Spielberg-Hanks, binomio de sangre
crítica de El puente de los espías (Bridge of Spies, Steven Spielberg, EE.UU, 2015).
Caben muchas y variadas hipótesis en la superficie cinematográfica de la Guerra Fría. En su aire enrarecido, principalmente. El cliché del humo dibujando caracolas en una habitación desde donde una pareja de espías con bigotes tupidos divisaba al sospechoso del apartamento de enfrente, que era un ruso aficionado a la ópera y el footing practicado a horas intempestivas, como Frank Underwood o el arquetípico vecino "normal" de La ventana indiscreta (que sobrevivía al estilo George Smiley, es decir, bajo luces tenues y sin hacer ruido), posiblemente el mejor filme en torno a la guerra fría que supone compartir piso con alguien a quien odias con insondable pasión, aunque sea tu mujer. A veces por eso mismo. También en los tirantes del editor de ese periódico señero, que trascendía lo rutinario de un buen titular a tres columnas, habitaban los porqués de la civilización occidental. Ya saben, la presencia casi omnipotente del Tío Sam y la certidumbre del teléfono rojo volando hacia Moscú. Los maletines los cargaba el diablo; abrirlos requería no ya nervios de Gandhi sino también un cierto espíritu nacionalista que justo entonces, año 1961, podía literalmente explotarles en la cara a los ciudadanos más descreídos, y sin bandera que colgar del balcón. Informes top secret, escuchas pirata y la miope clarividencia de los estadistas dispuestos a noquear a su adversario granjearon al conflicto la categoría de bicoca para narradores curiosos. Con el tiempo solo habría que hurgar en los informes desclasificados, en la vasta hemeroteca a disposición del lector; también prestar atención a los que vivieron aquella época convulsa, cuyos testimonios serían en cierto modo a la historia lo que el sonido al cine: una manera de volver a comunicar lo que ya se había dicho y repetido con gestos en mute. Quizá lo hayan pensando alguna vez viendo una película ambientada en la Guerra Fría: había entonces un conflicto superior al geopolítico que radicaba en una manera de sospechar de todo y de todos, sin freno ni disimulo, los trescientos sesenta y cinco días del año. Como si la especie, obligada a disfrazarse por siglos, hubiera encontrado de pronto las respuestas a su azogue. A esa rabia contenida que no debía necesariamente traducirse en la violencia contra un adversario definido, como ya ocurrió en sendas guerras mundiales, sino más bien en el simulacro del gran enfrentamiento mediante escaramuzas y cortinas de humo. La sospecha como motivo natural para levantarse en armas. Porque se rumorea, me han dicho, he leído que... Algún día, alguien identificará en ese mismo hedor el germen de la Tercera Guerra Mundial.
La última película de Steven Spielberg, El puente de los espías, se interna a pecho (des)cubierto en ese territorio resbaladizo para aproximarnos a un hombre, tenaz e incorruptible, cuyos jefes le encomiendan una misión de primer nivel gubernamental: defender ante la Corte Suprema de los Estados Unidos a un ciudadano ruso (conviene decir soviético) acusado de espionaje. Casi nada. Y sin buscárselo. Al perito le sobreviene una tormenta de mierda que no habría imaginado ni en sus peores pesadillas. De pronto, ese padre de familia y modelo a seguir se transforma en una suerte de sospechoso habitual por absorción o influencia de su diabólico cliente, que pinta paisajes otoñales mientras intercambia información escondida dentro de monedas de un dólar pegadas bajo el asiento de turno. La idea es finiquitar caso sin hacerse muchas preguntas: un "culpable" estentóreo y el consiguiente rugido de la muchedumbre inflarían los egos al oeste del Atlántico. Y, sin embargo, aquí llega James B. Donovan (Tom Hanks) para desbaratar los planes de su país al completo. Cosas de la integridad moral. O de los guionistas Matt Charman y los hermanos Coen, artífices al alimón de una historia eficaz que se malogra con vaivenes no poco chovinistas. Sí, han leído bien. Joel y Ethan Coen escriben las coordenadas literarias al director de —nada más y nada menos— Tiburón, Indiana Jones, La lista de Schindler, Parque Jurásico, Salvar al soldado Ryan, la minusvalorada A.I. Inteligencia Artificial, Atrápame si puedes, Munich y, agárrense porque vienen curvas en descenso, ese elogio de la sensiblería titulado War Horse o la disfuncional Lincoln. Así, el abogado no sólo no se resigna al tancredismo del hipotenso Rudolf Abel —interpretado por Mark Rylance—, sino que decide aprovechar la captura de un aviador estadounidense por parte de la Unión Soviética para solicitar un canje en el puente Glienicke. Vuestro espía, un pintor zen, por el nuestro, un piloto y fotógrafo aéreo, viene a decir James Donovan.
