La tragedia según Ozu
Crepúsculo en Tokio (東京暮色, Tokyo boshoku, Yasujirō Ozu, 1957).
Empecemos con una advertencia. El lector quisquilloso con los spoilers no debería leer más allá de este párrafo. Se van a desvelar en este texto numerosos aspectos de la trama que, con una mentalidad convencional, deberían esconderse cuidadosamente para no arruinar la sorpresa. Pero quizá esa mentalidad no sea la mejor para enfrentarse al cine de Yasujirō Ozu, donde los giros dramáticos importan mucho menos que el mero hecho de observar. Mark Cousins, en uno de los apuntes más agudos de su Historia del cine, propone a la obra de Ozu como el auténtico arquetipo del clasicismo cinematográfico. Siempre que concibamos, eso sí, el clasicismo en el sentido que tiene el término en la Historia del Arte. El equilibrio perfecto entre forma y contenido. En lo que solemos entender por cine clásico (la producción mainstream de Hollywood hasta los años cincuenta), la transmisión de emociones inmediatas a la audiencia prima por encima de cualquier otro aspecto (Cousins propone, desde esta perspectiva, sustituir la expresión “cine clásico” por la más adecuada “realismo romántico”). Una buena película, así entendida, es la que consigue eficazmente el llanto, la risa o la sorpresa. Esto es, la forma se subordina al contenido condicionada por el mecanismo de la empatía sentimental. La metodología de Ozu, por el contrario, es la que más se acerca a los preceptos estéticos de, pongamos, un Praxíteles. Ambos recurren a una narrativa muy repetida (los viejos mitos de los dioses en el caso del griego, la misma historia de desintegración de la familia tradicional japonesa que el japonés cuenta en casi todas sus películas), que de por sí sola no justifica la creación de una nueva obra. Por lo que su valor reside en cómo se suma la potencia de las resonancias universales de su contenido a la forma de presentarlo.
Así, una de las máximas más conocidas de Ozu es su declaración de que toda película que contenga demasiado drama resulta fallida. Ahora bien, la cinta en particular que nos ocupa parece contradecir esas palabras. En el argumento de Crepúsculo en Tokio hay nada menos que un abandono materno, el suicidio de una de las protagonistas, la separación de un matrimonio infeliz, un aborto y tres personajes principales (un padre y dos hijas) marcados por su soledad e incomunicación. Además, la presencia del invierno y el frío en la acotación temporal del relato (la única estación que no está presente en ninguno de los títulos de sus películas) y la decisión de situar casi todas sus escenas en las horas del crepúsculo (algo de lo que se contagia la lúgubre fotografía) dan cuenta de lo insólita que resulta esta cinta dentro de los parámetros habituales del cineasta. El propio Ozu no se identificó demasiado con el proyecto en un principio, y al ser estrenada en Japón fue un fracaso de crítica y taquilla. Una anomalía en la carrera de un director que solía cosechar grandes elogios y excelentes respuestas del público con cada una de sus obras. A causa de ello, Crepúsculo en Tokio no goza de la fama ni del estatus consensuado de obra mayor que tienen sus creaciones más reconocidas, encabezadas por Primavera tardía (1949) y Cuentos de Tokio (1953). Pues bien, este texto tiene el propósito de reivindicar a Crepúsculo en Tokio como otra de esas obras mayores del maestro japonés. Dado que, pese a lo que tiene de excepcional dentro de su filmografía por esos excesos dramáticos y sombríos (sólo sobre el papel, ya lo adelantamos), es una de las películas que mejor aplica los estilemas de depuración formal y contención que el japonés fue perfeccionando durante su trayectoria y que le han convertido en uno de los grandes de la Historia del cine.
«El propio Ozu no se identificó demasiado con el proyecto en un principio, y al ser estrenada en Japón fue un fracaso de crítica y taquilla. Una anomalía en la carrera de un director que solía cosechar grandes elogios y excelentes respuestas del público con cada una de sus obras».
De Crepúsculo en Tokio se suele decir que es la más narusiana de las películas de Ozu. Una afirmación correcta sólo en su nivel más superficial. Es cierto que las dimensiones trágicas de su argumento remiten al pesimismo de los dramas femeninos del otro gran maestro del shomingeki. La familia desestructurada protagonista, marcada por el abandono en el pasado de la madre, está muy lejos de los lazos paternofiliales cuya inmensa fuerza marcaba a los personajes de obras de Ozu como Había un padre (1942) o Primavera tardía. Sin en aquellas el conflicto dramático surgía del sacrificio de estos afectos a una necesidad más “práctica” de cambio y evolución vital, en Crepúsculo en Tokio se parte de la inexistencia (o más bien la debilidad) de esos afectos en su familia protagonista. Pero ambos casos, el tono es elegiaco. La ruptura de los protagonistas jóvenes de Ozu con sus padres se contempla con melancolía porque da cuenta del declive del modelo tradicional de familia japonesa, condenado a la desaparición. He aquí la diferencia esencial con Naruse. Ambos directores, siempre tan comparados, centran su atención en la familia y en cómo los lazos que ésta crea condicionan a los individuos. Pero mientras que para Naruse la ruptura con dichos lazos es una liberación necesaria (aunque imposible en última instancia), para Ozu es una pérdida. Por tanto, este último da al contenido de Crepúsculo en Tokio una lectura que, en fondo, es muy poco narusiana: la inexistencia de vínculos familiares estrechos como algo a lamentar.
