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    Cine Alemán Siglo XXI

    63SSIFF | Retrospectiva Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack (II)

    King Kong

    Corre Fay Wray, corre

    Retrospectiva dedicada a Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack en la 63ª edición del Festival de Cine de San Sebastián.

    Continuamos en la 63ª edición del Festival de San Sebastián dedicados por completo a ver las películas que componen la Retrospectiva de Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper. Días apretados de cine que nos llevan de la salida de una película a la cola de espera de la siguiente sin apenas poder darnos un respiro. Ni falta que hace, la verdad, porque con estas maravillas, ¿para qué necesita uno otras cosas? Sigamos pues el viaje.

    EL MALVADO ZAROFF

    The Most Dangerous Game, 1932, EE.UU.

    Sin duda, esta es mi película preferida de las que realizara Ernest B. Schoedsack, aquí junto a Irving Pichel en la dirección, y sin dejar de tener a su lado a su compañero de batallas Merian C. Cooper que ejerció de productor asociado. El malvado Zaroff, aparte de una apasionante película de aventuras con un elevado toque fantástico en su mirada, es quizá el más perfecto ejemplo de cómo construir un relato utilizando un tempo in crescendo demoledor: el planteamiento de la filosofía del filme, la caza y el cazador, mostrado en su primera parte que acontece en el barco en el cual viajan unos confiados pasajeros, da paso al desarrollo de la misma y al germen de la trama cuando el barco se estrelle contra un arrecife y el náufrago Bob Rainsford (Joel McCrea) llegue a una extraña isla y sea acogido en la fortaleza del conde ruso Zaroff (Leslie Banks), donde también harán acto de presencia la chica que provocará el romance (una fascinante como nunca Fay Wray), aunque no solo eso pues llegado el momento sabrá luchar y pelear por su vida, y el hermano de esta (interpretado por Robert Armstrong, el actor fetiche de Schoedsack y Cooper), el elemento detonante de la acción que será arrolladora en la media hora final de este filme perfecto de 63 minutos de duración. Y es que es en esta tercera parte cuando todo lo expuesto hasta ese momento toma cuerpo en una persecución arrolladora y trepidante, cada vez más feroz no solo por lo que nos narra, sino por su forma, por esos planos cada vez más cortos y sus travellings finales que cortan la respiración buscando y consiguiendo que la angustia de ser la presa de un cazador sin piedad la suframos en nuestra piel, pero además haciéndonos reflexionar como a Rainsford: “esos animales a los que yo cacé, ahora sé cómo se sentían.” Una obra maestra absoluta del cine, una película que siendo toda acción culmina en pensamiento puro. La muestra más gloriosa de lo que es el cine de género en su destilación más perfecta. Ya escribimos sobre ella hace tiempo, así que os remitimos a ese extenso comentario siguiendo el enlace.

    King Kong

    KING KONG

    King Kong, 1933, EE.UU.

    King Kong es sin duda la película más conocida de las dirigidas por Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack, pero también una de las más famosas y míticas de la Historia del cine. El gran mono gigante es una figura que forma parte ya de la mitología popular, un icono al que se ha recurrido y ha sido utilizado una y mil veces en cualquier tipo de medio, referencia absoluta en cómics, anuncios, series de televisión, ensayos y en el propio cine. Y no debe sorprendernos, porque sus autores no solo realizaron una de los filmes de aventuras más misteriosos y fascinantes jamás creados, sino toda una parábola sobre el amor romántico. Todo aquel que haya amado alguna vez comprenderá los sentimientos del simio por la bella Ann Darrow (una esplendorosa Fay Wray), y sentirá todo su dolor y su pérdida cuando lo veamos caer abatido desde el que en ese momento era el edificio más alto del mundo: el Empire State Building de New York. La criatura más poderosa de la tierra, también así nos sentimos cuando amamos, es arrastrada fuera de su entorno, la jungla virgen, una selva que aquí se inspira claramente en El mundo perdido (The Lost World, 1912), la prodigiosa novela de Arthur Conan Doyle, y en su versión cinematográfica de 1925 obra del director Harry O. Hoyt. Un mundo olvidado del tiempo, una isla en lugar de una meseta en la cumbre de una perdida montaña como era en sus precedentes, en el que Kong convive con monstruos antediluvianos. Capturado, es llevado a esa otra selva que es la de cristal y acero de la gran ciudad, de la que intentará escapar con su enamorada. Contemplar a quien ha sido tan fuerte e invencible ser derrotado por unos aviones biplanos, por esos molestos mosquitos, es sentir nuestro corazón hecho pedazos cuando vamos a perder a quien amamos y no podemos hacer nada para evitarlo. El rey Kong observará aturdido y lleno de sorpresa esa herida en su pecho provocada por las ráfagas de ametralladora de los aviones, llevará su mano hasta ella y contemplará sin poder creerlo que la sangre que está manchando sus dedos es su propia sangre, esa que ni los más fieros animales salvajes lograron verter.