«Una historia que no acusa en absoluto las contraindicaciones de su larga duración: dos horas y veinte sin adobo, musicalmente impecables; si bien es cierto que Spielberg se consagra a la satanización de los bolcheviques con su apología del héroe americano íntegro, todo humanidad y justicia y estoicismo, valiéndose de una retórica formal torticera».
—No sé si es consciente de su situación, señor Abel. ¿No está nervioso?
—¿Serviría de algo?
Meses después, ya en 1961, la República Democrática Alemana erige el Muro de Berlín, separando físicamente dos bloques antagónicos: el pujante modelo capitalista y el "utópico" comunista. La CIA escolta al abogado hasta Alemania Occidental, y allí lo suelta (y acompaña) como el amo al perro que, no obstante, sabe ejercitar un humor sutil de alta graduación. Tan es así que recuerda, en su momento más surrealista (el diálogo entre Tom Hanks y el representante de la URSS), a Uno, dos, tres de Billy Wilder. Lo cual ofrece una idea del tono dramático, pero nada espeso, que Midas dispone aquí en contraposición a sus últimos filmes. Más lánguidos. Más afectados, también. Masajea el de Cicinnati a su protagonista, "el mejor colaborador posible", y advierte el público una historia que no acusa en absoluto las contraindicaciones de su larga duración: dos horas y veinte sin adobo, musicalmente impecables; si bien es cierto que Spielberg se consagra a la satanización de los bolcheviques con su apología del héroe americano íntegro, todo humanidad y justicia y estoicismo, valiéndose de una retórica formal torticera: contrapicados para enfatizar el poder físico de los interrogadores soviéticos, cuyas violentas luces deslumbran al piloto rehén, así como varios jóvenes baleados aquí y allá, tiñendo la nieve al este del Muro. Mientras en Washington, bien podría Abel estar en su celda leyendo Playboy y comiéndose unos Tigretones. Que menuda vidorra. Un poco más y ponen a Ted Nugent ametrallando a Kruschev. De haber sido así, Tom Hanks hubiese tenido aún menos competencia. Vaya desde aquí mi tributo al niño de 182 cm que tocaba el piano con los pies. Gracias a él, Glienicke parece un sabotaje maravilloso. Y la sospecha, por un momento, se desvanece en el gris de campaña. | ★★★ |
Juan José Ontiveros
© Revista EAM / Madrid
Ficha técnica
Estados Unidos, 2015. Título original: Bridge of Spies. Director: Steven Spielberg. Guión: Matt Charman, Ethan Coen, Joel Coen. Director de fotografía: Janusz Kaminski. Música: Thomas Newman. Montaje: Michael Kanh. Reparto: Tom Hanks, Mark Rylance, Amy Ryan, Alan Alda, Scott Shepherd, Sebastian Koch, Billy Magnussen, Eve Hewson, Peter McRobbie, Austin Stowell, Domenick Lombardozzi, Michael Gaston. Productora: DreamWorks SKG / Fox 2000 Pictures. Distribuidora: 20th Century Fox. Presentación oficial: Festival de Nueva York.