Mitos del futuro próximo
Crónica de la cuarta jornada de la 63ª edición del Festival de San Sebastián.
Pudiera ser un simple cliché, pero no. Hablar del futuro cinematográfico el día que se estrenó una nueva adaptación —High Rise— de la obra del escritor James Graham Ballard debe ser apropiado. El cine, como tantas otras cosas que nos rodean, va acortando su mensaje lentamente, año tras año. Al igual que en los deportes, la política, la sociedad o la música, todo se reduce al instante, a unos segundos de conexión, de empatía forzada o no que logra inmiscuir al receptor en una ficción o realidad. La vida, sus vidas en forma de .gif, .mov, o .png. Son las condiciones impuestas por la sociedad capitalista, que siempre mira al futuro e intenta borrar el pasado, alienando, corrigiendo y redireccionando. El cine no es menos y cada vez apuesta con fuerza por dos únicos naipes como gran baza. Lo previo o posterior huele a refrito o imposta. Nada como un festival —con Ballard o sin él— para constatar estas máximas. Ayer, Rúnar Rúnarsson concluía con dos maravillosos abrazos una narración austera y gris; horas después, Pablo Agüero hipnotizaba con un prólogo donde el dictador Jorge Rafael Videla (Gael García Bernal) emergía en un torrente de agua y vidrio que no tenía continuación en el resto de Eva no duerme. Dos ejemplos de los muchos vividos en Donostia en estos primeros cuatro días. Y es que, al final, Greg y Earl, los chicos de Alfonso Gomez Rejón en Yo, él y Raquel, son los visionarios del nuevo cine contemporáneo: readaptación y acotación, la destreza es cosa del presente.
Pero toda esta vorágine de la instantánea, y apartándonos de la corriente alarmista, tiene su polo positivo en un evento como el 63SSIFF. Y no precisamente proyectada en 35 milímetros. Porque San Sebastián pudiera ser la capital mundial de Instagram, donde cada rincón, cada pintxo, o cada ola que aterra en Zurriola es una imagen al que es imposible resistirse. Un off festival inimaginable, que convierte cada paseo (y su reflexión como acompañante) en un texto de Balzac. Y sí, puede sonar a artificio, como el que transmiten los chicos protagonistas de la nueva película de Arnaud Desplechin, My golden years, o el posthumor de laboratorio de Federico Veiroj en El apóstata, pero, sonora y visualmente, San Sebastián logra lo impensable: no dejar de pensar en el pasado y el presente, y aparcar el futuro. Porque éste ya volverá el próximo domingo. Por favor, sin prisa.
RASCACIELOS
High Rise, Ben Wheatley, Reino Unido / Competición.
por Emilio Martín Luna.
«La borró de la fotografía de su vida no porque no la hubiese amado, sino, precisamente, porque la quiso. La borró junto con el amor que sintió por ella. La gente grita que quiere crear un futuro mejor, pero eso no es verdad, el futuro es un vacío indiferente que no le interesa a nadie, mientras que el pasado está lleno de vida y su rostro nos excita, nos irrita, nos ofende y por eso queremos destruirlo o retocarlo. Los hombres quieren ser dueños del futuro sólo para poder cambiar el pasado. Luchan por entrar al laboratorio en el que se retocan las fotografías y se rescriben las biografías y la historia», subrayaba Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido. Y así es, el futuro se ha convertido en una obsesión vacua, un lugar para la reafirmación y expansión del ego. El ser humano entiende el futuro como un espacio infinito dominado por las pulsiones que lo enterraron en el pasado, ese espacio temporal caracterizado por la convivencia y la democracia. El futuro, es individual, es ambición, es el sueño cruel que todo lo condiciona. Otro autor referente como J.G. Ballard ha sabido plasmarlo con certeza en sus distopías atemporales, marcadas e impulsadas por la evolución tecnológica, un proceso que tenía su reverso en la involución emocional de un hombre con grilletes autoimpuestos, acomplejado por su posición de retaguardia en los estratos. Algo que cambia en Rascacielos (High Rise, 1975), una de sus novelas más célebres donde se apuesta por el caos y la revolución para igualar las fuerzas y los recursos. Con este material, el prestigioso director británico Ben Wheatley, aborda su cuarta película de título homólogo a la obra literaria. Un largometraje que logra lo que se propone: noquear la mente del espectador, aunque no siempre transitando los caminos deseados.
