Love Streams
crítica de James White (Josh Mond, EE.UU. 2015).
Decía Píndaro que todos los problemas de Tántalo residían en su incapacidad de administrar la felicidad. Lejos de entrar a rebatir una afirmación tan controvertida como, a nuestro juicio, errónea, sí que utilizaremos las palabras del poeta clásico y su peculiar interpretación de la felicidad para la presentación del protagonista cuyo nombre, además, adquiere una importancia primordial pues éste da título a la película, o viceversa, ya que en la composición del esquema fílmico inicial nos es imposible adivinar qué vino primero: la concepción del personaje o el universo por el que transcurrirían sus acciones. Tántalo y James White no tienen nada en común, a excepción de que ninguno de los dos fue dichoso, pese a que ambos, en algún momento de su vida, así lo creyeron. Esta premisa queda evidenciada en la primera escena del filme, en la que se nos presenta al protagonista buscando esa felicidad artificial en el mejor escenario posible para dicha empresa: una discoteca “after hours”. Descubrimos al joven James bajo los efectos del alcohol y las drogas en compañía de una muchedumbre de almas solitarias, persigue el efímero afecto de cientos de desconocidos que tan pronto lo amarán y le prometerán amistad eterna, como lo dejarían morirse de asco o inanición, si llegara el caso, sin pestañear siquiera. James avanza entre la multitud movido por los empujones y los frenéticos acordes de una endiablada música taquicárdica. Sin embargo, incapaz de soportar la mundana vaguedad postiza a la que el resto de la sociedad pre-adulta se rinde sin reticencias, vemos a James huir de todo al tiempo que se coloca unos auriculares para abstraerse en su soledad, no soporta la feliz farsa y, mientras el mundo se desgañita exaltado a su alrededor, él se queda a solas con Ray Charles deseando que el sol no lo vea llorar —Don’t Let the Sun Catch You Crying—. Este astuto juego sonoro, que establece una metáfora de la propia existencia del protagonista, no será, ni mucho menos, el único ardid de significados y simbolismos que emplee Josh Mond en la composición de esta elegía al desamparado.
Mond, único integrante de ese tridente de cine independiente llamado Borderline Films que todavía no se había estrenado en la dirección, plantea un reflexivo y minimalista relato sobre las posibilidades de los jóvenes para salir adelante frente a la decadencia y la incapacidad física imperantes en este mundo moderno que exige dignidad religiosa en cuestiones mercantiles y patriarcales, pero se seculariza frente a los grandes mitos litúrgicos concernientes al pecado, la culpa y la aceptación del sufrimiento. Un mundo que parece negarse a prestar atención a un problema social creciente tan grave como el de la soledad del moribundo. Para ello, el director presenta una trama fragmentada de forma explícita en función de los diferentes meses que abarca la acción, esa pequeña porción de la vida de un joven y cuyo inicio se sitúa en noviembre de 2012. Tras la mencionada presentación del personaje principal, vemos que éste acude al Shiva en honor a la muerte de su padre. Un ceremonial fúnebre judío, que su madre ha accedido a celebrar en su casa pese a que, como conoceremos una vez James se pronuncie, ni ella ni su hijo profesan estas creencias religiosas. La reprochable actitud del protagonista en el funeral de su padre, perjudicado por la resaca de la noche anterior, pronto recibe su explicación, pues parece que el padre de James los abandonó por otra familia hace muchos años y éste no siente más que indiferencia hacia su progenitor. En este punto no queda duda sobre la intencionalidad del director de hacer girar la trama exclusivamente en torno a un único sujeto, catalizador de la imagen desde el comienzo del metraje con una sucesión de primeros planos y una cámara insistente que se niega a apartar la lente del rostro inexpresivo del joven. No existe acción, o realidad fílmica, fuera de los límites de la mirada de James. Al realizador sólo le interesa lo que ocurre dentro de un radio relativamente reducido de su protagonista. Por ello se omitirán detalles relevantes de la trama que serán revelados paralelamente al descubrimiento del propio James. Sólo de esta forma podemos alcanzar un perfecto entendimiento de su frustración y su angustia al recibir pésimas noticias sobre la salud de su madre de forma regular y periódica.
«Se incurre en el concepto de duelo anticipado, la imposición de la temida muerte anunciada de un ser querido que nos obliga a entrar en un luto adelantado, a llorar la pérdida de alguien que sigue con vida, como ocurría con los soldados durante la Segunda Guerra Mundial: llorados en su marcha, y excluidos y repudiados en su regreso».
