Let’s get ready to rumble
crítica a Southpaw (Antoine Fuqua, 2015).
Aún prevalecen en nuestra retina las imágenes de Muhammad Ali, meciéndose sonriente sobre las cuerdas de un cuadrilátero de boxeo, mientras George Foreman le lanzaba una pavorosa combinación de puñetazos que caían sobre su cabeza como golpes de martillo. Todo era una estrategia —rope a dope lo llamaron— del carismático atleta quien, en el octavo asalto, derrumbó con asombrosa facilidad a su exhausto oponente poniendo fin al mediático “The Rumble in the Jungle”. Los pesos pesados eran los líderes indiscutibles de los espectáculos boxísticos, hasta que los Estados Unidos perdieron el monopolio y sus campeones se doblegaron ante el avance de la Europa del este. Casualmente, coincidiendo con la pérdida de ese liderazgo, comenzó a darse un mayor protagonismo a los combates de categorías inferiores. La gente prefería ver 1000 golpes por boxeador que asistir a peleas que se resolvían con 20 puñetazos. El peso welter se convirtió en el nuevo gran evento pugilístico, devolviendo a Norteamérica su reinado, como puede deducirse de las cifras con las que se saldó la última final entre Floyd Mayweather y Manny Pacquiao donde, en la reventa, las entradas alcanzaron un valor de 150.000 dólares. Southpaw aprovecha esta tendencia deportiva, alejándose de los pesos pesados a los que la ficción cinematográfica nos tenía acostumbrados en la representación del boxeo, para adaptarse a las nuevas modas e inquietudes de los espectadores.
El boxeo tiene una doble función narrativa en la nueva película de Antoine Fuqua; por un lado, sirve como excusa para llevar a cabo las escenas de acción para las que, sin ninguna duda, el realizador tiene una facilidad asombrosa. Por otro, la lucha explícita y literal que el protagonista utiliza como medio para ganarse la vida, sirve como metáfora de la difícil supervivencia de la clase obrera en cualquier ámbito profesional. En concreto, parece que la cinta se basa en las experiencias de Eminem y el duro camino que tuvo que atravesar hasta volver a llegar a la cima musical tras ser derribado por sus ambiciosas pretensiones. Si en 8 millas (8 mile, 2002) el rapero se interpretaba a sí mismo para ejemplificar su historia de superación y el ascenso a la fama desde una posición socialmente deplorable, en esta (al parecer) continuación, se muestra la caída y la lucha por volver a lo más alto. Por este motivo, se obvia desde el comienzo ese primer ascenso al mostrar al protagonista, interpretado ahora por Jake Gyllenhaal por conflictos de horario de la estrella del hip hop, como el vigente campeón del mundo. De hecho, la historia comienza con el combate que otorgaría al héroe el prestigioso estatus de campeón. Unas fantásticas secuencias iniciales sirven como medio para mostrar la abstracción de la realidad a la que se enfrenta el boxeador antes de cada pelea, unos planos que permiten vislumbrar las intenciones del realizador en la búsqueda de la identidad de su protagonista. Es la preparación a la brutalidad, la soledad del luchador, un estado de meditación del que sólo saldrá con la ayuda de su mujer, quien lo despierta de su ensimismamiento, lo devuelve a la realidad recordándole aquello que da sentido a toda esa lucha y, al mismo tiempo, le aporta ese componente de imbatibilidad que lo sitúa como el número uno invicto. Ya desde el comienzo se muestra que Billy Hope sabe encajar un golpe tan bien como sabe darlo. Su técnica de combate consiste en dejar que lo golpeen sin oponer demasiada resistencia, para que su cuerpo responda cada vez con más violencia y su ira lo lleve a generar golpes brutales.
«Southpaw aprovecha esta tendencia deportiva, alejándose de los pesos pesados a los que la ficción cinematográfica nos tenía acostumbrados en la representación del boxeo, para adaptarse a las nuevas modas e inquietudes de los espectadores».
Es el gran evento de HBO y Showtime, al que acuden las grandes estrellas del deporte y el espectáculo. Esto atrae a millones de aficionados que, con mucha suerte, se gastarán todos sus ahorros en pagar el precio de la entrada o, de no poder optar a una, contribuirán a la recaudación millonaria de los canales de PPV (300 millones alcanzados en el mencionado combate entre Mayweather y Pacquiao sólo en pago por visión). Un evento que parece destinado exclusivamente a hombres, y así nos lo hace ver el realizador. La mujer aparece como un simple complemento o accesorio en el boxeo. La machista cosificación femenina queda ejemplificada por medio de dos figuras: las acompañantes, mujeres muy exuberantes con provocativos vestidos que adornan las apariciones de las grandes figuras del espectáculo, y las azafatas, señoritas “plastificadas” que caminan sonrientes esquivando esputos ensangrentados o piezas dentales extraviadas mientras se les encomienda la ardua tarea de sostener un letrero con un número. De esta forma, la presunción de superioridad del protagonista sobre su mujer, pese a que éste no muestra las características misóginas de otros ejemplos cinematográficos, sigue apareciendo reflejada en el clásico discurso sobre la permisividad al hombre por ser quien “pone la comida en la mesa”. El hombre es un ser autodestructivo que basa la interacción con sus congéneres en función de ideologías sexistas que se articulan por un modelo hegemónico de masculinidad. Entendemos este paradigma de virilidad en función de las representaciones o modelos que nos han vendido en televisión de aquellos personajes que, para la cultura moderna, representan estos valores de hombría. Entre ellos se podrían trazar muy fácilmente unas características comunes que hacen que todos estos hombres respondan al mismo esquema: arrogantes, triunfadores, atléticos, heterosexuales… estos factores responderían al concepto de hipermasculinidad creado por Raewyn Connell en su libro Masculinidades (Masculinities, 1995). Un formato estandarizado que no permite al hombre cuestionarse su identidad masculina, sino que le obliga a asumir un patrón de conducta que lo haga parecerse a los ejemplos cristianizados (futbolísticamente hablando, se entiende) y, al mismo tiempo, a asumir el rol del deporte como una herramienta fundamental en el proceso de masculinización y socialización.
