60 años no son nada
Crónica de la primera jornada de la 60ª edición de la Seminci.
Sesenta años. Ni más ni menos, la edad del reinicio, la edad a la que la vida vuelve a tomar un sentido primigenio, originario renacimiento al que se une una experiencia contrastada en forma de erudición, que bien valiera como prueba testada ante un futuro incierto y excitante. Distendida extensión de las palabras de una Naomi Kawase que con tranquilidad japonesa, y traductora mediante, exprimía su sabiduría haiku ante un señor teatro como es el Calderón, rebosante de ganas de probar hasta qué punto un certamen tan internacional y a la vez tan localista como es el de Pucela (recuerden, Semana Internacional de Cine sí, pero de Valladold) podía demostrar su valía en un cumpleaños de números redondos previsto desde hace años. Cuestión de júbilo gratuito, no creo que haya nadie que a estas alturas espere cambios revolucionarios con sabor a aniversario, y agradecimientos hacia un certamen que tiene ganada una parcela del corazón de todos aquellos para los que esta semana tiene un aroma especial. Individuos nostálgicos de un tipo de cine en peligro de extinción, que se escandalizan ante el excesivo protagonismo de un patrocinador como el Santander (presente hasta en el reverso de las entradas, lo nunca visto) pero que aclaman hasta el enrojecimiento de manos a un señor al que hace no mucho criticaban: Fernando Lara, ex director de la Seminci y uno de los responsables de que el certamen tenga a día de hoy el prestigio que tiene. Espiga de Honor y homenajeado de forma unánime ante compañeros a los que se les escapan, con honor y sin vergüenza alguna, las lágrimas por un tiempo perdido, que no siempre fue mejor pero sí más vital y enérgico. Porque, como decíamos. la coherencia es regla de oro, y si algo funciona, como en teoría funciona el festival, mejor no lo toques. Y la sorpresa de lo previsible es un éxito fácil de adivinar. Y da igual la repetición si esta es acertada. Y si Álex O’Doherty sabe camelarse al público, y con una elegante puesta en escena dar un espectáculo digno y entretenido, que enganche y sea un show por sí mismo, pues se le vuelve a traer y punto. Y claro, funciona. Porque esto de las galas en el fondo es como los cortometrajes, cuanto más cortas mejor, y si encima llevan música y algo de humor, hasta alguno pagaría por verlas. Que al final es de lo que se trata, Money, Money, Money, Moneeeeey, que decían los Monty Python; nos interesas por tu dinero, que cantaron O’Doherty y su banda a los patrocinadores.
¿Y dime? ¿Qué hay más allá de eso? Para empezar una película, Dheepan [crítica], cuya ausencia causó traumas de psicólogo en Donosti: ¿Cómo puede ser que no la hayan traído? ¡No entiendo nada! ¡Vaya selección de Perlas...! Y un largo etcétera incomprensible para todo aquel que no sepa las cartas marcadas con las que juega un festival como el vallisoletano a nivel de fidelización del cliente: un claro “apostamos por ti cuando estás empezando, devuélvenos el favor cuando seas alguien” que parece tener la confirmación en el imprescindible ciclo, quizás el más interesante del festival, de óperas primas de grandes realizadores contemporáneos. De eso, creo, se trataba esto, de dejar de lado fotos, modelitos y alfombras rojas e ir a la verdadera sustancia del celuloide, de la pura narrativa bien ilustrada al fin y al cabo. En sus juicios como espectadores está la confirmación o no de unos principios de cine de autor de calidad. Que sí, puede ser amargo, doloroso y triste como un amor perdido, pero por suerte, por encima de todo, es evidente, adjetivo caracterizado por la claridad y la distinción que diría Descartes. Y la pedantería y trascendencia, lados opuestos de la banalidad que se luce por rigor en el photocall, pueden ser incluso aparcadas cuando un fidelizado público que echa de menos la cola (ya hablaremos en otra ocasión de eso, porque de verdad que merece) vota como Espiga de Oro favorita Requiem For a Dream. Ese mismo público que merece la mejor semana de cine del mundo y que a la vez no merece durante el resto del año día del espectador en versión original. Porque no nos engañemos, estamos ante todo, frente a un acontecimiento que polariza, para bien o para mal, a la audiencia que tiene la correcta osadía de tomarlo como acontecimiento cultural relevante.
Y oye, ¿ahora el alcalde quién es?, pregunta un foráneo, ¿sigue el de siempre? Y tú con cierta distinción de señorito respondes negativamente mientras el actual alcalde de tu ciudad espera a que te sirvan el Gin tonic, el que pides como si te lo pusieras en tu casa, con mucha ginebra y poco pijerío, a la vez que un sudoroso y entregado Areces pincha como hijo bastardo Mi Gran Noche ante un público entregado al que le espera a la vuelta la sorpresa de Sinatra en lista de reproducción. Y la gente ríe y baila, y desgasta la barra libre a cubatas como si los treinta euros de acreditación fueran demasiado, ¿Tierra de vinos? Cada cosa en su lugar, que vale, que sí, pero que tampoco estamos en Burdeos. Atrás queda un inicio soberbio, un Audiard de Palma de Oro que abre junto a una perfecta demostración de marketing de Corbacho (al que se le frustra, para desgracia hipster-colectiva, el concierto de Sidonie) y por delante nada más y nada menos que siete días de cine de autor de calidad. Semincianos, frikis del celuloide (no los que de Sitges, si no los de cineclub de los setenta), “vedlo aquí o allá, porque el reino de Dios ya está entre vosotros”. Lucas 17.20.21.
