La broma infinita
Crónica de la tercera jornada de la 69ª edición del Festival de Cannes.
Parece que la bufonada, el delirio absurdo y el más extravagante todavía se han apoderado del festival en este arranque que no ha dejado de sorprendernos, tanto por la enajenación dialéctica, como por la explicitud gráfica de sus imágenes. La mañana comenzaba con una buena dosis de toda esta demencia cinematográfica de la mano de Dumont. Ma Loute resultaba un producto tan original como exagerado en prácticamente todos sus apartados. Posteriormente llegaban dos filmes más discretos, aunque de una calidad sorprendente. Uchenik primero, película rusa que aborda la temática adolescente desde una óptica muy diferente a lo acostumbrado; y, segundo, Neruda, un biopic deslumbrante del realizador Pablo Larraín que, con un montaje impecable y original, lograba dar brillo al genial poeta por medio de un acercamiento radical a la persona escondida tras la pluma. Cerramos la jornada con Toni Erdmann, otro de los desvaríos narrativos de esta 69ª entrega del festival que, aunque tiene momentos muy divertidos, sobre todo al comienzo y al final, llegan a pesarle demasiado esas casi tres horas de duración. Cannes se desmelena mientras siguen apareciendo las grandes propuestas.
MA LOUTE
Bruno Dumont, Francia, 2016 / COMPETICIÓN.
La dramaturgia de este desencantado discípulo, inconformista y satírico de Robert Bresson conmueve por la desnudez formal de sus esquemas narrativos y por la explicitud dialéctica de unas formas que no rechazan cierta influencia pictórica. La óptica del director con respecto a sus personajes y al espacio denota un alto grado de pesimismo que se transmite inexorablemente al espectador con más fuerza que el propio mensaje de la película. Esto prevalece inalterable pese a sus esfuerzos (fingidos) de mudar la semántica de sus caprichosos personajes por la ligereza conceptual del género cómico. Así lo apreciamos en su nueva película, Ma Loute, donde Bruno Dumont continúa con su lírica decadente aunque, en esta ocasión, prefiera dedicar un mayor empeño a las apariencias; para ello resta la gravedad formal del dramático contexto que envolvía sus anteriores creaciones y otorga a la imagen una bufonería punzante tan elocuente en sus mejores momentos como reiterativa en los peores. Los personajes quedan etiquetados desde el comienzo por un pensamiento prejuicioso e indolente que los divide en dos grupos: por un lado, la familia burguesa, formada por mujeres histéricas de presencia extravagantemente agraciada y entregadas a la arrogante altanería petulante procedimental, y por hombres contrahechos y ridículos. Por el otro, encontramos a la familia autóctona y de clase baja, mucho más homogénea y pragmática.
El realizador se suma a la larga lista de alumnos aventajados de Wes Anderson, tanto en la forma, llevando a la caricaturización histriónica a sus personajes e incurriendo en excesos cromáticos y adornos ornamentales fastuosos propios de las clases burguesas; como en el contenido, ridiculizando los preceptos básicos del drama y enfrentando en un irónico ejercicio de hibridación genérica los principios de la comedia y la tragedia. Semejante atropello a los convencionalismos nos lleva a un estado de placer culpable al obligarnos a disfrutar con el sufrimiento de los protagonistas. De esta forma, toda acción, por cruel y violenta que sea, queda hilarantemente ejecutada por medio de escabrosos golpes de humor o por las reacciones inesperadas del espectro de fracasados que componen este universo paródico. En los primeros minutos surge la duda de ¿Cuál es la función de los tropiezos de los personajes? ¿Por qué no dejan de caer constantemente? Duda que quedará saldada cuando observemos que ése no será el único truco paródico al que se recurra para generar una atmósfera sustentada en el absurdo absoluto: humanos con capacidad de levitación, adolescentes andróginos, jefes de policía gigantes y disléxicos, tan oxidados que chirrían a cada paso… todo sigue el camino de la exageración disparatada hasta el punto de representar a la familia pobre como seres antropófagos completamente embrutecidos. Pese a que las repeticiones del gag cómico fácil, las caídas y los fallos dialécticos llegan a dificultar un poco el armónico fluir del relato, finalmente quedamos satisfechos tras asistir a la contemplación de un agradable fresco expresionista con cierto aire naif que ahonda en las discrepancias temperamentales e ideológicas de dos castas diferentes que se ven obligadas a compartir aventuras por culpa del espontáneo amor de los jóvenes miembros de sus clanes. Historia de un amor de verano como nunca antes la habíamos visto. (65 de 100)
UCHENIK
The Student, Kirill Serebrennikov, Federación Rusa, 2016 / UN CERTAIN REGARD.
