Miradas color naranja
Crónica de la quinta jornada de la 50ª edición del Festival de Karlovy Vary.
Ayer, hacíamos referencia al camino de vuelta al hotel, tras cada cierre de jornada. Pero, ¿y el de ida? Con el madrugador sol –a las 06:00 AM ya está en pie—, como testigo, se aprecian los contrastes que contiene una pequeña ciudad como Karlovy Vary. El sencillo trayecto desde el comienzo de la calle Tomáše Garrigua Masaryka –profesor y filósofo fundador de la República Checoslovaca en 1918— hasta el Hotel Thermal, la sede del Festival, desgrana muy lentamente la idiosincrasia de esta localidad. Aparte de los acreditados, marcados con una cinta naranja, asistimos a un desfile de clases singular. A pie, los trabajadores y consumidores cumpliendo con sus deberes, como en cualquier otra urbe europea; a caballo, numerosos turistas que buscan la instantánea privilegiada con la que enmarcar su estancia; en coche, y menudos coches, la otra Karlovy Vary, conformada por la flor y nata de las grandes oligarquías de nuestro tiempo: Rusia y Arabia Saudí. Un simple paseo por la parte oriental de la ciudad los delata, gracias a construcciones de auténtico lujo que siguen los patrones arquitectónicos de sus lugares de origen. La élite desde su Olimpo, no obstante ocupan toda la parte superior de ladera que engulle a los balnearios que dan fama a Carlsbad. Pero, volviendo al color naranja del cordel que identifica a la prensa, los elementos que resaltan en este juego de estratos son mucho más extravagantes. Portan una túnica de lino, llevan sandalias y la cabeza rapada. Dos de ellos cierran la retaguardia, intentando entregar un tríptico y sermonear a algún despistado; delante, un grupeto que entona una canción muy reconocible. Son los Hare Krishna, los teloneros no oficiales del KVIFF. Ellos aportan el color y alguna aceleración espontánea entre los visitantes. Una de ellas me llevó a esta quinta jornada de festival en cuestión de segundos. Un día excelente, por cierto.
BOX
Florin Şerban, Rumanía / Competición.
Era la cabeza de cartel y no ha decepcionado. Aunque, eso sí, se ha camuflado del frío color gris que define a esta sección oficial. Florin Șerban, director de Si quiero silbar, silbo, Gran Premio del Jurado de la Berlinale 2010, retorna cinco años después con su segunda película, Box, un melodrama de corte mediterráneo que se mueve en los terrenos de su ópera prima: la deconstrucción de los fracasos y victorias de la clase trabajadora. Para ello, nos sitúa en el extrarradio bucarestino para asistir al monótono desarrollo de dos vidas que marchan paralelas, casi tangentes. Ambas desprenden deseo, y no solo carnal, también profesional. Desgraciadamente para ellos, lo segundo no será tarea sencilla. Șerban profundiza en dos egos perdidos, atados a una pasión pero sin ningún tipo de control. Su futuro lo deciden otros. Son proletarios del sino, solo éste determinará si, además del jornal, el mes entrega algo de gloria. Ella, Cristina –una fantástica Hilda Peter, imagen que encabeza este artículo—, compagina la docencia y la interpretación, enseñando danza a niños y, al mismo tiempo, actuando en una obra de teatro de producción húngara; él, Rafael –interpretado por Rafael Florea—, es un joven de 19 años, aspirante a ser una estrella pugilística, sin rival en su gimnasio de formación y ojeado, constantemente, por mecenas del negocio. Cada día, Rafael sigue a Cristina a una distancia prudencial, secundando al contoneo de ésta, orgullosa de que unos torneados músculos pongan algo de salsa a una enfermiza vida marital. Șerban apuesta por la contención en cada uno de sus planos, como marca la nueva ola cinematográfica de su país. Para definir a sus personajes, desnuda todo lo que les rodea, evitando caer en tópicos, y, así, destapar sus sensaciones más primarias. Al final del trayecto es lo único que les quedará, como describe su memorable final. Un broche de nivel para un largometraje que peca de atonía, al igual que la vida de sus personajes. Șerban tendrá que esperar un poco más para el despunte. Igual lo hace con un Globo de Cristal bajo el brazo. [70/100]
THE SNAKE BROTHERS
Kobry a užovky, Jan Prušinovský, República Checa / Competición.