La familia protagonista de Crepúsculo en Tokio la forman Shukichi (Chishû Ryû, el actor fetiche de Ozu) y sus dos hijas Takako (la mayor, interpretada por la muy celebrada Setsuko Hara) y Akiko (la hermana menor, encarnada por Ineko Arima en su primera colaboración con el director). Tanto Takako como Akiko, decíamos, están muy lejos de los intensos afectos padre-hija que acostumbraba a contar Ozu. En consecuencia, el escenario doméstico que comparten (la casa familiar) no tiene el carácter hogareño y unificador habitual en sus películas, algo que testimonian detalles como la falta de escenas de comidas familiares que suelen explicitar dicho carácter. Por el contrario, el hogar no hace más que extender las soledades de los tres protagonistas. Es el sitio que completa la rutina diaria desapasionada de Shukichi tras una jornada de trabajo, la residencia transicional de Takako mientras decide qué hacer tras haberse separado de su marido, y un lugar vacío de significado para la muy extraviada Akiko, una joven estudiante que es quizá uno de los personajes más trágicos de todo el cine de Ozu (en un momento dado llega incluso a la negación de sí misma que, significativamente, realiza desde su negación como miembro de la familia: «No soy hija de mi padre. Sólo tengo la sangre sucia de mamá»).
«La ruptura de los protagonistas jóvenes de Ozu con sus padres se contempla con melancolía porque da cuenta del declive del modelo tradicional de familia japonesa, condenado a la desaparición. He aquí la diferencia esencial con Naruse. Ambos directores, siempre tan comparados, centran su atención en la familia y en cómo los lazos que ésta crea condicionan a los individuos».
La peripecia de Akiko, de hecho, termina revelándose el principal conflicto argumental de Crepúsculo en Tokio: su dolorosa ausencia de lazos afectivos. En el primer trazo, Akiko aparece en una situación de extravío vital claro: su escenario de acción no es la casa familiar, sino las calles de los barrios populares de Tokio, por las que vaga entre bares de mala catadura, salas de juego y residencias universitarias. Más adelante se nos hace saber que está embarazada y que su novio no parece dispuesto a asumir responsabilidades al respecto. Lo que, junto a la falta de comunicación con su padre y su hermana, la lleva a actuar en solitario y sin apoyos, desembocando en una decisión, la de abortar, que marca su giro irreversible hacia la tragedia. Ozu cuenta su desgarro y su desesperación en dos escenas que pueden situarse entre las mejores que jamás haya rodado. La primera es un plano-contraplano de Akiko y la hija de de Takako, un bebé que apenas ha empezado a caminar, insertado justo después de su operación en la clínica abortiva. La segunda, situada justo antes de que Akiko tome la decisión de arrojarse ante un tren, la muestra propinando sendas bofetadas a su novio que expresan una inmensa rabia contenida. Las dos escenas están rodadas con el minimalismo habitual de Ozu, sin truculencias, de forma breve y con actuaciones contenidas. En la primera, Ozu corta el plano justo cuando Akiko empieza a llorar. En la segunda, hace que abandone la estancia tras pegar al novio, sin añadir nada más y dejando el suicidio posterior en elipsis. En ningún caso utiliza recursos propios del “realismo romántico” como primeros planos o música subrayadora. La expresividad de esos momentos radica en cómo imágenes de apariencia anecdótica (un bebé que camina tambaleándose, dos fugaces bofetadas) se cargan de implicaciones que son reconstruidas mentalmente por el espectador, desde la respetuosa distancia observacional que imponen el “plano Ozu” y los cortes del montaje.