El cine contemporáneo de Oriente Próximo ha cobrado gran importancia recientemente debido a la bizarría de sus realizadores —y realizadoras, lo que añade mayor importancia a esa valentía—, al trazar relatos sobre la opresión religiosa a la que sus habitantes, en mayor medida mujeres, están expuestos a diario. Poblaciones obligadas a vivir bajo las reglas extremistas de un grupo de fanáticos religiosos totalitarios que adaptan las escrituras con el fin de someter a la población. Acostumbrado a este tipo de cine de sus vecinos del sur, el realizador ruso Kirill Serebrennikov da un giro radical a esta perspectiva con Uchenik, su última película, para presentar a un adolescente —concepto moderno del individuo solitario— en su particular cruzada ortodoxa cristianizante contra un estado laico tendente al libertinaje y al abuso de derechos. El director dibuja a su protagonista con el típico cuadro del adolescente rebelde que no encaja en la sociedad moderna. Muy sensible, inteligente e introvertido, pero con pésimos resultados en el colegio, tanto en sus evaluaciones como en las relaciones con los compañeros. Sin embargo, esa impresión inicial se irá abriendo progresivamente a medida que el joven comience a hablar, y nos demos cuenta de que todo lo que sale de su boca son versículos bíblicos sacados, de manera muy discreta, a colación en todas sus intervenciones dialécticas. El director utiliza un rótulo blanco con la cita bíblica correspondiente a cada referencia empleada por Veniamin. Mediante este recurso consigue que el efecto evangelizador resulte mucho más evidente en cada una de las batallas libradas por el adolescente, quien, en su contienda personal, atacará todo aquello que atente contra sus principios fundamentales: Las vestimentas inapropiadas de las chicas del centro educativo que, con su indumentaria, promueven la lascivia y nos condenan al adulterio; la educación sexual y el preservativo como instrumentos de frivolización de la reproducción, o Darwin y su “absurda” teoría de la evolución, que colisiona inexorablemente con su creacionismo dogmático.
Resulta estremecedora la forma con la que el protagonista, cada vez con mayores delirios mesiánicos, va ganando terreno utilizando la clásica artimaña de los modernos manipuladores emocionales y captadores de miembros sectarios: una elocuente verborrea, sustentada en un conocimiento enciclopédico de las sagradas escrituras, que se aprovecha de la mediocridad popular para atraer al pueblo hacia el abrigo de su enorme seguridad en sí mismo. Sólo una persona osará interponerse entre él y su propósito doctrinal: la profesora de biología. Un duelo de titanes entre dos mentes obstinadas que presagia la tragedia. Si sacamos el mensaje fuera del ámbito religioso se obtiene una astuta crítica contra el endiosamiento y la sobreprotección que se hace del adolescente en la actualidad. Un tema que quedó brillantemente interpretado por el grupo teatral, Els Joglars, en su última comedia: V.I.P., en la que, al igual que en Uchenik, se pone de manifiesto el evidente trato privilegiado que han alcanzado los jóvenes en la pubertad, un trato comparable al de las Very Important People, y que viene de la sobreprotección paternal y el miedo del sistema educativo de crear un trauma en los menores por medio del castigo o la amonestación verbal. Una actitud con un buen trasfondo que, paradójicamente, motiva a los niños a convertirse en seres endiosados, inaccesibles y con delirios de grandeza que a la vez allana su camino para que terminen actuando con tiranía y despotismo. Así, al ver el desenlace de la película, tenemos la sensación de que son los alumnos los que educan al profesorado y a los padres, convirtiéndose en modelos ejemplares de sabiduría para unos adultos cada vez más consumidos por sus inseguridades a consecuencia de una inminente revolución tecnológica que los deja irremediablemente en un nivel de marcada inferioridad evolutiva. Con sarcasmo, humor y un derroche de originalidad, Serebrennikov compone un certero retrato de las verdaderas Deidades de nuestra laica sociedad moderna: los adolescentes. (78 de 100)
NERUDA
Pablo Larraín, Chile, 2016 / QUINCENA DE REALIZADORES.