En el caso del boxeo, como se puede comprobar en la película, este espécimen superior se mueve por ciertos impulsos: bravuconería, demostraciones de fuerza y poder, provocaciones a rivales y ridiculización de aquellos a los que considera inferiores. Este comportamiento ha sido heredado de la actitud callejera y las luchas territoriales, en las que el varón aprende que el componente más importante para obtener el poder es el respeto y el honor. Un honor que, en el presente caso, se obtiene por medio de la violencia. Precisamente, una de estas provocaciones de un arrogante contrincante —o futuro contrincante— será el detonante de la fase de desmoronamiento de Hope. En ese momento surge el conflicto, o incompatibilidad, entre éxito y estabilidad emocional. Como viene siendo habitual en estos casos, los errores propios los terminan pagando los demás y, a consecuencia de sus yerros, Hope arrastrará a su familia en su desplome anímico, al tiempo que lo perderá absolutamente todo —aquí aparece el juego de palabras conceptual entre el nombre del protagonista: Hope, y la pérdida de todo cuanto tiene y cuanto es: perdida de esperanza (hope en inglés)—.
«Gyllenhaal demuestra una incontestable potencia actoral, logrando que su interpretación no quede reducida a la espectacularidad de su físico, sino que irá mucho más allá, mediante un uso fantástico de esa fisionomía hipertrofiada y su adecuación al ambiente. Los movimientos, las miradas, la transmisión de ese dolor y la empatía que genera en su resurgir de las cenizas son ejecutados con una fuerza y una efectividad asombrosas».
En su descenso a lo más profundo de la mente, Billy tendrá que atravesar las diferentes fases de la pérdida antes de darse cuenta de que si quiere recuperar su vida habrá de volver a enfrentarse a su pasado y recuperar la fe en sí mismo. Antes de llegar a este punto de aceptación, el protagonista pasará por un periodo de odio y dolor en el que apreciamos claramente la firma del guionista y creador de la historia: Kurt Sutter, quien ya había demostrado ser un despiadado maestro a la hora de exponer a sus personajes a un estado de sufrimiento desmesurado, como pudimos comprobar en el infierno por el que pasaron algunos de ellos en Sons of Anarchy. Esta esperanza perdida reaparecerá de la mano de un viejo entrenador y boxeador profesional, Tick Wills, quien aceptará trabajar con el protagonista con la condición de que éste demuestre que se puede confiar en él, teniendo que cambiar radicalmente sus hábitos de vida, tanto en lo personal —drogas, bebida, ataques violentos…— como en lo profesional —estilo de boxear—. Wills se convierte por lo tanto en su sensei, enseñándole nuevas formas de lucha en las que utilizará la defensa como forma de construir un buen ataque. Potencia y control serán las claves de su recuperación. Y seis semanas es el tiempo del que dispondrá el protagonista para hacer frente a su redención y optar a la recuperación —parcial— de su vida, seis semanas que servirán como período preparatorio para el gran desenlace y que se mostrarán mediante rápidas escenas al ritmo de la canción Phenomenal, de Eminem.
La expectación lograda por Fuqua antes y durante el combate definitivo es de una eficiencia asombrosa, el director evidencia una gran seguridad y destreza a la hora de rodar las rápidas y espectaculares escenas a cámara lenta llenas de sangre, sudor y lágrimas, aunque no parece tan cómodo cuando tiene que alternar ciertos detalles de la trama, como la historia de Billy con su hija que, por momentos, resulta demasiado discordante con el fluir de la acción principal. No obstante, en este punto Gyllenhaal ya habrá demostrado su incontestable potencia actoral, logrando que su interpretación no quede reducida a la espectacularidad de su físico —reflejo idóneo de esa hipermasculinidad corporal—, sino que irá mucho más allá, mediante un uso fantástico de esa fisionomía hipertrofiada y su adecuación al ambiente. Los movimientos, las miradas, la transmisión de ese dolor y la empatía que genera en su resurgir de las cenizas son ejecutados con una fuerza y una efectividad asombrosas. Un perfecto pilar de apoyo para el director, quien traza con deslumbrante soltura su retrato de la consecución del sueño americano al tiempo que reabre el debate sobre los problemas de clases y de la representación de la masculinidad en la Norteamérica de las grandes oportunidades. Una nación ultracapitalista sin temor a someter a sus habitantes a las más severas pruebas de superación en su afán por lograr la fama y el poder. La selección de los nuevos ídolos pasa por la destrucción de miles de desconocidos. | ★★★ |
Alberto Sáez Villarino
© Revista EAM / Dublín
Ficha técnica
Estados Unidos. 2015. Título original: Southpaw. Director: Antoine Fuqua. Guion: Kurt Sutter. Fotografía: Mauro Fiore. Música: James Horner. Duración: 123 minutos. Productora: Escape Artists / Fuqua Films / Riche Productions. Montaje: John Refoua. Diseño de producción: Derek R. Hill. Diseño de vestuario: David C. Robinson. Intérpretes: Jake Gyllenhaal, Rachel McAdams, Naomie Harris, Forest Whitaker, 50 Cent, Victor Ortiz, Caitlin O'Connor, David Whalen, Dominic Colon, Miguel Gomez, Malcolm M. Mays, Adam Ratcliffe, Oona Laurence, Jeremy Long, Grace Marie Williams. Presentación oficial: Festival Internacional de Shanghái 2015.