    Pero King Kong, como todas las obras maestras, es inagotable, y todo lo que se pudiera hablar de ella pareciera no tener fin. Ya desde su inicio nos muestra a ese aventurero y cineasta, trasunto del propio Cooper y su filosofía de vida, Carl Denham (Robert Armstrong, un actor recurrente en la filmografía de estos dos directores), el cual da toda una lección de qué es tener una cámara en las manos y el oficio de cineasta entendido como una forma de vida más que una profesión o una forma de expresar delirios artísticos, el cual será el detonante de la acción al preparar una expedición en busca de una isla perdida, la Isla de la Calavera, en busca de un lugar lejano y extraño que pueda servir de escenario para su nueva película. Retratando la idiosincrasia hollywoodense, esa que tantos quebraderos daba a estos dos autores que concebían la libertad no como un derecho sino como un estado natural del hombre, ponen en boca de Denham lo que se les exigía: romance barato, así que hay que buscar una actriz lo suficientemente desesperada como para aceptar semejante viaje hacia lo desconocido y que interpretará esas escenas requeridas por los productores y el público amaestrado por ellos. Nadie quiere llevar una mujer en el barco, así que es el mismo Denham quien sale a buscarla por las calles de New York, una ciudad consumida por la gran depresión, la cual Cooper y Schoedsack nos enseñan en unos pocos pero demoledores planos: una cola de mujeres abatidas por la miseria esperando la comida en un centro de atención social y una joven que roba una manzana de una tienda acuciada por el hambre. ¡Esa es la joven que necesita Denham, dispuesta a todo pero de gran corazón! Y así da inicio la aventura, el viaje que llevará a la tripulación a un lugar exótico en el que rodar una película. Pero todo se tiñe de misterio y secreto, Denham mantiene oculto el lugar de destino hasta que decide mostrar el mapa que los llevará a una isla desconocida. La isla del tesoro (Treasure Island, 1833) de Stevenson siempre fue una de las lecturas preferidas de Cooper. Como en esta prodigiosa novela, viviremos como pocas veces nos es dado poder hacerlo toda la pasión y la emoción de pisar terrenos nunca hollados, de adentrarnos en lo desconocido y contemplar sus secretos. Schoedsack y Cooper lo harán introduciéndonos con una gradación magistral.

    King Kong

    Willis O’Brien fue el encargado de los efectos especiales, de dar vida tanto a Kong como a todo el universo salvaje en el que se iba a desarrollar la mayor parte de la película. O’Brien había trabajado en la obra que había inspirado a Schoedsack y Cooper, la mencionada The Lost World, y había dejado sin terminar un filme que también discurría en un mundo perdido y salvaje como aquella, Creation (1931), de la cual tomaron varias ideas para desarrollarlas con más detalle en King Kong. El rodaje utilizando la técnica de stop motion para dar vida al rey Kong era lento y difícil, por lo que entre medias Schoedsack y Cooper decidieron realizar El malvado Zaroff, nada más y nada menos, utilizando decorados que ya tenían listos para Kong. Una pequeña obra maestra que anticipaba la que estaba por venir. Los dos aventureros estaban tocados por la gracia, iluminados para bien por los dioses malvados del cine. O’Brien supo imprimir tal ferocidad y humanidad en su criatura que todavía hoy nos espanta y nos enternece a cada gesto.

    Desde el momento en que los viajeros ponen pie en la isla el sentido de la maravilla se dispara a límites fantásticos. Todo es misterio y emoción, descubrir con ellos un lugar remoto y extraño lleno de peligros y prodigios. Cerca de la playa en la que desembarcan, una tribu festeja un ignoto ritual de sacrificio. Varios nativos con disfraces de gorila bailan alrededor de una joven a la que cubren de flores adornando la ofrenda. Denham no tiene otra ocurrencia que ponerse a filmar allí mismo con el deseo de utilizar ese momento único en su película. Los descubrirán, claro, pero saldrán sin demasiadas dificultades de este primer enfrentamiento. Sin embargo, el jefe y el hechicero de la tribu pondrán sus ojos en la diosa blanca y resplandeciente, también bebían Cooper y Schoedsack de los más clásicos relatos pulp de la época, en la mujer blanca que sus ojos jamás han podido contemplar hasta ahora, la hermosa Ann, y proponen canjearla por seis de sus mujeres. Su oferta es rechazada, pero ya la han contemplado y no descansarán hasta tenerla atada a los postes de sacrificio en espera de que su dios venga a recogerla. Y es entonces cuando asistimos a la primera aparición de Kong, surgiendo de entre la noche y la espesura de la jungla, anticipando su llegada con el movimiento del ramaje de los altos árboles, y clavando sus ojos ya fascinados en la bella criatura preparada para él. La furia de Kong al pelear con otras bestias pero manteniendo siempre con cuidado a Ann fuera de peligro, cuidándola y mostrándose cariñoso y atento con ella, nos hará probar con fuerza esa mezcla de salvajismo e inocencia que representan el mundo donde vive Kong en contraste con la despiadada ciudad, el lugar donde nadie cuidaba, atendía ni se preocupaba de Ann.

