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    Cine Alemán Siglo XXI

    Crítica | Palmeras en la nieve

    Palmeras en la nieve

    La balada del Cola Cao

    crítica de Palmeras en la nieve (Fernando González Molina, España, 2015).

    Nos creíamos reyes y resulta que sólo éramos bufones con ínfulas en la corte ingobernable del África. Recolectábamos cacao, slaps de látigo y violaciones furtivas bajo la luna cubierta de okumes verdes sin esperanza, a mayor gloria del expolio que oculta verdades como el alumno sus fallos con tipp-ex. Con Franco en El Pardo y la nieve en Huesca, la depresión se adivinó un Tourmalet con triciclo y chanclas de dedo. En esas nos veíamos, a oscuras y sin poder alzar la voz, mientras el nodo pregonaba las virtudes del caudillo y su España de la autarquía y el siempre cavernario rosario de la caverna fascista. Qué no hubieran dado algunos por despeñarse montados en la noria de la República. Pero no. Pasó la guerra. Llegó el año 1953 y soplamos el 54, unos resistiendo a duras penas el hambre y otros atusándose el bigotito marcial. Así descienden Kilian y Jacobo la quebrada, no sin antes despedirse y repartir abrazos a su madre y su hermana pequeña, que los miran desde arriba disiparse igual que luminarias en la oscuridad creciente. Saluden al invierno ya casi abril, pues al cabo de unos minutos desembarcamos en Guinea Ecuatorial, y el crepitar de leña española se convierte en danza aborigen y putiferio y caritas de niño sin su Cola Cao "del África tropical". Kilian saluda a su padre, que ya estaba allí desde hace tiempo, sancionando al esclavo por incomparecencia: este buen hombre se dedica únicamente a granjearse la hospitalidad de los nativos de una aldea próxima al campamento. Su hijo Jacobo (el mayor y más pendenciero) no es ningún novel y saluda a los amigos con gestos displicentes de barbilla, en parte porque ya está tramando la siguiente travesura: cogerse una buena cogorza, echar un polvo felino y, entretanto, darle largas a la atractiva mujer —hija de papás españoles, con un moreno español fabuloso y una sonrisa que descoloca por angelical y repipi— que abastece un comercio también español y a la que conoció cuando pequeño allá en Huesca, donde otra película más apasionante se desarrolla sin nosotros saberlo. Así es. En otro tiempo, esta película —basada en el libro homónimo de Luz Gabás— hubiese situado el foco sobre las penurias de aquel caserío oscense, evocando al cazador furtivo de José Luis Borau o simplemente avivando el fuego de la verdadera tragedia nacional: el patriotismo sin entrañas, de cuscurro de pan y servidumbre latente. A simple vista. O mejor: a salto de mata.

    Palmeras en la nieve bien podría haber sido una fastuosa miniserie de tres capítulos, pero finalmente ha cristalizado en un largometraje de casi tres horas cuya narración padece del sobrepeso y la banalidad ingénita a su línea temporal del siglo XXI, en 2012 o 2013. No tanto por lo que en ella se cuenta sino por lo que el guionista —Sergio G. Sánchez— y el director —Fernando González Molina— muestran casi a voz en cuello, sin personalidad ni elegancia, borrando de un plumazo cualquier indicio de argumentación sutil. Importan el romance, vagamente sinuoso, y el alud de sentimientos con las tildes mal colocadas. «Esto es Guinea Ecuatorial y sin permiso hemos venido a fornicar», vendría a ser el poético cántico de colono "aguerrido", o sea racista y empapado de alcohol, que se oye de tanto en tanto por entre los cacaoteros como una atávica letanía. La secuencia inicial es toda una declaración de intenciones. Kilian y una mujer presumiblemente indígena yacen juntos en una cama deshecha a zarpazos. Es de noche, y la lluvia repiquetea sobre ellos, y un claro artificial ilumina sus escorzos desnudos, y ya no quedan serpientes ni ataúdes. Alcanzado el clímax, lloran en silencio porque, me malicio, esta será la última vez que se encuentren así: recién traídos al mundo. Como dos fantasmas errantes en la ruta de la seda descrita por Baricco, pero sin ese diván improvisado que sugiere la literatura con su carrusel de imágenes personalizadas, siempre distintas y siempre cambiantes según el estado de ánimo del lector merced al momento en que se disfruten/padezcan. Él es Mario Casas y ella, Berta Vázquez, a la que reconocerán (o no) por su trabajo en Vis a vis, donde interpreta a La Rizos en un San Quintín ibérico lleno de mujeres tras la pista de un tesoro perdido. No hablamos ya de libertad, que también, sino de algo aún más democrático: la huida sin mirar atrás, visa mediante.