Este es el modo que Ozu encuentra de trasladar a su terreno, a la perfecta armonía entre forma y contenido, un relato en principio cargado de truculencia dramática. Pero, además de la elipsis y la tranquila quietud y distancia de la cámara, también despliega otro de sus elementos habituales que logra la misma efectividad: el “dejarse llevar” por tramas secundarias o incluso trazos de vidas ajenas que no aportan nada al argumento en sí mismo. El conflicto principal, decíamos, se encuentra en la figura de Akiko. Y se desata a raíz del aborto y la posterior reaparición en su vida de la madre que la abandonó cuando era una recién nacida. Ahora bien, esa reaparición de la madre es desvelada cuando ya ha transcurrido más de una hora de metraje (interactúa antes con Akiko, pero ocultando su verdadera identidad) y el embarazo no se conoce hasta pasados tres cuartos de hora. El metraje se inicia con una larga escena de conversación en un bar protagonizada por Shukichi, que luego se comprobará que no tiene ninguna relevancia argumental. Después, se dedica la primera media hora a mostrar la situación de Takako tras su separación matrimonial, pese a que se trate de una trama secundaria que no volverá a retomarse hasta el final de la película. Y el foco se detiene en muchos momentos posteriores en las rutinas vitales de Shukichi, pese a ser un personaje que no influye en el desarrollo de la trama principal al desempeñar un rol familiar totalmente pasivo (algo que, no obstante, sí resulta muy relevante para comprender la situación de la pobre Akiko). Más aun, resultan muy llamativas algunas secuencias en las que Ozu se dedica a empaparse del ambiente de las situaciones. Por ejemplo, durante un par de minutos encadena planos de varias personas que se encuentran en el mismo bar que Akiko, sugiriendo mediante pura imagen sus historias de desencanto vital sin más intención que enriquecer la descripción del escenario decadente.
«El “mono no aware” a lo Ozu es lo que hace que, por encima de los excesos dramáticos argumentales que, a un nivel superficial, distancian a Crepúsculo en Tokio de las obras más reconocidas del director, se imponga la capacidad privilegiada del cineasta para llenar la pantalla de vida, en su sentido más amplio e inabarcable».
Todos estos detalles, sumados a los conocidos pillow shots marca de la casa (planos de objetos o paisajes urbanos sin presencia humana que Ozu inserta entre diferentes secuencias, y que pueden no tener siquiera relación espacial con el argumento), suman fuerzas en la transmisión de una perspectiva típica de Ozu: la sensación de estar observando, más que una historia concreta, el transcurrir de la vida. Las peripecias de Akiko pueden tomar un cariz trágico, pero el mundo sigue girando en todo momento. Ozu, a diferencia del mentado “realismo romántico”, no persigue la congelación emocional del tiempo, sino insertarse en su discurrir natural. Un aspecto que es el que mejor explicita el legado de la tradición cultural japonesa en el cine de un autor que es conocido por contar, precisamente, la integración de esa tradición con la nueva modernidad occidentalizada: el concepto de “mono no aware”. La contemplación melancólica y reposada de lo efímero que da su razón de ser, por ejemplo, a los famosos haikus. El “mono no aware” a lo Ozu es lo que hace que, por encima de los excesos dramáticos argumentales que, a un nivel superficial, distancian a Crepúsculo en Tokio de las obras más reconocidas del director, se imponga la capacidad privilegiada del cineasta para llenar la pantalla de vida, en su sentido más amplio e inabarcable.
Las partes trágicas del final del filme (el suicidio de Akiko, su muerte y su funeral) están cuidadosamente eludidas. Las últimas escenas, por el contrario son marcas de que la vida continúa. La madre reaparecida toma un tren que la lleva de Tokio hacia un nuevo lugar donde vivir, continuando con la vida deambulatoria a la que se entregó tras el abandono familiar. La reconciliación con sus hijas no se ha producido, pese a que ella esperaba que Takako decidiera consumarla en el último momento acudiendo a despedirla a la estación de tren. Cuando eso no sucede, Ozu cuenta el desaliento de la madre con un simple gesto: ella limpiando el vaho que ha cubierto la ventanilla, que impide que pueda mirar al andén con la esperanza de ver aún aparecer a Takako. En pantalla no aparece una sola lágrima, ni el guión hay palabra alguna que explicite su tristeza. Como tampoco la hay en la siguiente escena, que cierra la cinta. Shukichi retoma su ritual mañanero antes de ir a trabajar. Se viste, toma su maletín, sale de la casa familiar y camina por la calle desapareciendo poco a poco del encuadre. Incluso la música que suena al entrar los títulos de crédito, el tema principal de la película, es muy denotativa de esta observación “mono no aware”. Ozu escogió una adaptación que realizó el compositor Takanobu Saitô del popular pasodoble Valencia de Antonio Padilla. Contrapuntear una historia de abandono, soledad y muerte con un tema levemente festivo es algo que sólo se le puede ocurrir a alguien tan obsesionado por el equilibrio forma-contenido como el japonés.
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Japón, 1957. 東京暮色 Tokyo boshoku. Director: Yasujirō Ozu. Guión: Yasujirō Ozu, Kôgo Noda. Productora: Shochiku. Productor: Shizuo Yamanouchi. Fotografía: Yûharu Atsuta. Montaje: Yoshiyasu Hamamura. Diseño de producción: Tatsuo Hamada. Reparto: Ineko Arima, Setsuko Hara, Chishu Ryu, Kamatari Fujiwara, Nobuo Nakamura, Kinzo Shin, Haruko Sugimura, Teiji Takahashi. Duración: 135 minutos.