Ars hieratĭcus
crítica de El renacido (The revenant, Alejandro G. Iñárritu, EE.UU, 2015).
Se equivocaba Aristóteles —¡pues sí que empezamos bien!— en su Poética al exigir la linealidad narrativa. Bueno, se equivocaba a medias. Si bien su defensa de la unidad conceptual generalizada de todos los elementos del relato es una de las más elocuentes afirmaciones y una de las herramientas más certeras para conectar al público con la obra, su defensa de la exposición secuencial en riguroso orden cronológico parece que perdió algo de fuerza por culpa del —o gracias al— inmovilismo cultural, del cual Lope de Vega fue precursor, pionero y trasgresor al atentar contra los dogmas —planteamiento, nudo y desenlace— que estableció el erudito filósofo y que todavía perduran (con ciertas excepciones experimentales como la que nos ocupa) dos mil trescientos años después. No hay duda de que la causalidad lineal de los textos decimonónicos resulta necesaria para la comprensión de una voz que abogue por la verosimilitud y la transparencia, al tiempo que el empirismo narratológico se muestra contundente en la defensa de esta teoría, al demostrar la incontestable coyuntura colateral generada por el simple motivo de que un hecho puede provocar otro, formando una cadena de acontecimientos merecedora de un planteamiento meticulosamente estructurado. No obstante, la ficción posmoderna estableció una nueva forma de llegar a un resultado de expectación similar sin seguir ese orden secuencial, al confirmar que una acción del presente puede destapar un acaecimiento oculto del pasado que no había sido relevante para la historia hasta ese preciso instante. Iñárritu es un especialista en este tipo de revelaciones atípicas y pretéritas, y su nueva película, El renacido (The Revenant), da buena cuenta de esta adaptación de los preceptos aristotélicos: su obra está claramente enfocada a imitar una acción pasada que constituye un todo unitario y lo dirige a un futuro esclarecedor. Sin embargo es este concepto de unidad argumental lo que ha modificado para que el resultado final se pierda deliberadamente en lo alegórico y abstracto. La metáfora para Iñárritu es un lugar donde el tiempo se detiene y deja de existir como lo conocíamos, hasta tal punto que los conceptos de temporalidad lineal o circular dejan de tener sentido.
La alteración y la rectificación del ritmo narrativo suponen el hallazgo de una estructura compleja que une distintas realidades, tal vez alejadas del concepto espacio-tiempo lineal, pero que en la definitiva significación metafórica se hermanan y se convierten en algo inseparable. Estas realidades son mostradas por el realizador gracias al empleo de dos esquemas lingüísticos por separado: por un lado el visual, impecable trabajo de Emmanuel Lubezki en la composición de una imagen apoteósica que, lejos de aprovecharse de la impresionante naturaleza salvaje de la que dispone, se fusiona con ella, se deja arrastrar convirtiendo a la cámara en un ser vivo montaraz que comienza como espectadora con el fin de descubrirnos, en un contrapicado medroso, el avance de un grupo de tramperos, y termina, en una misma escena, como la protagonista que desvela, con un nadir giratorio épico, una lluvia de flechas en llamas lanzadas por espíritus invisibles que amenazan la integridad de los exploradores. Hugh Glass marcha impertérrito para sacar, no sólo a sus compañeros, sino también a su familia, de las afiladas flechas de la muerte en medio de un apabullante poema visual de fuerza y pasión. Por otro lado encontramos el esquema narrativo, ése que relata la expedición de un grupo de cazadores que se adentra en los confines de norte de Luisiana cuando es sorprendido por una tribu de indígenas que roban sus pertenencias y asesinan a más de la mitad de sus hombres. Será precisamente la cultura de los aborígenes, sus creencias y las influencias de la naturaleza lo que consiga conciliar ambos esquemas y amalgamarlos en perfecta armonía para ofrecernos la visión redentora del hombre blanco en su avance destructivo colonial, que por fin conocerá lo que supuso esa sanguinaria persecución por medio del viaje ulisíaco del protagonista, cuyo cuerpo constituirá una réplica en miniatura del campo de batalla más sangriento de la historia americana, aquél que nos vendieron como un juego de indios y vaqueros.
«El director usa parcialmente la linealidad con el propósito de agravar esa ruptura del héroe. Introducir una elipsis salvadora sería otorgarle a Glass su libertad por la vía rápida».