Al final del metraje de High Rise, vemos a un elegante y carismático Tom Hiddleston (el Doctor Robert Laing), con la faz tiznada de un gris metálico, mimetizado entre una turba decadente, entregada a las necesidades primarias. No se diferencian clases ni estatus, sólo unos seres corruptos, deformados por sus propias ambiciones, por muy pequeñas que estas fueran. Meses antes, vivían en un enorme y moderno rascacielos donde la posición social la marcaba la distancia de cada balcón a los cimientos. Una estructura vertical a la equivalente horizontal dibujada por Bong Joon-ho en Rompenieves (Snowpiercer, 2013). Todos esclavos de su pasado pero, a diferencia de la cinta del cineasta surcoreano, con una mínima posibilidad de que el ascensor se posicione permanente unos pisos más arriba. Es por ello, que lo primeros cuarenta minutos de High Rise, Ben Wheatley nos ofrece un magistral carrusel de estrategias, donde se escudriñan a todos los inquilinos relevantes. Caricaturas silentes que chocan por decreto, por heterogeneidad. Esclarecedora es una de las secuencias más interesantes del filme, donde Laing aparece en una fiesta de disfraces con su yo actual y se encuentra con la desfiguración de su mundo, donde el pasado es una simple imagen anclada en una pared vacía; donde el futuro es un caleidoscopio de figuras desproporcionadas. A partir de ahí, Wheatley cambia el registro y apuesta por la locura. Y con ella, desgraciadamente, llega la reiteración, donde el efecto es potente pero el mensaje se pierde casi por agotamiento. High Rise reclama la guerra como canal de cambio de un mundo de vivos casi inerte. Con sus virtudes y defectos, estamos ante un objeto de culto a revisar de forma obligatoria. [75/100]
EL APÓSTATA
Federico Veiroj, España / Competición.
por Víctor Blanes Picó.
La nueva película del uruguayo Federico Veiroj tiene como espina dorsal uno de los elementos vertebradores de nuestra personalidad como país: la fe cristiana inmiscuida en cada uno de los elementos de nuestra cotidianeidad. La odisea para lograr apostatar se nos muestra como una lucha de David contra Goliat con toques quijotescos. El pobre de Gonzalo Tamayo no quiere que su nombre conste en los libros de registro de la Iglesia y está dispuesto a mover cielo y tierra para conseguirlo, aunque para él ello implique poco más que moverse de la cama y hacer un par de visitas al obispado. Porque, como le ocurría a Daniel Castro en la estupenda Ilusión, Tamayo es un joven apático con muchísimas ideas y desvaríos pero cuya sangre corre por sus venas a velocidad de caracol. Sin embargo, el problema es que el personaje principal de El apóstata no tiene el carisma ni el gancho de Daniel Castro. Ambas películas tienen puntos de planteamiento en común: la idiosincrasia del personaje principal, un niño-adulto con pocas ganas de madurar, marca el devenir de la cruzada que emprende. Y también coinciden en el tono que quieren imprimir a la cinta, aunque el resultado, lamentablemente, no sea el mismo. Veiroj mete en la coctelera situaciones de humor absurdo, escenas con toques de posthumor, reflexiones atropelladas y líos familiares, pero el cóctel final no está lo suficientemente agitado para que acabe siendo totalmente digerible. El apóstata acaba gustando más por partes que en conjunto y se muestra torpe a la hora de unir todas esas piezas y entretener sin ruborizar.
Quizás el mayor problema de la cinta sean sus pretensiones en lo que se refiere a la profundidad de sus reflexiones. Veiroj les aporta un toque cómico forzado, que no acaba de encajar ni en la interpretación de Álvaro Ogalla ni en las secuencias que supuestamente deberían contener un toque de surrealismo naturalista. Aparte de regalarnos algunos de los momentos más gratuitos y banales de los últimos tiempos (como el sueño de la reunión nudista o el cantante de flamenco en una tasca), la película hace aguas por ese tufillo a discurso político facilón, pseudofilosófico y de medio pelo que acaban teniendo la mayoría de los diálogos. Si hay algo, eso sí, con lo que nos podemos quedar de El apóstata es con esa idea de caballero andante urbanita luchando contra los grandes enemigos en su día a día pero estrellándose contra los molinos de su locura y su inmadurez. El problema es que la fábula, en este caso, no funciona. [42/100]
EVA NO DUERME
Pablo Agüero, Argentina, España / Competición.
por Miguel Muñoz Garnica.
