Solo buenas intenciones
Crónica de la sexta jornada de la 66ª edición de la Berlinale.
Pasado el ecuador del Festival empezamos a preocuparnos relativamente. De las películas mostradas en competición ninguna ha provocado una reacción visceral como la que en años anteriores hemos vivido en primera persona con la Victoria de Sebastian Schipper o la misma Boyhood del 2014. Y aunque es injusto exigir tanto, uno sí espera que por lo menos una de las proyecciones remueva más allá del aprobado amable o educado. La que más se ha acercado hasta ahora en lo que llevamos de recorrido ha sido Fuocoammare (Fire at Sea) que tras 6 días de Festival es la más valorada de la Sección Oficial por el jurado de la revista SCREEN, uno de los barómetros esenciales entre los periodistas para entrar a valorar la aceptación general de cada filme y sus posibilidades cara al palmarés. El documental de Gianfranco Rosi es seguido muy de cerca por la favorita en términos de ficción narrativa, la última cinta de Mia Hansen-Løve con Isabelle Huppert. Del resto, muchas irregularidad, que en la cuarta jornada alcanzó niveles vergonzosamente bajos con propuestas como Alone in Berlin poco menos que injustificables, incluida en base a unos criterios sociopolíticos algo cuestionables. Si la Berlinale representa la forma en la que esta ciudad califica al mundo y sobre todo a Europa, su selección habla mucho de ella pues uno tiene la sensación de que muchas de estas obras acaban incluidas, no tanto por su calidad como por su mensaje o sus intenciones. El camino al infierno está pavimentado de ellas, y es curioso que sea un mantra que se obvie tanto en ambientes como este. No siempre una buena intención puede justificar un mal resultado, al menos no tanto en el cine.
SOY NERO
Rafi Pitts, Alemania / Competición.
por Víctor Blanes Picó.
Había mucha expectación ante la nueva película del iraní Rafi Pitts, que ya había participado en dos ocasiones en la Berlinale con It’s Winter y El cazador. Pero todo se ha derrumbado por completo una vez terminada la proyección. Soy Nero es una película cargada de buenas intenciones (como ya viene siendo una costumbre en esta edición), sabe encontrar metáforas visuales muy potentes (ese partido de voleibol utilizando la valla que separa México de Estados Unidos como red) y un tema que hasta ahora no se había llevado al cine (la situación de muchos inmigrantes ilegales que se enrolaron en el ejército americano para conseguir la ansiada Green Card y que, una vez terminado el conflicto, les fue denegada). Sin embargo, su falta de concreción y concentración acaba creando un producto que va a la deriva y confunde con sus aspiraciones. El mensaje está claro desde el principio: una vez Nero cruza la frontera los encuentros con un desconocido y con su hermano le indican que todo esto del sueño americano no es más que un montaje. Que ese ansia por ser ciudadano americano dejará un sentimiento agridulce de desencanto una vez se despliegue con todas sus consecuencias. Empero el problema reside en que no es hasta la mitad del metraje cuando se mete de lleno en la injusticia que desea desarrollar, que es justo su razón de ser. Y en ese momento, cuando el director se lanza al meollo del conflicto identitario, ya no solo a nivel personal sino en esa sociedad americana que parece no acabar de aceptar su multiculturalidad, ya es demasiado tarde y solo puede hacerlo recurriendo a lo evidente: cuatro diálogos atropellados y mal formados que solo sirven para verbalizar un problema, pero no para mostrarlo. Incluso la dirección de Pitts se ve afectada por esa (des)estructura y conforme avanzan los minutos se va volviendo más plana y uniforme. Pero no solo es un problema de construcción narrativa, sino también de construcción del personaje principal. Nero carece completamente de la atención y la fuerza necesaria para llevar adelante la batuta de su propia historia. Son los personajes secundarios los que se comen al protagonista, haciendo en ocasiones olvidar que todo esto se mueve por y para él. No es tanto un error de casting (el joven actor Johnny Ortiz tampoco tiene demasiado espacio para entretenerse en su interpretación), sino de foco. Bien podría parece que, en realidad, Nero es un simple espectador de un mundo que le va devorando. Una visión de la inmigración como un viaje en el que el ser humano se ve arrastrado por el entorno hacia unas consecuencias que no controla. Acercamiento interesante, sin duda, pero que solo se desprende de una sobreinterpretación de la película y no porque emane de su puesta en escena, que es como debería de ser. (40/100)
GENIUS
Michael Grandage, Reino Unido / Competición.
por Luis Enrique Forero Varela.