Christopher Nolan nos enseñó que la mejor forma de crear empatía hacia un héroe es romperlo para, una vez fracturado, mostrar su ascenso implacable hacia la consecución de su heroico objetivo, el cual vendrá acompañado de una frase o arenga alentadora y emotiva que estimule nuestra simpatía hacia el protagonista. “Jamás vencido el ánimo,/ su cuerpo ya rendido,/ sintió desfallecido/ faltarle, Montemar;/ y a par que más su espíritu/ desmiente su miseria/ la flaca, vil materia/ comienza a desmayar./ Y siente un confuso,/ loco devaneo,/ languidez, mareo/ y angustioso afán:/ y sombras y luces/ la estancia que gira,/ y espíritus mira/ que vienen y van”. Del mismo modo que Espronceda exponía la superación personal y la lucha contra los obstáculos en El estudiante de Salamanca, Iñárritu dota a su personaje de un arrojo y espíritu resolutivo admirable, no sin antes obligarlo a pasar por un pleonasmo de dolor y sufrimiento; no sólo físico, sino también anímico y espiritual, aunque el físico, no nos engañemos, será especialmente concienzudo. Comenzábamos diciendo que un tiempo lineal absoluto no era la forma de expresión más adecuada para el proceso narrativo contemporáneo, también es cierto que la linealidad relativa sí que es esencial y, de hecho, su constancia a lo largo de la historia lo demuestra. En este caso, el director usa parcialmente la linealidad con el propósito de agravar esa ruptura del héroe. Introducir una elipsis salvadora sería otorgarle a Glass su libertad por la vía rápida. La redención tiene que llegar mediante un proceso de aceptación y síntesis que comience en ese penoso hecho pasado —el asesinato de su mujer—. De otro modo cualquier sentimiento de culpa o pena remota sería una carga que frustraría para siempre la posibilidad de una reconciliación con la propia existencia. Lo peor que sucede al protagonista, la causa imperante y máxima de su sufrimiento, es la condena que el director le impone de obligarlo a vivir un presente de temporalidad ordinaria. Pese a que se escuda en unos saltos oníricos para tomar aire, al despertarse se encuentra en la pesadilla del momento presente, en la imposibilidad de esquivar el inevitable segundo siguiente, de trascender las fronteras del yo y el ahora. Por ello se aferra a una idea de venganza que lo mantenga ocupado e indestructible. Su misión es su vida y su vida es su misión. Glass alcanza una armonía existencial absoluta y perfecta, aunque fundamentada en la destrucción; por ello la una no existe sin la otra.
«Como Sísifo, Glass seguía arrastrando la piedra día tras día, en un espantoso martirio potestativo cuando ya nada tenía por lo que luchar, cuando ya nada le quedaba en esta vida».
Glass se convirtió en el héroe por una desafortunada casualidad. El oso le atacó sin piedad, como pudo haber atacado a su compañero y coprotagonista, Fitzgerald (Tom Hardy), en cuyo caso, es más que probable que se hubieran respetado las mismas acciones aunque con los roles cambiados. Desde ese momento el guía de la expedición se convierte en un lastre para el grupo, que tiene que tomar una decisión precipitada, como precipitadas han sido todas desde el ataque inicial que los ha sumido en la desgracia. Los dos personajes principales, antagónicos en apariencia, representan lo mismo: la figura del superviviente. Ambos son la misma persona. El capricho del destino convirtió a uno en leyenda y al otro en villano, cuando realmente ambos son líderes capaces de tomar la decisión que les salve la vida. Ahí reside la grandeza de Iñárritu, en su capacidad de componer dos personalidades tan fuertes que puedan coexistir en un gran angular en el que apenas cabe su propio ego. Pero al margen de frivolidades litúrgicas y narcisismos, no hay duda de la facilidad del director mexicano para desarrollar y dirigir a sus personajes, crear dos figuras tan similares y que, al mismo tiempo, parezcan tan diferentes. «Morir ya no me da miedo, eso ya lo he vivido». De esta frase literal se intuyen los pensamientos suicidas que acontecieron inevitablemente en la mente del protagonista. Su lucha interna con los demonios de la rendición ofrece, entre líneas, la teoría de que abandonar el combate, y por lo tanto la meta, representaría dejarse morir, ya que un muerto sólo puede suicidarse aceptando su condición de muerto o, lo que es lo mismo, aceptando que su lucha ha terminado. Por ello lleva como nombre el renacido, porque renace adoptando la forma de aquello que le causa la muerte, de su enemigo postrero; presentándose inicialmente con la forma del indígena que le arrebató lo que más quería y, desde entonces, sufriendo un proceso de mutación en un oso, una catarata, un caballo desbocado, una avalancha de nieve… el hombre frente a la indómita naturaleza como precepto básico de la filosofía aborigen. «No te afanes, alma mía, por una vida inmortal, pero agota el ámbito de lo posible» decía Píndaro y recuperaba Camus para exponer la metáfora del suicidio como única escapatoria al esfuerzo inútil e incesante del hombre. Y, como Sísifo, Glass seguía arrastrando la piedra día tras día, en un espantoso martirio potestativo cuando ya nada tenía por lo que luchar, cuando ya nada le quedaba en esta vida. Por si el padecimiento físico no hubiera sido bastante, el director somete al personaje principal a un “lynchamiento” —davidiano, se entiende—, que nos sumerge en un mundo onírico, en ocasiones de una hiperrealidad preciosista, donde aparecen los tormentos inexorables que castigan su conciencia; le obliga a someterse a su naturaleza, y por ello termina abrazado a un árbol, un árbol que no era sino la representación de sus temores añejos.