Como demuestra una parte importante del cine argentino reciente, el siglo XX de este país da cuenta de una larga crónica de crispación, de polarizaciones extremas que cristalizan en apoyos o rechazos viscerales a una u otra facción política. Y si hablamos de elementos polarizadores, Eva Perón es la estrella. En palabras de la película que nos ocupa, una divinidad sin religión. Heroína o villana según la perspectiva, cierto, pero universalmente reconocida como magnética agitadora de masas. Iniciando su narración justo después de su muerte, la nueva cinta de Pablo Agüero se sumerge en ese clima de enconamiento social tomando como hilo conductor el largo periplo del cadáver de “Evita”, que fue sacado de Argentina tras golpe de estado 55, y que se mantuvo más de veinte años oculto, bajo la presión continua para su recuperación de unos militantes peronistas anhelantes de tener presencia física, a modo de reliquia, de su mito por excelencia. Agüero se inscribe en la macrohistoria, a la que da cuerpo a partir de imágenes de archivo intercaladas a modo de intermezzos, y a la vez vertebra su película en torno a tres microhistorias tituladas, sucesivamente, “el embalsamador”, “el transportador” y “el verdugo”. Tres momentos muy puntuales que narran pequeñas transiciones durante el transcurso de esos veinte años de la fallecida en el exilio.
Así, el episodio del embalsamador, encarnado por Imanol Arias, es una metáfora de la conversión de una líder viviente en ídolo esculpido en piedra funeraria, sobre el que proyectar ilusiones o condenas según las convicciones, instituyendo una fábula sobre la que la propia muerta no tiene ya nada que decir. Lo expresan poderosamente las escenas en las que el embalsamador mejora los rasgos faciales de Eva, corrigiéndole facciones que interpreta como negativas, esforzándose por esculpir una deidad intachable. El episodio del transportador, por su parte, introduce la tensión entre la obediencia ciega que se espera del militar (y por extensión, de todo un pueblo sometido a la dictadura) y su memoria sentimental. Un trasfondo que da lugar a una tensa secuencia de violencia aflorante entre un soldado raso y su superior en el interior del camión que transporta a la finada. Por último, el episodio del verdugo recrea el secuestro por parte de guerrillas rebeldes del dictador Pablo Eugenio Aramburu. Una encarnación de la tiranía paternalista que, a diferencia del brutal régimen del 76 que vino después, aún se permite licencias de humanidad como el darle sepultura cristiana a la líder de su facción contraria en lugar de destruir su cadáver.
Por último, sendos monólogos del comandante Emilio Eduardo Massera (Gael García Bernal), un alto burócrata del terror del 76, abren y cierran la película y testimonian esa deshumanización absoluta de la tiranía que adelantaba la secuencia protagonizada por Aramburu: considera que el único error de los militares fue esa consideración por su parte al querer enterrar a “Evita”. De este modo, Agüero erige una lectura compleja y algo ambigua sobre el clima político argentino, desde una perspectiva que el que suscribe no termina de discernir si es de fascinación o de crítica hacia esa devoción por un cadáver embalsamado. Y, además, logra un trepidante ritmo narrativo a partir de secuencias con una estructura marcadamente minimalista (que se aplica, sobre todo, en los dos últimos episodios reseñados): alargados diálogos en los que la violencia soterrada va brotando hasta estallar en agresividad, bañados por un estilo visual tendente al claroscuro y una querencia por primeros planos invasivos que detallan el sudor tenso en los rostros de los personajes. [73/100]
LA VIDA SEXUAL DE LAS PLANTAS
Sebastián Brahm, Chile / Nuevos Directores.
por Juan Roures.