Dentro de las propuestas presentadas en el 66º Festival Internacional de Cine de Berlín, que ya hemos catalogado como ecléctico, podemos definir dos líneas opuestas tanto en el planteamiento estético como en el andamiaje argumental: si en la sección Forum hemos visto las propuestas más arriesgadas, con intención de fracturar o reinventar el lenguaje y los temas, la Sección Oficial, más ortodoxa en términos globales, ha exhibido hoy, dentro de su programación, un ejemplo preclaro de producción cinematográfica dentro de un canon muy concreto. El guionista John Logan, nombre conocido por haber escrito la mejor película de la saga James Bond, Skyfall, es el encargado de adaptar, bajo supervisión del director Michael Grandage, el libro Max Perkins, editor of genius, la biografía de una personalidad no tan conocida en Europa, cuyo inestimable trabajo como editor de Hemingway, Fitzgerald y Wolfe, entre otros, brilla con luz propia. Y es precisamente la figura de Thomas “Tom” Wolfe el hilo conductor por el que fluye la película Genius. Un más que correcto Jude Law da vida al autor desde sus mismísimos orígenes, cuando, rechazado por la gran mayoría de editoriales de Nueva York, acude ya sin esperanza a Charles Scribner’s Sons como último recurso. Cuál sería su sorpresa, cuando Perkins decidió apostar por el joven excéntrico e hiperactivo que posteriormente sería catalogado por William Faulkner como el mejor escritor de su generación. Y es esto lo que retrata la película: con bastante buena mano, Logan consigue transmitir de un modo muy orgánico la relación tan compleja entre editor y autor, la dificultad para ambos ante la tarea de corregir y editar un texto, los enfrentamientos y discusiones al respecto. Colin Firth presta el rostro a Perkins, y su contención es, en gran medida, una característica aplicable a toda la película. El desarrollo de la trama tiene un montaje que busca la dinamización constante, apela a ejercicios de cámara y clichés para llevar al espectador medio una imagen no demasiado compleja de los grandes escritores del siglo XX estadounidense, y exactamente eso es lo que consigue: contención. Ni siquiera los momentos en los que se explota sobremanera la sentimentalidad y la catarsis narrativa desatan una rabia real, un desgarro ante la pérdida y la frustración; por el contrario, estos modelos emocionales se ajustan excesivamente a una norma, un molde prefijado en el que se permite gritar en la puerta del ascensor pero no tanto, no demasiado fuerte o gutural. De modo que instantáneamente, tanto las buenas actuaciones como la estructura misma de Genius se tambalean de forma evidente. No se me malentienda: esta no es una película deficiente, ni mucho menos. Este es un producto de proyección hollywodiense elevada, que emplea a algunos de sus actores más sólidos —y rescata a Nicole Kidman del ostracismo en el que se encontraba desde Stoker, hace algunos años— para hacer un retrato sociocultural de los años 20 y 30 en EE.UU. a través de sus escritores. Sin embargo, no tiene ninguna aspiración artística o técnica, ninguna ambición en romper cánones. Se adhiere al conformismo más inmobilista para llegar al público ocasional, que no ha leído ni leerá El gran Gatsby, pero que saldrá del cine con una sonrisa. (55/100)
¿QUÉ INVADIMOS AHORA?
Where to invade next?, Michael Moore, Estados Unidos / Berlinale Special.
por Luis Enrique Forero Varela.