El fuerte rechazo que sentimos hacia el proceder y el comportamiento de James, es contrarrestado por el director gracias a este uso constante del primer plano que terminará por surtir el efecto deseado, pues llegaremos a meternos en la piel del protagonista y a sentir una claustrofóbica angustia generalizada que nos hermana con White mientras sentimos su dolor e impotencia. Por momentos llegamos a la conclusión fatalista de que sólo la muerte de su madre puede acabar con ese período de sufrimiento y encaminarlo hacia la etapa adulta donde podrá manejar sus responsabilidades con potestad y albedrío. Gail, la madre de James, representa una visión alegórica de la propia vida de altibajos emocionales del protagonista. Tendente a perder la razón y la consciencia, Gail se convertirá en una carga difícil de soportar para un ser tan impulsivo y destructivo como James, quien tendrá que afrontar un compromiso absoluto cuando se vea forzado a aceptar que nadie, ni tan siquiera el tan apreciado sistema sanitario estadounidense, se va a hacer cargo de ella. Se incurre en el concepto de duelo anticipado, la imposición de la temida muerte anunciada de un ser querido que nos obliga a entrar en un luto adelantado, a llorar la pérdida de alguien que sigue con vida, como ocurría con los soldados durante la Segunda Guerra Mundial: llorados en su marcha, y excluidos y repudiados en su regreso —sólo puede haber un duelo—. Los enfermos terminales son los nuevos soldados, de ahí las constantes comparaciones metafóricas modernas entre la guerra y la enfermedad (es un luchador, vas a vencer esta batalla…). Y lo cierto es que hay mucho de la teoría de Erich Lindemann —La sintomatología y el manejo del duelo agudo, 1944— en James White, sobre todo si analizamos en profundidad el final de la película y la forma de reaccionar a ese sobresalto que ocurre en el desenlace.
«James White es crítica con la sociedad, pero no peca de hipocresía; es consciente de que gran parte de los problemas del mundo contemporáneo radican, no ya en la administración de la felicidad que decía Píndaro, sino en la solemne vanidad con la que exigimos unos derechos que consideramos irrevocables, sin tan siquiera plantearnos que esas normas de civismo nos comprometen a unas mínimas responsabilidades que garanticen un civilizado statu quo».
Lejos de caer en la —a veces— falsa conmiseración hacia el adolescente incomprendido, el realizador deja abierto, y bien abierto, el apartado para la duda. Se debate sobre la culpabilidad del propio James al sugerir que su egoísmo e inmadurez están por encima de las acciones piadosas de las que presume. Aquí el director nos sacude con unos diálogos descarnados, crudos, hirientes que nos recuerdan al incensurable Cassavetes y su tratamiento de los dramas familiares: amigos de un padre difunto que no se muerden la lengua y, en el mismo entierro, atacan al protagonista, madrastras desconocidas que torturan a la madre con las exageradas muestras de padecimiento y falta de tacto por el sufrimiento ajeno… En ocasiones, los actores hablan a un receptor invisible, sabemos que está presente en la escena pero se le mantiene fuera de plano, no hay sitio para él en la narrativa introspectiva del director, que condena al emisor a una especie de monólogo del que, eventualmente, obtendrán contestación de un ente invisible. Así se acentúa esta sensación de soledad que inunda a todos los personajes, un recurso muy cassavetiano con el que James se introduce en un periodo de redención para, por fin, tras serle denegada la asistencia médica a Gail, dedicarse al cuidado de su madre de manera absoluta. Mientras tanto, toda esa ansiedad, agonía, sufrimiento y tristeza que acompañan al protagonista será trasladada de forma inevitable a sus seres más cercanos: su inseparable amigo y su novia, que pagarán el amor hacia James con sus accesos violentos. Únicamente durante una entrevista de trabajo somos capaces de observar una actitud que se asemeje a la comprensión y la aceptación de la derrota dentro de la constante espiral de negación y autodestrucción a la que se somete el joven. Gracias a Ben, un amigo de la familia, conseguimos entender una de las piezas fundamentales causantes de ese sufrimiento: la falta de una figura paterna en su vida. Pese a haber sido criado por su madre, no tardó en emprender una vida independiente al margen de preocupaciones familiares, hasta que éstas lo golpearon de lleno con implacable fuerza. James White es crítica con la sociedad, pero no peca de hipocresía; es consciente de que gran parte de los problemas del mundo contemporáneo radican, no ya en la administración de la felicidad que decía Píndaro, sino en la solemne vanidad con la que exigimos unos derechos que consideramos irrevocables, sin tan siquiera plantearnos que esas normas de civismo nos comprometen a unas mínimas responsabilidades que garanticen un civilizado statu quo. | ★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín-Alicante
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: James White. Director: Josh Mond. Guion: Josh Mond. Fotografía: Mátyás Erdély. Duración: 85 minutos. Música: Scott Mescudi. Productora: BorderLine Films / Relic Pictures. Montaje: Matthew Hannam. Diseño de producción: Jade Healy, Scott Kuzio. Diseño de vestuario: Emma Potter. Intérpretes: Christopher Abbott, Cynthia Nixon, Scott Mescudi, Mackenzie Leigh, David Call, Ron Livingston. Presentación oficial: Sundance Film Festival.