«Los cuatro grandes poetas de Chile
son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío».
son tres
Alonso de Ercilla y Rubén Darío».
El inigualable Nicanor Parra resumió en este “artefacto” de tres versos toda la controversia respecto a la literatura chilena y la zanjó con un duro golpe de cinismo. El sarcasmo al usar a Ercilla y Darío —español y nicaragüense respectivamente— como máximos exponentes poéticos de Chile, viene de la importancia que las obras de estos dos hombres ejercieron en su pueblo y, además, de la ridícula disputa originada al intentar crear un listado de cuatro nombres cuando son cinco los grandes poetas que han nacido en Chile: Mistral, Huidobro, Pablo de Rokha, Parra y Neruda. Obviamente todo dependía de lo conservador que fuera el clasificador a la hora de dejar fuera a uno u otro. Lo único claro es que Neruda, y puede que Mistral, fueran los dos únicos nombres que se mantuvieran constantes en todas las versiones. Neruda es irrefutable, ya lo dijo, una vez más, su “frenemy” Nicanor en su discurso de bienvenida a la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile: «Hay dos maneras de refutar a Neruda: una es no leyéndolo, la otra es leyéndolo de mala fe. Yo he practicado ambas, pero ninguna me dio resultado». Pablo Larraín, como Parra, puede que incluso más que él, conforma un narrador poco fiable, inexorablemente condicionado, en tanto que su discurso depende por completo de otras voces subjetivas debido a que nunca coincidieron en el mismo tiempo y, por lo tanto, el director es incapaz de tener una opinión propia de primera mano. En la complejidad de su discurso, el realizador no busca analizar la obra del poeta. Neruda se erige como un relato fragmentado e inconcluso de la asombrosa vida de un hombre luchador e idealista bajo el estigma del comunismo.
La película presenta las acciones desencadenantes de que, unos años más tarde, el poeta entablara amistad con Mario, el cartero —El cartero y Pablo Neruda (Il postino, 1994)—. Su gran lucha política como ciudadano chileno culminó meritoriamente en su elección como senador de la república, aunque la flaca recompensa a sus marcadas convicciones llegaría al verse obligado al exilio por las férreas desavenencias con el presidente González Videla, unas rencillas que llegaron a su punto álgido de tensión y elocuencia con la composición y lectura pública de una de sus grandes obras: su particular “Yo acuso”, tras la instauración de la ley maldita. Inspirado por la icónica carta abierta homónima de Émile Zola, dejó contra las cuerdas a un Videla, por entonces presidente de Chile, que no pudo soportar las insinuaciones de nazismo y quien, incapaz de defenderse con la oratoria de una de las grandes plumas por excelencia del siglo XX, puso poco menos que precio a su cabeza. Larraín recrea a un Neruda cansado y aburguesado; cansado por la extenuación intelectual que suponía, tras toda una vida componiendo y luchando por sus dos pasiones: el amor y la libertad, tener que repetir continuamente, y durante 20 años, alguno de sus 20 poemas de amor —en concreto, el número 20—; aburguesado por inercia reconfortante, una situación que le llevó a despertar ciertas hostilidades en miembros de su partido que no veían con buenos ojos su acomodada postura y los lujos de los que gustaba rodearse. La imagen que tenemos del rey del amor, romántico por naturaleza, se desvanece con la fuerza de unas palabras que hieren como no podría hacerlo ningún arma, palabras que sólo un poeta podría pronunciar, palabras que destrozan a quien más quieres. Vemos al Neruda enamorado, que sueña con escapar a caballo —fantasía presagiosa de su futuro— con su mujer mientras le promete amor eterno, y también vemos al Neruda vicioso y perverso. Ya lo dijo Pessoa: «El poeta es un fingidor», pues finge que su amor será eterno y luego lo vende en prostíbulos y burdeles, incapaz de hacer el amor a su propia esposa. Larraín compone un fabuloso trabajo al más puro estilo filme noir romántico en el que relata el juego del gato y el ratón que tuvieron Pablo Neruda y un detective privado contratado para darle caza. Para ello, el director se aprovecha de una estudiada fotografía que sabe sacar muy buen partido de la luz natural, y de un montaje engañoso que, mediante un narrador protagonista, poético y con numerosas licencias narrativas, jugará a despistarnos por medio de todo tipo de elementos contradictorios y anacrónicos, excesos descriptivos y cambios repentinos de escenario. El artista es acertadamente humanizado en este maravilloso biopic de uno de los capítulos más apasionantes en la vida de un hombre asombroso. (80 de 100)
TONI ERDMANN
Maren Ade, Alemania, 2016 / COMPETICIÓN.