Dentro de la sección Berlinale Special, tuvimos hoy el agradable honor de asistir al trabajo más reciente del premiado documentarista, el siempre polémico Michael Moore. Tal fue la expectación generada que, ante la saturación de la sala, la organización del festival prometió una segunda exhibición para prensa especializada el 17 de febrero. ¿Qué es lo que causa tanta atracción hacia sus películas? Sin duda alguna, el cinismo de George W. Bush, las entrevistas tan descaradamente reales que parecen ironía, o la estupidez supina del estadounidense conservador, religioso, racista y antiabortista promedio que vemos paseando por la sección de munición armamentística de los supermercados Wallmart. Pero hay algo más. Where to invade next se presenta en uno de los peores momentos de la llamada “Capital del mundo libre”, reponiéndose de una crisis generada por sí misma como un disparo en el pie, y afrontando las inenarrables y terribles consecuencias de las últimas tres guerras en países a los que llevó orgulloso “un poco de democracia”. El título del documental alude a esto y a muchos más factores, y supone un ejercicio de autocrítica, utilizando el vago conocimiento que tienen los mal llamados “americanos” del resto de países a su alrededor. El cineasta viaja a diversos lugares europeos y norteafricanos con la intención de invadirlos, en sentido metafórico, y tomar para provecho patrio cada uno de los factores socioeconómicos en los que destaca. Viaja a observar la calidad de la alimentación en los colegios franceses, la educación finlandesa, el sistema penal noruego, la memoria histórica alemana, mediante conversaciones con ciudadanos de a pie, profesores y políticos con el método aparentemente desenfadado y jocoso visto en otras películas como Bowling for Columbine (2002) que tan buen resultado le ha generado. Por supuesto, realiza aproximaciones muy puntuales, sin llegar a contextualizar en una macroestructura cuáles son las deficiencias e incongruencias de estos grandes paradigmas de progreso y desarrollo humanista; pero lo lleva a cabo como ejercicio consciente. Utiliza la trivialidad como arma para desorientar y seducir al espectador, como un Flautista de Hamelin, valga la licencia, para llevarlo exactamente hasta donde él quiere. Tal como hace en algunos de sus monólogos el fabuloso Louie C.K —quien podría ser o quizás debería haber sido el guionista de la película—, la mayor virtud de Where to invade next es provocarnos con la posibilidad de la risa fácil y la diversión superflua para luego mancharnos con la sensación de culpa, pues, al fin y al cabo, está tratando temas en el fondo muy, muy serios. La entrevista a una periodista tunecina aporta uno de los mejores momentos, cuando la mujer mira a la cámara y dice, más o menos con estas palabras, yo he bailado y cantado vuestra música, veo vuestras películas, como vuestra comida y visto vuestras ropas; lo sé todo sobre vosotros [los estadounidenses]. Pero, ¿qué es lo que sabéis vosotros sobre mi país? Es esta una necesaria llamada de atención ante la egolatría. (70/100)
MY LAND
Wu tu, Fan Jian, China / Panorama Documents.
por Víctor Blanes Picó.
Resulta muy aleccionador descubrir que, en la actualidad, aunque a primera vista no lo parezca, muchos de los problemas vitales de los ciudadanos del mundo son compartidos. Salvando las innegables distancias de desarrollo social, democrático y económico, un documental como Wu Tu nos pone en nuestro lugar y nos vuelve a centrar la perspectiva. La lucha de Chen y Li por defender su derecho a la tierra y a una vivienda y una vida dignas nos toca tan de cerca que es difícil no conmoverse. Es la historia de David contra Goliat, y aunque en este caso el Goliat no sea la banca y sus abusivas hipotecas o el poder del capital, el aparato del sistema de estado chino y sus triquiñuelas y burocracia acaban provocando problemas y frustraciones muy parecidos a los que han tenido que sufrir miles de familias españolas. Estamos ante cine social, que intenta remover la conciencia del otro lado del mundo (el mismo director admitió que una película de este calado difícilmente verá la luz en su país natal) para denunciar ese enfrentamiento creado por las autoridades entre la clase urbana y la clase rural. El derecho a cultivar una pedazo de tierra o poseer una vivienda depende del lugar donde has nacido. Si has nacido en la ciudad, eres considerado habitante urbano y tienes derecho a una vivienda y a utilizar el sistema educativo y médico de la urbe; si has nacido en el interior, el estado te proporciona una tierra que cultivar, pero la propiedad siempre será suya y podrá reubicarla a otro propietario (o constructora), especialmente si decides inmigrar a la ciudad en busca de nuevas oportunidades. Este es el problema de la pareja protagonista: una vez establecidos en la ciudad, y ante la necesidad de progreso y expansión de Pekín, Chen y Li son forzados a abandonar la pequeña chabola y el pedazo de tierra que cultivan a las sombras de los altos rascacielos de la capital y que es su único sustento. Además, al dejar atrás su pueblo natal, no tienen donde volver, porque ya nada allí les pertenece. El acto de resistencia al desalojo viene más motivado por la necesidad de subsistir que por la conciencia de lucha de clases.