Al inicio del segundo largometraje del chileno Sebastián Brahm, una joven pareja se hace un desenfadado selfie en las montañas mientras disfruta de la felicidad más clásica: aquella que no se valora por darse por supuesta. Poco después, el paraíso se oscurece cuando ella revela desear un hijo justo antes de hacer el amor y él decide eyacular fuera. Pero, entonces, la vida de ambos da un giro cuando un absurdo accidente imposibilita que él vuelva a ser el mismo. Es ese un momento clave impulsado por las contenidas pero potentes interpretaciones de los dos protagonistas y, aunque es Mario Horton quien debe afrontar la mayor permutación, corresponde a Gabriela Aguilera cargar con el peso de una película que no tarda en desaprovechar su interesantísima premisa inicial. ¿Cómo reaccionar ante un cambio de la persona amada que no depende de ella? ¿Cómo sentirse cuando somos precisamente nosotros quienes hemos propiciado dicho cambio? Ambas cuestiones derivan en una multitud de sentimientos tan fascinantes como perturbadores tristemente perdidos en un guion borroso que, no sólo no logra centrarse en nada, sino que termina desfragmentado por dos elipsis que, lejos de agilizar la trama, confunden al público más paciente.
De todos modos, si con El circuito de Román (2011), este joven escritor y director logró poco más que tener un largometraje a su nombre, con Vida sexual de las plantas ha realizado toda una declaración de intenciones. De hecho, pocas obras de la sección Nuevos Directores (normalmente centradas en conflictos adolescentes y familiares) logran sorprender al espectador por su temática, algo para lo que esta pequeña cinta sólo necesita la sinopsis. El propio título está dotado de un gran atractivo; con él, Brahm busca hacer referencia al carácter animal del ser humano, a menudo movido por instintos incontrolables que lo acercan al resto de seres vivos del planeta. Por supuesto, tanto las plantas como la vida sexual están presentes a lo largo de todo el filme: las primeras a raíz del trabajo de ella y gran parte de las localizaciones y la segunda a través de la obsesión de los protagonistas con la maternidad. Cierto es que todo ello se difumina dentro de una concepción demasiado ambiciosa que no logra abarcar tanto como desea, pero Brahm cuenta con dos enérgicos elementos a su favor: la originalidad de la propuesta y la capacidad de no juzgar nunca a sus personajes, dejando al espectador gran libertad para reflexionar sobre el poético viaje contemplado. [63/100]
HITCHCOCK/TRUFFAUT
Kent Jones, Francia / Perlas
por Miguel Muñoz Garnica.
A la cinefilia habitual, un documental de corte divulgativo sobre los logros del cine de Alfred Hitchcock puede sonarle a lugar muchas veces visitado. Más aún si su leitmotiv es uno de los principales libros de cabecera para los aficionados al séptimo arte de todo el mundo: El cine según Hitchcock, de François Truffaut. Ahora bien, Jones sabe jugar bien sus cartas en un terreno tan minado. El documental arranca rindiendo tributo a la importancia del libro y recogiendo sus enseñanzas a partir de citas directas o reproducciones de la grabadora utilizada durante las entrevistas entre los dos directores. Pero también sabe amplificar sus ecos a partir de una serie de entrevistas en las que diversos directores de primera línea hablan sobre su experiencia con el libro y, sobre todo, comparten sus visiones sobre el cine del británico. Ante la cámara desfilan nada menos que David Fincher, Martin Scorsese, Wes Anderson, Richard Linklater, James Gray, Olivier Assayas, Paul Schrader, Peter Bogdanovich y Kiyoshi Kurosawa.
Hitchcock/Truffaut, por tanto, es un documental que no esconde su vocación didáctica y que no tiene reparo en ir diseccionando las escenas más memorables de Hitchcock recurriendo a las fuentes citadas a modo de clase magistral. Con lo que viene a emular lo que fue el gran logro del libro de Truffaut: el placer de escuchar a dos directores hablando de cine de una manera práctica y profesional, desentrañando sus procesos creativos sin imposturas. Si bien con un objetivo algo más elevado de fondo: el indagar en si el británico es realmente un artista o solo un buen artesano. En este sentido, la cinta cuenta con algunos momentos deliciosos en los que los testimonios de los directores entrevistados buscando resonancias trascendentes en algunas escenas de Hitchcock chocan con el propio cineasta explicándolas a partir de decisiones puramente prácticas. Como el famoso plano aéreo de Los Pájaros, en el que Scorsese ve connotaciones religiosas mientras que Hitchcock confiesa que lo utilizó para no tener que gastar presupuesto recreando detalles de puesta en escena que exigiría el grabarla en planos más cercanos. [68/100]