Mono no aware
Crónica de la octava jornada de la 48ª edición del Festival de Sitges.
Hoy hemos asistido a la penúltima sesión de proyecciones del Festival de Sitges 2015, ya en la recta final. Parecería el momento indicado para mirar hacia atrás, valorar en escala macro lo positivo de la presente edición, hacer una retrospectiva concienzuda acerca del cine presentado y la manera en la que se unieron propuestas tan interesantes dentro del género fantástico y de terror puros, como de la producción de cine de autor enfocado —o no— hacia alguno de estos dos. Sin embargo, aún no es el momento. Al igual que siempre ha ocurrido en la disposición cronológica y evolutiva de, por ejemplo, un movimiento poético, justamente en las horas previas a su ocaso es cuando, de repente, surgen altas manifestaciones de belleza e innovación; estos son los llamados cantos de cisne. Y hoy hemos tenido la oportunidad de asistir a algunas de las más atípicas proyecciones, dignas de mención. Desde el inicio de la mañana quedó claro que este sería un día interesante. El iconoclasta Takashi Miike, director tan versátil como dado a los excesos fílmicos, abandonó —por ahora— el clasicismo de 13 assassins (que le había reportado muy buenas críticas) para realizar Yakuza apocalypse: the great war at the underworld, una película barroca al extremo, que incluye diversos elementos del cine de género, tales como vampiros-yakuza en una cruenta venganza. Asimismo, hemos visto la segunda película del director brasileño Pedro Morelli; Zoom propone la convergencia entre actores reales y animación en una historia vertebrada en tres tramas, más o menos simultáneas, en las que sus personajes persiguen decididamente un deseo que, sospechan, podrá cambiar su vida y la representación propia a ojos de los demás. En la sala Retiro se ha proyectado la interesante película de animación japonesa —con reminiscencias a El libro de la selva, de Rudyard Kipling— The boy and the beast, de Mamoru Hosada, que pudimos ver también en la Sección Oficial del pasado Festival de San Sebastián. Se ha presentado además Life, nueva película del fotógrafo y director Anton Corbjin, que explora en la amistad entre el actor James Dean y el fotógrafo Dennis Stock. Merece la pena destacar que, por encima de todo, hoy fue, sin lugar a dudas, un día de adaptaciones literarias. Tuvimos la oportunidad de ver la transfiguración del papel al celuloide de las obras de dos escritores distintos pero con un nexo común, aparte del prestigio: su vocación de incomodadores, de agitadores de la moral social mediante sus obras. Por una parte, el director inglés Ben Wheatley se atreve con High rise, de J.G Ballard (autor también de la fabulosa Crash), una perturbadora metáfora de la lucha de clases en un rascacielos dividido verticalmente según el nivel socioeconómico de sus habitantes; por otra, el polaco Andrej Zulawski rompe quince años de silencio para llevar a la gran pantalla Cosmos, novela del inclasificable escritor polaco Witold Gombrowicz. Estos ejercicios de cambio de lenguaje narrativo son claros ejemplos de que es posible realizar exitosamente una adaptación cinematográfica sin destruir el texto original. Toda una lección de maestría.
COSMOS
Andrzej Zulawski, Francia / Noves Visions One.
Cuenta el escritor argentino Ernesto Sabato que la primera vez que escuchó hablar de un tal Witold Gombrowicz fue en la revista Papeles de Buenos Aires, donde se publicó el cuento Filifor forrado de niño. En ese momento, se sorprendió maravillado de haber encontrado en otra persona un espejo al margotinismo, estilo del humor paranoide inventado por el propio Sabato en su juventud. Aquel escritor polaco había escrito una novela, Ferdydurke, inclasificable y vanguardista, publicada gracias al apoyo de unos pocos. De no haberse producido esta casualidad, tal vez no habríamos conocido a uno de los mejores escritores del siglo XX. Tal empeño también parece haber demostrado el cineasta polaco Andrej Zulawski (1940) con el titánico proyecto de adaptar una de las obras escritas por Gombrowicz, pues Cosmos (2015) ha roto un largo periodo de inactividad por parte del director, dado que su último trabajo, La fidelidad, data del año 2000. ¿Qué fue lo que lo sacó de su ostracismo? Esta película cuenta una historia sencilla, que no es, ni mucho menos, lo relevante; o al menos, no lo es la historia en la superficie. Witold (Jonathan Genet) y Fuks (Johan Libéreau) son dos jóvenes estudiantes, uno de Derecho y el otro de Moda, que han decidido alejarse de sus respectivos entornos urbanos y asfixiantes, para pasar unos días en el campo y estudiar con calma. Encuentran alojamiento en una pensión familiar, y pronto se van acostumbrando a los usos cotidianos. La contemplación de un gorrión colgado de una cuerda creará en Witold una fijación investigativa en busca del sentido total de la organización de los objetos, mientras escribe furiosos poemas a Lena (Victória Guerra), la hija de la dueña de la pensión, de quien se ha enamorado.