¿Recuerdan la Los gemelos golpean dos veces, la comedia interpretada por Danny DeVito y Arnold Schwarzenegger, dirigida por Ivan Reitman? Pues si la pasan por la túrmix con Dos tontos muy tontos (Dumb and dumber, 1994) y sus personajes hubieran aprobado Educación Primaria en el Základní škola Trója de Praga, el resultado sería esta The Snake Brothers, una simpática sorpresa que logra quebrar durante dos horas la rigidez del máximo apartado del certamen checo. Precisamente, uno de los orgullosos alumnos de la FAMU, facultad de formación de realizadores del país centroeuropeo y partner del KVIFF, Jan Prušinovský, es el firmante de esta sátira dramática protagonizada por dos hermanos que llevan la mediocridad a niveles insospechados. El primero en asomar por la pantalla es Kobra, un yonki sin luces que explota su cleptomanía para aliviar el síndrome de abstinencia y poner en jaque a su hermano, apodado Víbora –en su traducción anglosajona, en la checa, Užovka, culebra—, un fracasado que no acierta ni con el trabajo ni con la cama correcta. Ambos (mal)viven en una pequeña ciudad de la Bohemia central, con su madre y abuela no demasiado lejos y con Tomas, el fiel amigo de Víbora, como apoyo. Con este material como punto de partida da comienzo un filme casi multigenérico que logra lo impensable: que 120 minutos pasen como un tiro en Karlovy Vary. La construcción de los dos protagonistas es la clave. Ambos aportan, siempre al borde de al sobreactuación, momentos hilarantes y dramáticos inspirados, unido a una evolución, en especial la de Víbora –un sensacional Matěj Hádek, posible aspirante a premio actoral— que logra que el espectador sienta curiosidad por el devenir de este linaje tan poco agraciado. Un aséptico Prušinovský deja la responsabilidad a sus personajes y la jugada sale ganadora sin recurrir al abrillantador. Bravo. [70/100]
TANGERINE
Sean Baker, Estados Unidos / Forum of Independents.
Con el logotipo de Sundance y una factura digital vía móvil como reclamo, arribaba al Kinosal C una de las sensaciones de principios de año, Tangerine. Sean Baker, director de la estupenda Starlet (2012), vuelve al sendero de la prostitución, esta vez de los bajos fondos, con esta comedia dramática cuya originalidad reside en sus protagonistas: una pareja de transexuales que ejercen su profesión en el centro de Los Ángeles. Una vez superados los llamativos títulos de crédito, el factor móvil se desvanece. La capacidad de una cámara de video de un IPhone S5 está fuera de toda duda, no hay diferencia con otros dispositivos audiovisuales. Eliminado el marketing, necesario, por otra parte, para una película de austeras dimensiones, saltan a la palestra Sin-Dee y Alexandra, dos prima donnas que rebosan desparpajo y carisma. Juntas y por separado, nos muestran su universo. Un lugar donde hay lugar para el amor, la traición, la decepción y la frustración. Baker aprovecha la coyuntura para atizar a todo el mundo: proxenetas, armenios –ya un clásico en su filmografía—, policías, varones de clase media y asiáticos. El dibujo de cada uno de ellos es hilarante. El problema llega cuando la estela invisible del citado sello Sundance aparece en forma de buenas intenciones, acicalado con esa melodía de piano electrónico vigente desde los tiempos de Cadena perpetua. Y ahí naufraga Baker, excluyendo cualquier pretensión. Una vez expuesto el drama, este coral de acordes y desacuerdos se convierte en un sucedáneo. Tan suculento como el original, por otro lado. Tangerine resultar ser el filme al que aspiraba: una refrescante propuesta de un único uso. [68/100]
VIRGIN MOUNTAIN
Fusi, Dagur Kári, Islandia / Another View.
