Cowboys en Valaquia
crítica de Aferim! (Radu Jude, Rumanía, 2015).
«Cada nación tiene su propósito. Los judíos, estafar. Los turcos, hacer daño. Nosotros, los rumanos, amar, honrar y sufrir como buenos cristianos. […] Los gitanos tienen que ser esclavos. Ham echó bosta de caballo sobre Noé, y Noé los maldijo, para que fueran esclavos y negros como la mierda».
En una de las escenas más llamativas de Aferim!, los dos agentes de la ley protagonistas, Costadin e Ionita (padre e hijo), comparten un rato de conversación durante su viaje por los caminos recónditos de Valaquia con un monje, que pronuncia la cita que precede a estas líneas. Una conversación verborraica, muy literaria en su forma pero tremendamente vulgar en su fondo (aspecto extensible a toda la película), en la que el religioso cita teorías que combinan citas bíblicas con leyendas apócrifas para justificar por qué los judíos no pueden ser considerados humanos, o por qué los gitanos están destinados a la esclavitud. Costadin, por su parte, le responde con retazos de refranería popular mientras el imberbe Ionita escucha, respetuosamente silente ante las voces de la sabiduría anciana. La secuencia, una buena condensación de toda la película, está filmada en unos pocos y largos planos generales, donde las tres figuras humanas que avanzan sobre sus caballos apenas se distinguen en la inmensidad de un paisaje yermo, aderezado por vegetación desértica y surcado por montañas que no dejan ver el horizonte, fotografiado en blanco y negro.
Punteada por esta forma tan panorámica de encuadrar sus personajes, la ambientación de Aferim! se sitúa en 1835, época en la que la Europa más cosmopolita se encuentra en plena efervescencia revolucionaria. La Ilustración, los avances científicos y la naciente democracia han derribado los otrora sólidos cimientos de un mundo donde una ensalada de religión y mitología popular sustentaba un estricto régimen feudal en el que el “cada uno donde le corresponde” se asumía sin discusión. Pero la ola renovadora no llegó a todas partes. En el mismo tiempo en el que La libertad guiando al pueblo expresa el ímpetu de una nueva Europa, Costadin e Ionita discuten, en torno al fuego de una hoguera, sobre si en algún lugar de la tierra existe una especie de barranco que marca el final del mundo. ¿Pero al final, qué más da —concluye Costadin— que la tierra sea redonda o plana, si ante su inmensidad ellos son como las pequeñas brasas de la hoguera que los calienta? Puntos minúsculos destinados a apagarse pronto, cuyo conocimiento del mundo se limita a poco más allá de las fronteras de su Valaquia natal, ese desierto inmenso tan poco propicio para nuevos florecimientos. Donde el poder del déspota feudal de turno apenas alcanza a castigar a siervos díscolos y cobrar de cuando en cuando sus tributos, mientras cada en cada aldea en mitad de la nada sus habitantes, solos contra los elementos, se buscan el pan como mejor pueden.
«Las citas a John Ford maridan con un aroma de novela picaresca, ese género al que la idiosincrasia tradicional rumana (no muy diferente a la española, por cierto, como demuestra el éxito de este género en nuestra literatura) se pliega tan bien».
En resumidas cuentas, Radu Jude propone con su quinto largometraje una inmersión en un mundo determinado por su desfase ancestral, donde el paso del pensamiento mitológico al racional no ha empezado siquiera a cuajarse. En consonancia, la peripecia de Costadin e Ionita que da cuerpo al argumento no tiene ningún carácter transformador. El primero, agente de la ley, ha sido contratado por un noble boyardo para que dé caza a uno de sus esclavos, un gitano que ha huido de sus dominios tras haber mantenido relaciones con la esposa del señor. Costadin se embarca así en una aventura de clara estética western (la Valaquia decimonónica es un perfecto Monument Valley a la rumana) donde la trama avanza a ritmo de caballos a trote ligero, salpicada por los distintos encuentros que se suceden en el camino y las conversaciones con su hijo, en las que ejerce la función de transmisión del saber que se espera de él como padre. Con lo cual, las citas a John Ford maridan con un aroma de novela picaresca, ese género al que la idiosincrasia tradicional rumana (no muy diferente a la española, por cierto, como demuestra el éxito de este género en nuestra literatura) se pliega tan bien. A esta esencia picaresca apuntan el carácter teatral de los diálogos, el individualismo espabilado como medio de supervivencia en un entorno donde los recursos comunes son escasos, o la superstición popular como base de una teoría de conocimiento de la realidad. Esto último, en el fondo, a modo de mitología totalizadora que permita conciliar la existencia de injusticias como la esclavitud de los gitanos (un colectivo que, en boca de los protagonistas, no sale demasiado bien parado), la exclusión de los judíos o el sometimiento del país al Imperio Otomano. Chascarrillos como la cita que abre esta crítica (el origen extranjero del mal, una autoconcepción de la identidad rumana como algo a la vez sufrido y virtuoso) son creídos por pura necesidad de mantener el sistema.
