de Amijima. Estos son los espejos artísticos de una obra que podría tildarse de «radical», lo que se ha dado en llamar «cine de festivales», que no es otra cosa que el cine que hasta no hace mucho se exhibía en el circuito de arte y ensayo y que ahora ha quedado confinado a muestras cinematográficas, filmotecas o museos de arte contemporáneo. Y en ocasiones ni eso cuando se trata de cine español.
Si el clásico literario y el clásico fílmico se apoyan en la literalidad de una historia aprehensible para el destinatario, relatando los intentos de suicidio de dos jóvenes cuyo amor es imposible, Suárez-Quiñones nos presenta la película como un recorrido a lo largo de unos pocos días donde, con la única presencia de un actor, muchas veces fuera de nuestra percepción visual, alejado en la inmensidad de unos escenarios naturales que ayudan a mostrar la insignificancia humana, nos sumerge en el dolor, la soledad, el frío, la desesperación de una persona que, aunque no lo lleguemos a comprender plenamente, se lamenta de una pérdida y reitera su deseo de morir sin atreverse a enseñarnos el momento definitivo de su autodestrucción. Se nos despoja del referente narrativo para introducirnos en la inmensidad del resultado sin antídoto, sin base a la que agarrarnos, con pocas palabras y menos explicaciones. A base de pequeños episodios, que se constituyen como un vía crucis incompleto pero tan doloroso como el que más, el personaje masculino recita, de manera reiterativa, frases extraídas de la obra literaria con referencias inequívocas a la muerte, la propia y la de esa mujer que no llegamos a ver pero que, con su ausencia, llena la totalidad de las acciones del hombre, o de sus inacciones, porque en el retrato del vacío, la sucesión de espacios y situaciones conducen a la nada. La cinta es un largo trayecto desde la niebla hasta la niebla. Ese plano inicial en el que una sombra apenas perceptible se recorta como una silueta espectral, mientras en la pantalla domina el blanco, y va cobrando forma hasta que llega a una carretera y a un automóvil que comienza una marcha hacia ningún lugar, de la nada hacia la nada en un deambular fantasmagórico sin complicidad alguna. Progresivamente las imágenes se nos van haciendo nítidas en cuanto que el objetivo se encuentra más cerca de lo rodado, y esa aparición desde la profundidad de la niebla, tanto podemos entenderla como el vagar de un espíritu dolorido por la reciente decisión compartida, o por la inminencia de llevar a cabo el plan de suicidio en diferente lugar pero a la misma hora, o por la carga implícita de no haberse atrevido a culminar lo pactado mientras ella no ha dudado ni un solo instante, lo que justificaría su ausencia.
«Elegir lugares diferentes para nuestro final, tú el monte, yo el río, la misma hora, diferentes formas y diferentes lugares». La repetición de esta y otras frases puede jugar al homenaje consciente de una letanía religiosa de inspiración budista; la colocación de los cuerpos, entrelazar las manos, reproducir un entierro simbólico de dos cuerpos sin alma de los que solo queda un envase externo, someterse a la dura experiencia de una noche invernal sin ropa y sin nada con lo que cubrirse, mezclando el componente espiritual con la fisicidad de un cuerpo del que resulta difícil desprenderse cuando la voluntad se resiste. Pero donde la película, en un blanco y negro que torna en grisáceo y triste, alcanza la plenitud de su propuesta es en cómo se presenta al espectador su sonido. Siguiendo el hilo de las imágenes, ese sonido se aparece desenfocado, sobresaturado, como si se produjera a escasos centímetros de nuestros oídos mientras la imagen y la acción sucede a cientos de metros de distancia. Oímos un agua que no vemos, el ruido de una piedra contra la superficie de un lago, el caminar sobre guijarros, y es nuestro cerebro el que rellena con imágenes ese sonido fuera de lugar. Lo que vemos, no corresponde con la perseverancia de lo que oímos. De esta manera, si la imagen nos mantiene en una situación de respeto de la intimidad del caminante, como si presenciáramos sin la posibilidad de intervenir, el sonido está tan próximo que nos resulta imposible mantenernos neutrales e indiferentes, esa distancia espacial se elimina con el tratamiento sonoro y pasamos a estar junto al hombre que sufre, codo con codo, hombro con hombro, sintiendo su respiración, su tiriteo, su frío, su miedo, su desesperanza. Salimos de la niebla y volvemos a ella, en un descenso a los infiernos en el que la inminencia de dejar de ver nos parecería adelantar un final anunciado, pero el director prefiere dejarnos en el limbo de un fundido a negro que continua cuando todo aparenta conclusión. «Salta» es la voz, pero la imagen, como en el resto, irá por otro camino; cuerpo y espíritu no están destinados a confluir, al menos delante de nuestros ojos, cansados del esfuerzo de unir lo que vemos y lo que sentimos. «Que no haya lágrimas en tu rostro cuando encuentren tu cadáver» es un bonito leitmotiv para enmarcar el uso de la única referencia musical (también diegética) del filme, la pasión según San Mateo de J.S. Bach, formando parte de la narración, pero difícilmente asumible en ese camino de desesperación eliminadora. Una melodía como una última llamada de teléfono, el último deseo de un condenado a muerte. | ★★★ ½ |
Miguel Martín Maestro
© Revista EAM / Valladolid
Amijima.
España, 2016.
Director: Jorge Suárez-Quiñones Rivas.
Guion: Jorge Suárez-Quiñones Rivas, adaptación libre de «Los amantes suicidas de Imajima» de Chikamatsu Mizaemon.
Fotografía: Jorge Suárez-Quiñones Rivas. Posproducción de sonido: Adrián Jiménez.
Reparto: Guillermo Pozo, Bruce Nagaremono.
Presentación: Festival Filmadrid 2016.
Duración: 53 minutos.