La mayor ovación del festival, hasta el momento, llegaba tras la proyección en el Cinema Pupp de la brillante Virgin Mountain. La cuarta película —tras su primera incursión extranjera con la infravalorada The good heart— del realizador islandés –con orígenes franceses— Dagur Kári venía precedida por una excelente acogida en su premiere en Sundance y Berlín y el premio a la mejor película del Festival de Tribeca. Y a todas luces merecido. El título original da nombre al protagonista de la trama: un bonachón de cuarenta años que supera con holgura los ciento noventa centímetros y los ciento treinta kilogramos; que vive aún en el lecho familiar y que acude a las miniaturas, tanto metálicas como mecánicas, como valioso instante de ocio junto a su vecino Mörður. Un niño grande, un niño enorme, cuyo cuerpo se queda en nada en comparación con su afabilidad. Fúsi no le dice no a nadie, ni siquiera a los desalmados que lo machacan en su lugar de trabajo, la recepción de los equipajes facturados del Aeropuerto de Reikiavik. Fúsi nunca se ha separado de una madre que busca rehacer su vida, tampoco ha salido de Islandia, y, por supuesto, jamás ha estado con una mujer –de ahí el título adoptado para la versión anglosajona—. La mirada de Gunnar Jónsson nos cede toda esta información de antemano, en un ejercicio de empatía insólito en este curso. Virgin Mountain apuesta por el humor y la ternura más franca para tocar nuestros sentimientos. Durante hora y media, todos somos él, la ingenuidad personificada o el amigo perfecto que todos desearíamos. Tras numerosas escenas las lágrimas se entremezclan con las sonrisas, nos duele su falta de fortuna y nos alarma el peso de las apariencias. Algo que remarca del filme de Kári, abriéndonos un vano que regala profundidad de campo tanto a nuestra retina como a nuestro corazón. Si el cine es mágico es gracias a obras como Virgin Mountain. Pocas son las veces que de algo tan simple salió tanta sinceridad. [85/100]
THE HERE AFTER
Efterskalv, Magnus Van Horn, Suecia / Another View.
Presentada por su director, el debutante Magnus Van Horn, aterrizó en el Congress Hall una de las películas más destacadas de la pasada entrega de la Quincena de Realizadores de Cannes. Una coproducción sueco-polaca que supone una nueva ramificación de la desesperanza adolescente que abrió Gus Van Sant con Elephant (2003) y Paranoid Park (2007), aumentando la lente sobre el efecto del pasado en el presente de un joven sueco. John vuelve a su pueblo natal tras una estancia en prisión. Los habitantes de éste, en especial sus compañeros de instituto, se muestran disconformes con esta decisión e intentan coartarlo con continuas vejaciones. Algo que no solo le afectará a él, también a su padre y hermano menor con los que convive en una granja ganadera en las afueras. La verdadera naturaleza de John saldrá a la luz una vez que sus acosadores incrementen una persecución consensuada por el alumnado de su centro. Van Horn aboga por la neutralidad en este retrato de un posible –a ojos de los que lo rodean— asesino en serie que atrapa de forma instantánea. Su prólogo, estructurado brillantemente, nos presenta a un personaje magnético –interpretado por el frío Ulrik Munther— y también una tanda de interesantes preguntas que necesitan respuesta. Y éstas llegan, parcial y paulatinamente, para diseccionar el espectro de la culpa. Algo que vincula a The here after con la maravillosa Violet, de Bas Devos, proyectada en Karlovy Vary en 2014. Tanto Van Horn como Devos engrosan el aura de maldición de sus personajes con una lúgubre ambientación, basada en planos de larga duración, intentado extrapolar al espectador la indefensión de sus caracteres. Van Horn, además, cuenta con la sugestiva fotografía de Łukasz Żal, nominado al Óscar por su labor en Ida (Pawel Pawlikowski, 2013), un plus que iza un filme con algunas lagunas pero con la suficiente enjundia como para tener en cuenta en el futuro a este realizador formado en la Universidad de Lodz. [75/100]
Emilio Martín Luna
© Revista EAM / Enviado especial a la 50ª edición del Festival de Karlovy Vary