«El renacido tiene como función primera educar al espectador en la antisepsia espiritual, una técnica que impide el contagio de vulgaridad cultural basándose en unos cánones de belleza y rigurosidad técnica perentorios. La espiral dextrógira, asociada en la mitología griega con Palas Atenea; sabiduría y eternidad, marca el camino hacia el abismo insondable de la venganza».
«Todos somos salvajes», reza un cartel colgado sobre el cuello exangüe de la única figura bondadosa que distinguimos en todo el metraje. Puede que ese mensaje lapidario tuviera razón, sobre todo al asumir ese plural auto-inculpador que funciona como una presunción de hostilidad múltiple y generalizada. La Doctrina Monroe, que decía aquello de «América para los americanos», fue elaborada por John Quincy Adams y atribuida a James Monroe en el año 1823, el mismo año en el que se narran los hechos, en ella se estableció que cualquier intervención de los Estados europeos en América sería vista como un acto de agresión que requeriría la intervención militar de los Estados Unidos. El conflicto con los franceses flota de fondo mientras el tiempo pasa y los protagonistas salen en su búsqueda. Se necesita más tiempo, como expusieron Tarkovski o Proust, para terminar lo empezado o, simplemente, para alcanzar la redención o la salvación espiritual. Algo que llegará de la mano de los dioses, quienes quieran que éstos sean, en un lugar y un tiempo que bien parecen abandonados a toda suerte. El renacido tiene como función primera educar al espectador en la antisepsia espiritual, una técnica que impide el contagio de vulgaridad cultural basándose en unos cánones de belleza y rigurosidad técnica perentorios. La espiral dextrógira, asociada en la mitología griega con Palas Atenea; sabiduría y eternidad, marca el camino hacia el abismo insondable de la venganza. Se deleitaba Pessoa con la suerte de quien logra la correcta interpretación de sus teorías [1]. Y qué razón tenía el poeta, pues si esta acertada diégesis llega en el momento adecuado de una película como El renacido, en la que es fácil dejarse distraer y abrumar por la intensidad de su mensaje, afortunado será tanto el interpretador como el interpretado, pues habrán subvertido el orden aristotélico y sobrevivido para contarlo en una conexión cinematográfica única. | ★★★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Alicante
[1] «La delicia de verse comprendido no puede tenerla quien se quiere no comprendido, porque sólo a los complejos e incomprendidos les sucede esto; y los otros, los sencillos, aquellos a quienes los demás pueden comprender, ésos nunca sienten el deseo de ser comprendidos».
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: The Revenant. Director: Alejandro González Iñárritu. Guion: Mark L. Smith, Alejandro González Iñárritu (Novela: Michael Punke). Fotografía: Emmanuel Lubezki. Duración: 156 minutos. Música: Carsten Nicolai, Ryûichi Sakamoto. New Regency / Anonymous Content / RatPac Entertainment; Distribuida por 20th Century Fox. Montaje: Stephen Mirrione. Diseño de producción: Jack Fisk. Diseño de vestuario: Jacqueline West. Intérpretes: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Paul Anderson, Kristoffer Joner, Joshua Burge, Duane Howard, Melaw Nakehk'o, Fabrice Adde, Arthur RedCloud, Christopher Rosamond, Robert Moloney, Lukas Haas, Brendan Fletcher, Tyson Wood, McCaleb Burnett.