    King Kong

    «King Kong merecía haber sido proyectada en una pantalla tan descomunal como su héroe protagonista y con una calidad que nos hubiera hecho saltar las lágrimas más aún de lo habitual».


    La tripulación al completo decide rescatar a Ann, pero Denham ya ha visto al simio gigante y sus instintos comerciales más capitalistas afloran: quiere capturarlo para llevárselo y mostrarlo como atracción al mundo occidental, ese que debemos suponer más civilizado pero que disfruta con estos espectáculos, y ganar montones de dinero con él. La bestia, obnubilada ya por su amor por la bella, es atrapada no sin ocasionar numerosas bajas entre los aguerridos aventureros. Y asistirá impotente y encadenada en un gran teatro cómo el público lo contempla con temor y curiosidad malsana mientras Ann se abraza a Jack Driscoll, el marinero tosco y vulgar del que se ha enamorado durante el viaje. A nuestros ojos resulta incomprensible la elección de Ann, por lo que cuando Kong rompa sus cadenas y se libere buscando a Ann por toda la estremecida ciudad arrasándola nuestros corazones estarán de su parte. Pero su amor puro y desinteresado, como en la vida real, no obtendrá compensación. Salvando a Ann en el último momento y encaramado en lo alto del Empire State Building asistirá a su derrota final. Vencido a los pies del monumental edificio, el colosal Kong verá la muerte y a su amada en los brazos de su insignificante antagonista. “No han sido los aviones: la bella mató a la bestia”, sentenciará un Denham ya consciente de sus actos y cerrando el símil mitológico que es el corazón mismo de la película. Fay Wray tenía el poder. El poder de volver humana a la bestia. Y esta humanidad es la que arrastrará al Rey Kong a la muerte.

    Solo queda lamentar que una película como esta nos sea dado verla en esta retrospectiva en una copia con calidad VHS rip si no peor. Y con la escena en la que el bueno de Kong juega a quitarle esa ropa que le sobra a su enamorada Ann recortada. Detalles que ensombrecen la magnificencia de este ciclo. King Kong merecía haber sido proyectada en una pantalla tan descomunal como su héroe protagonista y con una calidad que nos hubiera hecho saltar las lágrimas más aún de lo habitual. El rey Kong ha sido vencido de nuevo por la actualidad y las películas modernas, las cuales siendo más pequeñas jamás hubieran consentido sus autores semejante falta de cariño y respeto. Kong luchará eternamente contra la aberrante sociedad capitalista occidental y lloraremos con él una vez tras otra su derrota. Como solo los grandes héroes, las figuras mitológicas gigantescas y colosales como él, saben hacer. Sin rendirse, levantándose de nuevo y volviendo a pelear por su amor hasta la muerte.

    El hijo de Kong

    EL HIJO DE KONG

    The Son of Kong, 1933, EE.UU.

    La productora RKO siempre fue conocida como la más pequeña de las grandes compañías cinematográficas. El rodaje de King Kong supuso toda una enorme prueba de fuerza para sus presupuestos, si bien el éxito de taquilla compensó con creces su arriesgada apuesta. Este triunfo llevó a la productora a rodar una continuación o segunda parte aprovechando el tirón del monstruo, pero Kong estaba muerto y no podía resucitar. Así que nada mejor que proponer que nuestro mono gigante favorito había dejado en la Isla de la Calavera a un hijo del que hasta entonces nadie había tenido noticia. Con un presupuesto más limitado que su antecesora, El hijo de Kong (The Son of Kong, Ernest B. Schoedsack, 1933), muy cercano al de los habituales productos de serie b de la casa, que ya cuando rodaban películas más importantes parecían series b de otras productoras, es un filme de aventuras un poco de andar por casa, más sencillo y a la fuerza más modesto. Pero sabe sacar provecho de ello y su propuesta acaba resultando simpática y entrañable. Su objetivo no era llegar mucho más lejos. Del guion se encargó Ruth Rose, actriz y aventurera a la que Ernest B. Schoedsack conoció en una expedición a las Islas Galápagos. Ruth había trabajado en el libreto de King Kong y lo haría posteriormente en casi todas las películas del director, con el que se había casado en 1926.