La cuestión, además, es que Aferim demuestra que picaresca y western tienen algo esencial en común. Su condición de géneros que a menudo narran aventuras sin rumbo fijo, con caracteres errantes que recorren las realidades sociales más alejadas del universo de la ciudad y la ley. Realidades sociales donde los estratos más humildes viven en una suerte de anarquía interrumpida a ratos por los tics dictatoriales del cacique de turno (bandido, terrateniente o, como en nuestro caso, señor feudal). Pero el retrato de estos reductos se suele filtrar por su condición pasajera para los protagonistas que lo contemplan, ya que tanto el pícaro como el jinete errante no echan raíces en ninguna parte. Costadin, si se quiere, es el reverso antiheroico de un Ulises intachable. La epicidad del griego radica, entre otras cosas, en su resistencia al canto de las famosas sirenas. Esto es, en la firmeza de una voluntad espoleada por el deseo de vuelta al hogar. Mientras que nuestro Costadin no sólo se deja engatusar por sus hechizos, sino que presume orgulloso de tener una vagina (sinécdoque, al fin y al cabo, de la figura de la sirena) en cada posada del camino. La Penélope que, teje que teje, aguarda junto al calor de la chimenea no es ningún incentivo. Y sus vivencias aventureras, como decíamos, no tienen ningún carácter transformador. Ni interior ni exterior. Costadin es el mismo en la primera escena que en la última; las injusticias y padecimientos que atraviesa siguen en su sitio, vagamente justificados por ese viejo orden tradicional que se asume entre la resignación y la involuntad de trascendencia personal. Si acaso, la única transformación lograda ha sido sembrar el deseo de emulación en Ionita, que ejerce de heredero pasivo. Lo que, al fin y al cabo, no es más que otra forma de manifestar la perennidad del sistema social.
«Aferim se contempla como un soplo de aire fresco frente al semblante serio de la crítica social contemporánea: no olvidemos que la picaresca, pese al miserabilismo en el que se inscribe, es un género capaz de crear una irresistible atracción hacia su mezcla pintoresca de folclore y humor».
De este modo, la concepción circular de Aferim! alcanza a todos sus niveles de lectura. Las andanzas de Costadin e Ionita empiezan y acaban en el mismo lugar, con una pequeña y muy relevante elipsis (el escenario del hogar) en el trazo del círculo de la trama. Y más allá de lo diegético, la transmisión generacional de valores repetidos se adivina (Ionita mediante) completada sin conflicto, así como el mantenimiento del orden social. Este aspecto resulta interesante si tenemos en cuenta que la cinta está inscrita en la cinematografía de un país que, si por algo se ha caracterizado en los últimos años, es por su fuerte carácter de crítica social contemporánea (que ha laureado a autores como Cristian Mungiu, Cain Peter Netzer o Cristi Puiu). En cierto modo, Jude realiza una exploración en los orígenes de esas tensiones de clase rumanas. Con lo que su Valaquia amplifica sus ecos como yermo ya no paisajístico, sino cultural y humanitario. En el que una vida de vagabundeo encuentra sus mayores recompensas en una hoguera al raso con la que calentarse, una cena con la que llenarse el estómago y una vulva con la que aliviar las tensiones del camino. Si bien, sobre todo, Aferim se contempla como un soplo de aire fresco frente al semblante serio de la crítica social contemporánea: no olvidemos que la picaresca, pese al miserabilismo en el que se inscribe, es un género capaz de crear una irresistible atracción hacia su mezcla pintoresca de folclore y humor. Y la película de Jude se deja permear por esta deliciosa socarronería que emerge de entre la negrura. | ★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Festival de Gijón 2015
Ficha técnica
Rumania, 2015. Aferim!. Director: Radu Jude. Guión: Radu Jude, Florin Lazarescu. Productora: HiFilm Productions. Presentación oficial: Festival de Berlín 2015. Premios: Mejor director (festival de Berlín, ex aequo), Mejor película no estadounidense (Online Film Critics Society Awards). Productores: Ada Solomon, Elie Meirovitz (productor asociado), Valentino Rudolf (productor técnico). Jiri Konecny (coproductor), Ovidiu Sandor (coproductor), Rossitsa Valkanova (coproductor). Fotografía: Marius Panduru. Montaje: Catalin Cristutiu. Vestuario: Dana Paparuz. Diseño de producción: Augustina Stanciu. Reparto: Teodor Corban, Mihai Comanoiu, Cuzin Toma, Alexandru Dabija, Luminita Gheorghiu, Victor Rebengiuc, Alberto Dinache, Alexandru Bindea, Mihaela Sirbu, Adina Cristescu, Serban Pavlu, Gabriel Spahiu. Duración: 108 minutos.