Impenitencia
crítica de El club (Pablo Larraín, 2015).
El buen rendimiento de un perro de carreras requiere un entrenamiento de disciplina inquebrantable. Palo y zanahoria. Así lo testimonian las escenas de El club en las que el padre Vidal ejercita a su galgo a base de hacerle perseguir sin descanso un reclamo atado al extremo de una vara. El cánido se emplea a fondo dando interminables vueltas en círculo alrededor del religioso, obcecado en atrapar de una dentellada el premio que nunca dejará de escapársele. Al servicio de un amo ambiguo entre lo amoroso en su relación con el animal y lo abusador en su forma de utilizarlo para su propio beneficio en el canódromo. Ahora bien, imaginen por un momento que ese perro deja de comportarse como un perro y se rebela contra el amo. Renuncia a su adiestramiento ciego y, quemado por años de abuso, se convierte en una mala bestia. Un ser de planta salvaje que parece dispuesto a soltar el mordisco rabioso en cualquier instante. El perro difícilmente terminará en eso, porque, como ya contó Bresson en El azar de Baltasar, se puede buscar en los animales domesticables una especie de santidad que los dispone a aguantar estoicamente los golpes. A asumir sin rechistar su condición de criaturas a merced de la mezquindad y la violencia humana y cerrar su existencia cuando es más útil acabar con ellos que aprovecharse de sus servicios. Pero si ahora hacen el esfuerzo de imaginar a un colega de profesión del padre Vidal que aplicó la estrategia del palo y la zanahoria con un monaguillo en lugar de con un galgo (y con intenciones más sórdidas), entenderán cuál es el cogollo de la nueva película de Pablo Larraín. La bestia humana (de la que cuesta imaginar que un día fue un niño inmaculado) que vuelve para pedir cuentas al causante de su condición degenerada. Al cura que le obligaba a dar vueltas en círculo en pos de una santidad quimérica atada a lo alto de un palo, siempre al son de la misma melodía: «Métetela en la boca. Trágate sus fluidos. No es pecado si son fluidos santificados por Dios».
La cita es desagradable, lo sabemos. Pero hablamos de una película que, sin ser plásticamente explícita, no tiene reparo en hurgar en el feísmo de la realidad que retrata. La cara más degenerada de la Iglesia católica, que esconde a sus ovejas negras tras excomuniones y reclusiones en casas rurales donde les sufragan una vida de supuesta penitencia y arrepentimiento. En el club que da nombre a la película conviven un cura abusador de niños, uno cómplice en robos de bebés, otro compinchado con la dictadura de Pinochet y un cuarto al que los estragos de la edad han convertido en un penitente sin memoria (si es que tal figura es posible). La llegada de un quinto, también pederasta, provoca que una de sus antiguas víctimas, el mencionado monaguillo convertido en mala bestia (o ángel negro, según lo define el cura sin memoria), se presente ante la puerta del club que habitan y recite en voz alta los rituales de violación a los que le sometía el párroco. Las consecuencias de este hecho desencadenan la visita de un burócrata del Vaticano, renovador idealista de la Iglesia, que junto al espectador va desempolvando los antiguos pecados de los habitantes del club. Desde este punto, la cinta va desvelando su jugada maestra. Su huida de toda truculencia para, por el contrario, moverse al ritmo de las rutinas de los clérigos exiliados y la monja que ejerce de dudosa carcelera (porque, a efectos prácticos, es más bien una protectora interesada). Comer, dormir, rezar, cantar, algo de trabajo en la huerta, entretenerse llevando a su perro a las carreras de galgos... Larraín colorea el cuadro con un estilo aséptico, descuidado. Una fotografía de azules gélidos que se deja corromper por los reflejos de la luz solar, de grandes angulares para rodar las escenas de interior que deforman perceptiblemente las líneas. Una puesta en escena que deja ver la apatía de las playas lúgubres, las casitas monótonas del pueblo, la ingratitud del trabajo de sus pescadores.
«Sabiamente, Larraín no pretende fustigar a sus criaturas, pero tampoco rescatarlas. Sino levantar un relato, sin miedo a meter el dedo en el fondo de la herida, donde la manifiesta falta de actitud penitente por parte de la Iglesia amplifica sus ecos y apunta al silencio y el encubrimiento que la sostiene».
El club despliega, en fin, una estética de lo áspero. Que, al igual que sucede con el personaje del antiguo monaguillo, deja intuir lo malsano que se oculta tras la cadencia monótona de su indecoroso día a día. El mostrar al grupo de curas corruptos como tipos corrientes con los que es posible cierta empatía, lejos de quitarles hierro, aumenta el shock ante sus crímenes (o pecados, si se prefiere). O, más bien, ante su actitud presente ante ellos. Ante sus intentos por poner a sus acusadores al mismo nivel que ellos, o ante las mezquindades que siguen dejando emerger para aferrarse a su condición de reclusos en jaula de oro. Esta estupefacción la provoca, sobre todo, un personaje tan humanamente incoherente como el mencionado padre Vidal, un abusador de niños que habla del amor homosexual con un misticismo apasionado. Lo que apunta a la misma ambigüedad escalofriante que connota su relación con el galgo, de la que hablábamos al abrir estas líneas. Sabiamente, Larraín no pretende fustigar a sus criaturas, pero tampoco rescatarlas. Sino levantar un relato, sin miedo a meter el dedo en el fondo de la herida, donde la manifiesta falta de actitud penitente por parte de los curas amplifica sus ecos y apunta al silencio y el encubrimiento que los sostiene. Dejando que sea uno de los monstruos que crearon a su paso el que permita vislumbrar lo estremecedor que hay en sus actos pasados, algo de lo que ni ellos mismos parecen terminar de ser conscientes. Con lo cual, Larraín consigue jugar en una liga de grandes películas. Aquellas que han sido capaces de desenterrar la dolorosa verdad de que el Mal, con mayúsculas, puede ser algo profundamente humano. | ★★★★★ |
Miguel Muñoz Garnica
© Revista EAM / Pamplona
Ficha técnica
Chile, 2015. Director: Pablo Larraín. Guión: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos. Productores: Pablo Larraín, Juan de Dios Larraín, Juan Ignacio Correa (productor ejecutivo), Mariane Hartard (productora ejecutiva), Rocío Jadue (productora ejecutiva). Productora: Fabula. Presentación oficial: Festival de Berlín 2015 (sección oficial a concurso: Gran Premio del Jurado). Fotografía: Sergio Armstrong. Música: Carlos Cabezas. Montaje: Sebastián Sepúlveda. Vestuario: Estefanía Larraín. Dirección artística: Estefanía Larraín. Reparto: Roberto Farias, Antonia Zegers, Alfredo Castro, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking, Jaime Vadell, Marcelo Alonso.