    Palmeras en la nieve

    «Es leve el folletín, y cadavérico el rigor de un metraje que intenta subrayarnos la tragedia de punta a punta».


    Mario Casas recuerda demasiado a esos futbolistas mediocres que intentan suplir sus carencias técnicas con una entrega cada vez más fatigosa, a veces incluso kamikaze, y exprimen su limitaciones hasta convertirlas en un arte nuevo, vanguardista, del plus ultra: llamémoslo casismo mágico. Y sí. Resulta admirable. Hay en este gallego canterano de la parrilla televisiva un intangible que transforma sus limitaciones en una rara virtud dentro del panorama cinematográfico español; tal vez la resistencia a mostrarse como el protagonista más supletorio jamás visto, o quizás irónicamente sus propias limitaciones físicas: su cuerpo tergiversa una y otra vez sus palabras, chuzos lloviendo en mitad del romance. Él bien puede decir «No te abandonaré nunca», pongamos, pero su lenguaje corporal anuncia casi siempre lo contrario, por ejemplo: «¿Qué hago yo aquí a estas horas? Uff, es tardísimo». Sus gestos y miradas en Palmeras... no sólo desdicen las líneas de diálogo sino que invitan a pensar en un guion paralelo, escrito por un fanboy saboteador de Mario Casas; el hombre que pudo reinar en África antes que Nelson Mandela, Sixto Rodríguez, Robert Redford o —lógicamente— Andrés Iniesta con aquel gol en la final de Johannesburgo.

    Casas nos gusta sobre todo cuando echa a correr detrás del yonqui cuatrero (Grupo 7) y cuando se rapa la chola al estilo Neymar (Carne de neón), para luego reírse de sus inconscientes paronimias. De alguna manera por los bíceps de Mario Casas fluye siempre una película maravillosa, inadvertida, cuyo final ves venir pero en absoluto asumes desde tu cómoda posición. Lástima que nadie haya propuesto aún la proyección en IMAX de, no sé, una radiografía o un tac o unos análisis de sangre para advertir sin retórica las impurezas y las fortalezas que esconden ciertos músculos narrativos y algunas zonas oscuras del cuerpo, ya sea humano o de celuloide. Así pues —decíamos—, del cerro blanco al paraíso amarillo en lo que dura el crucero a Guinea Ecuatorial. Hasta allí viaja Clarence (Adriana Ugarte haciendo turismo sexual, aprendiendo a bailarle la pelvis a un Moisés negro cuyos abdominales parecen hormigón armado) con la intención de hallar respuestas al enigma genealógico. Su tío padece Alzheimer, y su padre murió el otro día. Dicen los ojos de ese hombre sin memoria algo muy profundo, no sabemos muy bien el qué, enmudecido durante decenios. Tampoco nos importa. Ya conocemos los pormenores: están en el tráiler. Es leve el folletín, y cadavérico el rigor de un metraje que intenta subrayarnos la tragedia de punta a punta. Bien porque los productores, ay, no querían que nos perdiéramos en su laberíntica complejidad, bien porque temían que alguien echase de menos secuencias tan horteras como la del vis a vis en la playa, al grito de «¡Esto no es una película española!». O peor aún: «¡Esta ya la he visto, y llevaban bañador!». Efectivamente. ¿Y qué?, dirán ustedes. A pesar de los personajes fatuos, la música machacona y los apuntes a vuelapluma sobre la esclavitud, como quien friega el suelo sin haber barrido antes, el filme cumplirá las expectativas del sector más rijoso y también olvidadizo de aquel tiempo en que fuimos reyes de facto. | ★★ |


    Juan José Ontiveros
    © Revista EAM / Madrid


    Ficha técnica
    España, 2015. Palmeras en la nieve. Director: Fernando González Molina. Guión: Sergio G. Sánchez. Fotografía: Xavi Giménez. Música: Lucas Vidal. Reparto: Mario Casas, Adriana Ugarte, Macarena García, Celso Bugallo, Laia Costa, Emilio Gutiérrez Caba, Berta Vázquez, Fernando Cayo, Alain Hernández. Productoras: Nostromo Pictures / Atresmedia Cine / Warner Bros.

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