«Trabajan duro por construir la ciudad, pero ni ellos mismos saben de dónde vienen». Esta apreciación de Li sobre los obreros que empiezan a levantar edificios alrededor de su humilde hogar condensa en pocas palabras uno de los ejes de la cinta. La alienación que provoca este sistema crea seres sin ningún tipo de arraigo por ningún lugar, programados para ejecutar órdenes sin tener ningún apego por su tierra, sus raíces y su futuro. Y es justo en ese campo donde el documental encuentra la imagen precisa para transmitir esta sensación de pérdida. Las imágenes grabadas con la videocámara de la pareja recogen desde los momentos más tensos con los constructores y las autoridades hasta el crecimiento de su pequeña hija. Fan Jian permite que sean ellos mismos los que cuenten parte de su historia, que posean el relato de su lucha, mientras él consigue profundizar en su batalla mediante la sencillez y honestidad de la composición de planos de evocación sutil y silenciosa. Esta conjunción entre el relato en primera persona y la construcción estética y reivindicativa de la imagen dan forma a una película cuya valor va más allá del activismo político. (75/100)
ALOYS
Tobias Nölle, Suiza / Panorama Special.
por Gonzalo Hernández Espinosa.
¿Cómo plasmar el universo íntimo de una persona? ¿Cómo transmitir el hermetismo de una mentalidad que rechaza cualquier tipo de contacto real humano? Ese parece haber sido el reto de Tobias Nölle para encarar su ópera prima, la del autismo emocional absoluto alrededor de un joven investigador privado cuyo padre, la única persona cercana de su entorno, acaba de morir. En mitad de un apartamento donde las cortinas siempre están cerradas, Aloys Adorn deambula con lo indispensable, evadiéndose a través de la observación vouyerista de otros, la de las parejas adulteras a las que debe dejar en evidencia frente a su cliente, y la de su propia visión personal: su padre yaciendo en el ataúd, tres ovejas en un corral o el único ser vivo que está junto a él: su gato. Aloys siente pánico al mundo y no se permite vincularse con él y cuándo alguien le reconoce, huye y evita la conversación. Su cámara es su mirada al mundo, hasta el punto de que la deja en una pequeña repisa anclada a la pared, a la altura de la mirilla, para grabar a la gente que llama a su puerta, ya sea una niña que se burla de él, ya una vecina que le pide ayuda. El mundo de Aloys es puramente interno y silencioso. De una quietud rota únicamente por los sonidos del teléfono, el timbre o los gritos que llegan desde la plaza. Nölle sube el volumen de manera repentina y sólo cuando la puerta se cierra o las cortinas se corren, el ruido desaparece.
Es todo sensitivo, hasta el punto de que la excusa de la narración acaba sustentándose exclusivamente en eso, en sensaciones. En transmitir la idea de aislamiento a todos los niveles, física y psicológicamente, y mucho más importante, en el plano emocional. Una soledad que sólo se rompe cuando aparece en la ecuación una joven anónima que le ha robado las cintas y la cámara en las que siempre se refugia desesperado. Este hecho desencadenará una serie de conversaciones telefónicas que comienzan, primero como un juego y luego como algo más profundo, momento en el que la película se introduce en el terreno de la fantasía interiorizada plasmando en pantalla el mundo de Aloys tal como él lo percibe, con una facilidad para aislar lo externo propia de alguien que nunca ha sabido relacionarse. En su ensimismamiento, Aloys es un obra algo reiterativa ya que gran parte de su desarrollo, más de un setenta por ciento no supone un avance de ningún tipo para la trama y tampoco para el personaje. Siendo justos es algo que se podría haber transmitido en un cortometraje de 10 minutos y habría sido igual de efectivo pero es de valorar que, siendo un debut, Nölle haya tenido la valentía de abordar a un personaje tan complejo y difícil en términos de empatía. Alguien que podría asemejarse al Damian Lewis de Keane, tercera película de Lodge Kerrigan que también encerraba en su cámara a un hombre totalmente ajeno al mundo. El resultado, por tanto, es irregular pero interesante. Como carta de presentación, nos entrega a un cineasta con inquietudes, capaz de aceptar retos complejos y trabajar psicologías nada fáciles. Con Aloys, aparte de ofrecernos la mejor escena musical del certamen, ha conseguido despertar, al menos, nuestra curiosidad. (66/100)