INCIDENCIAS
José Corbacho, Juan Cruz, España / Fuera de concurso.
Extraños en un tren.
Empiezo recordando aquel pequeño chiste de que la solución del problema de las drogas consiste en legalizarlas y ponerlas a la venta en la web de RENFE. Más vieja, que seguro les sonará, es aquella explicación de siglas de: Robamos, Estafamos, Nunca Fallamos, España. En definitiva, solo dos entre infinitas maneras de paliar la frustración ante el descontrol de las circunstancias a las que, como medio de transporte operado por un tercero, se sentencia el español medio que posee capacidad económica para adquirir sin reparos un billete. Llevemos al extremo al que la ficción cómica afila sus dardos poniendo el día de viaje en Nochevieja y metamos en un tren todo un conjunto de personajes variopintos que aseguren no credibilidad sino chistes punteros y réplicas ingeniosas. Aislemos el tren, separémoslo del mundo, del tiempo, y tendremos el ecosistema perfecto para jugar, alcohólica y embarazada a punto de dar a luz incluidas. Para que se hagan a la idea, una especie de fusión de Los amantes pasajeros de Almodóvar, el No controles de Cobeaga y el corto que proyectan en los trenes de la citada compañía española, solo que más atractivo, accesible, y sobre todo, elegante al mismo tiempo.
Una pieza en la que la honestidad es clave desde el primer momento, las reglas quedan marcadas en los primeros minutos. No se trata de trascendencia, ni siquiera de mensaje, simplemente de sano entretenimiento. El que proporciona un guion bien hilvanado que conduce sus hilos a través de los choques entre una serie de arquetipos caricaturizados que levantan la comedia entre la realidad objetiva, la que muestra la pantalla, y los recuerdos, sinceros o no, que quieren mostrar. Porque no nos engañemos, cuando se trata de cosas que consideramos como elementales para nuestro ser, la franqueza pasa a ser un factor subjetivo más, discutible por completo y siempre sujeto a las guías que marcan valores propios que por extraño que parezca, no siempre son ni compartidos ni universales. De ahí es de donde mejor se exprime la comedia, del puro contraste, entre el yo y el otro, cuando el otro es la aterradora diferencia y el yo es puro prejuicio, y del yo real y el yo ficcionado, construcción fantasmagórica que siempre nos conviene. ¿Alegato contra la intolerancia? Más bien muestra constante del ridículo de la personalidad férrea e intransigente. Da igual que seas un Alcántara de guardia civil (simplemente maravilloso) que un chanante conductor de tren. La honestidad parece existir únicamente ante el silencio total del interlocutor, o Cinco horas con Mario en un Media Distancia como desencadenante de la acción.
Se fundamenta así el cóctel de Corbacho y Cruz, el cual, de manera inteligente, está articulado de la misma forma que una bomba de relojería; todas sus piezas están perfectamente medidas y su peso distribuido en el conjunto de actores que forman el admirable reparto coral que más allá de actuar de reclamo para el visionado se convierte en el principal atractivo del filme. No hay que desmerecer a ninguno (Aida Folch, Lola Dueñas, Rubén Ochandiano, Imanol Arias, Roberto Álamo, Ernesto Alterio, Miki Esparbé, Núria Gago, Toni Acosta ) pero sí es cierto que sobresale por encima de todos un Carlos Areces que parece hubiera nacido maquinista. Convirtiéndose, a pesar de la filosofía coral, en uno de los principales pilares que sustentan el conjunto. Organismo en continuo movimiento a pesar de encontrarse en una impuesta inmovilidad que rige comportamientos y sabe sacar la sustancia de cada carácter. ¿Y a dónde va todo? A un lugar que no es relevante, porque aquí más que nunca lo importante es el trayecto, no el destino final. Acción, reacción, oposición como fórmula para mantener el interés del espectador de perfil más seco. Ese que tarda tiempo en encontrar una gracia que sacie su apetito, ese mismo que una vez ha probado el menú se acaba quedando con hambre, ya que si algo se le puede achacar a la cinta es que lleva constantemente el pie cerca del freno, no llegando a arriesgar lo suficiente a nivel de guion como para que la situación se pierda en las caóticas circunstancias que rigen el comportamiento de los personajes. Una facilidad que junto a una realización sencilla pero efectiva, hace la película más accesible sí, pero también menos fresca en determinados momentos en los que se revela como fríamente calculada, cortando de forma brusca la consecución de un desmadre total del que quizás se nos hubiera creado un pronto deseo, pero que no llega a eclosionar para la permisible frustración de un espectador que aguarda impaciente la gran carcajada que le haga dar saltos en la butaca. Circunstancia que tal vez no se tenga en cuenta ante la velocidad y sencillez con la que deslumbra el desenlace. [70/100]
Álvaro Martín
© Revista EAM / Enviado especial a la 60ª edición de la Seminci