    Encontramos en El hijo de Kong de nuevo al aventurero y cineasta Carl Denham (Robert Armstrong), ahora escondiéndose de todos los acreedores que le reclaman los daños causados por el mono gigante en la ciudad de New York. Él lo trajo, así que él debe pagar. Desde su inicio vemos a Denham arrepentido por sus acciones, no solo porque ahora debe pagar por ellas y no tiene dinero, sino sinceramente arrepentido por el mal que causó a Kong al arrastrarlo fuera de la jungla. Da la sensación de que la opinión pública en la vida real lo hubiera acusado y tanto Cooper como Schoedsack desearan redimirlo en su nueva película. Denham se ve obligado a huir y lo hace, cómo no, en el mismo barco con el que emprendiera su más famosa aventura ayudado por su antiguo capitán, Englehorn (Frank Reicher repitiendo su papel). Ambos deben abandonar el país a escondidas y refugiarse en la lejana Dakang. Denham ha abandonado su espíritu aventurero y se resigna a llevar una vida dedicada a empresas marítimas comerciales, pero la verdad es que los negocios les van bastante mal. Denham logra hacerse profundamente simpático al espectador por su manera de aceptar su desgraciado devenir con la resignación del que sabe que debe pagar por los males y desgracias provocados por su culpa. Pero en ese lugar olvidado de todos da con el marinero, el capitán Helstrom, que le vendió el mapa de la Isla de la Calavera que lo llevó a encontrar a Kong, un tipo detestable, un capitán sin honor capaz de hundir su propio barco para cobrar el seguro. Este le alertará sobre un tesoro que yace oculto en la isla. Aunque a Denham ya no le interesa el dinero, acabará aceptando volver a la isla, llevando con él y el capitán Englehorn al mentiroso vividor (lo del tesoro se lo ha inventado sobre la marcha buscando salir de Dakang como sea) y a una bella joven, Helene (Helen Mack), la cual ha perdido a su padre, asesinado para más desgracias por el maldito Helstrom. Hasta aquí todo se desarrolla de forma más cercana al folletín que a una película de aventuras emocionantes y misteriosas, que al fin y al cabo es lo que uno desea encontrar. Esto cambiará cuando emprendan el viaje y lleguen a la Isla de la Calavera, de una manera tan sencilla que uno no se explica cómo necesitaron un mapa en su visita anterior para localizarla y esquivar sus peligrosos arrecifes. De igual forma, pronto darán con el hijo de Kong. Dominada por el humor y el deseo de humanizar en la mayor medida posible al joven gorila, El hijo de Kong se mueve por las aguas de la comedia amable para todos los públicos, aunque jamás deja de resultar entretenida y, la verdad, entrañable. A base de monerías, nunca mejor dicho, el vástago de Kong se gana al espectador. En sus trabajos documentales Schoedsack y Cooper ya habían demostrado su querencia por este tipo de gracias animalescas y aquí solo siguen con su estilo bien forjado y experimentado en esas obras anteriores que habían depurado hasta la perfección en King Kong.

    La película avanza con alguna pelea divertida del joven simio, con Denham y Helene curándolo de sus heridas y ganándose el afecto del gigante, y con el descubrimiento accidental del tesoro que resulta que sí había uno escondido allí. Un terremoto pondrá brusco fin a la isla y a la película, con el hijo de Kong salvando la vida de quien había llevado a la muerte a su padre, un gesto de conciliación que parece decirnos que si él ha podido perdonar a Denham, aunque sea sin saberlo, lo hagamos nosotros también. Carl Denham será de esta forma redimido. La isla luce unos bonitos decorados no muy bien aprovechados y una excelente música de Max Steiner, quien ya había compuesto la música magistral de King Kong y puso especial empeño en escribir la de esta aun siendo consciente del poco tiempo del que dispondría tratándose de una película tan barata. En conjunto, el filme resulta un divertimento sencillo y honesto, muy representativo de la serie b según RKO, en el cual casando a Denham con la hermosa Helene, matando a la descendencia del rey Kong y hundiendo en lo más profundo de sus aguas la isla en la que vivían, sus autores parecen cerrar de una vez por todas y para siempre toda posibilidad de continuación.


    José Luis Forte
    © Revista EAM / 63º Festival de San Sebastián



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