Si hay algo que ha mantenido ocupados a los directores de ese cine introspectivo contemporáneo que, por estricta definición canónica, se circunscribe y generaliza dentro de las fronteras del cine independiente, aunque su amplia profundidad y la polisemia de su mensaje parecen abogar por una categorización más exclusiva e individualizada, es la forma, el medio, la necesidad obsesiva de filmar el cómo de esas acciones que acontecen y que, en la mayoría de ocasiones, nos ofrecen una perspectiva descarnada de las crisis sentimentales. La realizadora Maren Ade personifica un nuevo ejemplo de dicho procedimiento introspectivo al tratar de indagar en ese proceso, ya sea redentor, interesado o semiinconsciente, que lleva a un hombre a tomar consciencia de lo errático de su comportamiento y tratar de subsanarlo en la medida de lo posible. No es tarea fácil la de filmar algo incorpóreo, y mucho menos un proceso de disolución o putrefacción de esa materia inabarcable e incuantificable que compone la relación entre un padre y una hija que, por lo que nos cuenta Toni Erdmann, nunca han llegado a conectar del todo.
Con unas bases muy establecidas y cercanas a las directrices de algunos de los grandes experimentadores del sufrimiento y el desasosiego romántico, como Polanski o Chabrol, la directora alemana focaliza sus esfuerzos en discernir los obstáculos que se interponen entre nosotros y ese gran éxito que vendría de un acto tan sencillo como eficaz, cura de todos nuestros males modernos y que la escuela coheliana, y posteriormente la todopoderosa empresa Disney, se esfuerza en catalogar como un incesante mantra: “Let it go”. Pero eso que tan sencillo parece para algunos rastrilladores de jardines zen, requiere un elevado grado de armonía y conformidad con lo que somos, ya no sólo para alcanzar la armonía sentimental necesaria con un ser querido, sino también para llegar a conocernos y aceptar así quiénes somos, mediante un proceso doloroso que pasa por el recuerdo lacerante de la causa primera de ese malestar, que por fin habíamos dejado en segundo plano, para poder continuar con nuestra vida. Pasar página y admitirnos son dos acciones completamente discordantes, y eso es algo de lo que tendrán que aprender a la fuerza los protagonistas de esta película, dos seres infelices por necesidad, por ser incapaces de desprenderse de una careta que los condiciona a una vida de sobreactuación; una dedicación al trabajo excesiva en el caso de ella, una mujer dentro de un mundo de depredación laboral machista; y una necesidad de ocultar su inseguridad por medio de la constante parodia en el caso de él. Durante las más de dos horas y media de metraje, el filme no deja de incrementar su dosis de delirio absoluto a través de unas situaciones que pasan por lo absurdo y paródico para terminar siendo un conjunto de escenas surrealistas hasta decir basta. Todo será parte de una terapia de choque que lleve a ambos protagonistas al extremo y a la desinhibición absoluta de su ser para, entonces, abrazar sus verdaderos yo por primera vez. (57 de 100)
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / 69º Festival de Cannes