Lo atípico, lo que provoca un interesante extrañamiento para el espectador primerizo es el guion, brillantemente escrito por el propio Zulawski, y la forma en la que este se implementa y se transforma en el lenguaje gráfico. Por medio de una atribulada sucesión de diálogos y monólogos —casi un horror vacui de palabras— se nos va exponiendo la obsesiva mente de Witold, cómo él y Fuks comienzan a trazar una suerte de mapa, siguiendo la disposición y la dirección de una mancha en la pared, un rastrillo en el suelo, un hacha en el cobertizo. Todo esto, con un sentido del humor prácticamente más allá del absurdo —con ecos lynchianos—, pues se subvierten tanto las reacciones plausibles de los personajes como la lógica organizativa de sus respectivos discursos y la cohesión argumental social. Cada uno parece estar operando en un plano paralelo al del otro y, cuando interactúan entre los protagonistas, exhiben un ímpetu, una violencia e intensidad emocional cuya causa nunca se explica. El pater familias, llamado Léon (Jean-François Balmer) encarna algo así como la inocencia perversa, pues su función es la de un artificioso experimentador del lenguaje, que juega con las posibilidades elásticas de las palabras, como un disléxico, y las implementa como neologismos, en unas conversaciones atribuladas y vertiginosas. Esta dinámica grupal, bajo la que siempre se sugiere un substrato turbulento, se desarrolla de igual modo que si programásemos dos docenas de relojes cuckoo al unísono. Tal ruido desconcertante difumina uno de los elementos más importantes de Cosmos —tanto la novela como su adaptación—, nada más y nada menos que la búsqueda de los absolutos, la persecución del conocimiento último y el orden universal, quizás la preocupación más persistente de la literatura y el arte en general. Esta obra, en particular, es un excelente ejercicio de estilo y discurso, y un arriesgado proyecto cinematográfico, que consigue con éxito sincronizar dos lenguajes artísticos, sin fisuras. [79/100]
YAKUZA APOCALYPSE
極道大戦争 Gokudō Daisensō, Japón / O.F. Competición.
En la cinematografía, desde su invención, la ficción ha fluido por dos vías principales: generado progresivamente entornos y situaciones de imitación de la realidad, en un esfuerzo por captarla en su esencia, y creando sus propios referentes, por medio de la imaginación o la proyección de una determinada sentimentalidad. No en vano, Viaje a la luna (1902), una de las primeras películas —quizás la más recordada—, ofrecía una representación de lo ignoto y un reflejo de la ambición por alcanzar el conocimiento total sobre las cosas. De igual modo, con el paso de los años, se cimentaron ciertos modelos estéticos, basados en leyendas mitológicas, aproximaciones históricas e hipótesis futuras, que se han retroalimentado desde entonces y han adquirido identidad propia. Lo más interesante de la película con la que se ha iniciado la penúltima jornada de Sitges apuesta por recurrir a algunos de estos modelos y mezclarlos con intención de observar su funcionamiento sobre un mismo plano. Yakuza apocalypse: the great war at the underworld es una de las dos películas que el cineasta japonés Takashi Miike, venerado en este festival, ha presentado a concurso en la Sección Oficial. Como decíamos, aquí se dan cita varias referencias de género, tales como el crimen organizado japonés (yakuza), los monstruos gigantes (kaijus) y el cine de vampiros. Si esto puede parecer un disparate, el guion hace honor a la premisa: el líder de una banda local Kamiura es asesinado brutalmente ante la impotencia de su subalterno Kagayama (Hayato Ichihara), a quien muerde el cuello en el límite de la agonía, y se revela como un vampiro. Kagayama, ahora dotado de renovada fuerza, gracias a su transformación, emprenderá una violenta venganza para rendir honor a su maestro y eliminar a los enemigos. Excesiva y delirante, la película, que en ocasiones adquiere tono de cuestionable comedia, recorre esta historia de samurái sin amo, desde un prisma barroco en el que no se cuestionan muchos aspectos como la profundidad de los excéntricos personajes, algunos de los cuales simplemente hacen acto de presencia prácticamente de manera aleatoria durante las dos horas de metraje. El último tramo del filme es un homenaje desordenado a todas las referencias mencionadas, además de otras como el cine de artes marciales al que no se debe acceder desde una búsqueda de las motivaciones intrínsecas, la lógica o la búsqueda de coherencia. El total de estos elementos resulta efectista y artificioso, sin ninguna otra lectura que pueda complementar el puro espectáculo. Yakuza apocalypse Ppodrá parecer absurda e incluso ridícula, pero ¿para qué ceñirse a las normas de la lógica, si se cuenta con la posibilidad de alejarse de toda norma o contenido asociado a la realidad? Este no es un ejercicio metacinematográfico, ni una revolución estética o discursiva. Es el capricho que un director venerado a veces se da el lujo de realizar, legitimado por los premios y las palmadas en la espalda. [55/100]
Luis Enrique Forero Varela
© Revista EAM / 48ª edición del Festival de Sitges